«Tiburón» es una palabra polivalente. Lo mismo sirve para designar a una especie animal acosada de forma irracional por la industria pesquera, e imprescindible para el equilibrio de los ecosistemas marinos, que para nombrar a ese horror definitivo que nos acecha en las profundidades. Esto último, claro está, se lo debemos principalmente al cine.
Los biólogos suelen irritarse ‒con razón‒ cuando identificamos a los tiburones con un enemigo imbatible. En realidad, la mayoría de las especies de escualos es inofensiva, y las pocas que representan cierto peligro provocan un número de víctimas casi anecdótico. Sin embargo, los humanos no podemos renunciar a nuestros miedos ancestrales, y todos aquellos seres que, en tiempos atávicos, aterrorizaron a nuestros antepasados, siguen encarnando hoy el mismo estereotipo en los medios de comunicación. El tigre, el oso grizzly o el tiburón blanco comparten esa peligrosa categoría (Peligrosa en especial para ellos, todo hay que decirlo).
Todo lo que acabo de contarles resume el potencial atractivo de A 47 metros, un film de serie B escrito por Johannes Roberts y Ernest Riera, y protagonizado por Mandy Moore, Claire Holt, Chris J. Johnson, Yani Gellma y Santiago A. Segura, con Matthew Modine de estrella invitada.
En muchos sentidos, A 47 metros recuerda aquellas películas de los setenta, sobre todo italianas, en las que un animal mortífero le hacía la vida imposible al sufrido reparto. Aquel fue un género menor y sensacionalista, de pobres resultados artísticos, con la excepción del magnífico Tiburón spielbergiano. Sin embargo, en tiempos recientes, nos ha deparado alguna sorpresa agradable, como Infierno azul, de Jaume Collet-Serra.
La de Roberts no es, desde luego una gran película, ni creo que lo pretenda. Al contrario. Se trata de un pasatiempo veraniego, simpático a ratos, que resume todas sus virtudes en una idea afortunada: dos hermanas, veraneantes en México, se meten en una jaula desde la que ver a los tiburones blancos sin peligro. Pero el cable falla, y la jaula cae hasta el suelo oceánico.
Es una lástima que una premisa tan prometedora no genere un mejor resultado. Se me ocurre pensar en lo que hubiera podido ser una versión acuática de The Descent (Neil Marshall, 2005). Por desgracia, aquí la plantilla es mucho más trivial, y el resultado, más olvidable. Entre los aciertos del largometraje, puedo citar dos: Mandy Moore y Claire Holt tratan de dignificar sus papeles, y los tiburones digitales, contra todo pronóstico, resultan verosímiles.
Sinopsis
Sin ayuda en la superficie, sin esperanza en las profundidades.
Kate y Lisa son dos hermanas veinteañeras amantes de la diversión que viajan a México para disfrutar de las mejores vacaciones de sus vidas. Cuando surge la oportunidad de sumergirse en una jaula para ver tiburones blancos, la aventurera Kate se apunta al instante para desesperación de Lisa. Finalmente, ambas se sumergen a dos horas de la costa de Huatulco para encontrarse cara a cara con el depredador más feroz de la naturaleza. Pero lo que debería haber sido la experiencia definitiva se acaba convirtiendo en una pesadilla cuando la jaula se suelta del barco y quedan atrapadas en el fondo del océano. Con menos de una hora de oxígeno en sus tanques, deben encontrar la manera de regresar a la embarcación a través de 47 metros infestados de tiburones.
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