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«Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo» («Le magnifique», 1973), de Philippe de Broca

La primera vez que vi Le magnifique no me gustó en absoluto. Aquel pase televisivo, cuando aún era adolescente, me produjo una incómoda decepción. Sobre todo porque BelmondoBébel, como le llamaban los franceses‒ se toma aquí a broma un tema que yo me tomaba muy en serio: los agentes secretos a lo James Bond. Malo es que se riera de 007, sí, pero peor aún era que llevase el asunto a un nivel de delirio al que no se habían atrevido ni James Coburn (el superespía Derek Flint en Flint, agente secreto, 1967) ni el mismísimo Dean Martin (el agente Matt Helm en Los silenciadores, 1966).

Tuvieron que pasar unos años ‒bastantes‒ para que yo disfrutase a fondo del juego autoparódico y referencial que propone la película: un diálogo entre la miserable realidad que vive un tímido escritor de novelas baratas y bolsilibros, François Merlin, y las peripecias del espía que protagoniza sus obras, Bob Saint-Clar, el mejor agente secreto del mundo.

La receta parece sencilla: confundir las novelas con la vida, casi como don Quijote.

En este caso, Belmondo encarna de maravilla a esos dos personajes que, poco a poco, entran en conflicto. Al fin y al cabo, ¿quién puede sentirse a gusto frente a una máquina de escribir, en un apartamento cochambroso, mientras sueña con ser un aventurero internacional? ¿Acaso no es tentador despachar las frustraciones proyectándolas en una dimensión paralela?

La coprotagonista del film, Jacqueline Bisset, también actúa en un doble papel. Por un lado, es la agente internacional Tatiana ‒el interés amoroso de Saint-Clar‒, y por otro, la vecina de Merlin, una estudiante británica de sociología, empeñada en realizar una tesis sobre Saint-Clar.

Lo mismo sucede con el histriónico Vittorio Caprioli: en nuestro mundo, es Charron, el editor que explota miserablemente a Merlin, y en la ficción, es Karpov, jefe del servicio secreto de la República Popular de Albania y archienemigo de Bob Saint-Clar.

Este vaivén entre ficción y realidad funciona como un reloj, y nos permite disfrutar de una comedia que, en segundo plano y sin pedantería, reflexiona sobre el verdadero papel de la literatura de kiosco y sobre nuestra percepción de sus estereotipos.

Con eso basta, y quizá no se necesitaría más. Pero por si no fuera suficiente, Belmondo ofrece un verdadero recital, demostrando que se encontraba en plena forma. Como Saint-Clar, es cínico, machista, valiente y viril, y en la piel de Merlin, adopta una sensibilidad entrañable, llena de matices.

Con todos esos ingredientes, ya ven que Le Magnifique era una apuesta segura. A comienzos de los setenta, el nombre de Belmondo bastaba para vender más de cuatro millones de entradas en la taquilla francesa. Por supuesto, no era ajeno a ese triunfo el director de esta película, Philippe de Broca, que ya había dirigido a Bébel en Cartouche, El hombre de Río y Las tribulaciones de un chino en China.

Pese a su fluidez casi disparatada y su aparente frivolidad, el guión del film es bastante complejo. Su autor, Francis Veber, ya había demostrado su oficio tras escribir El gran rubio con un zapato negro (1972), de Yves Robert, y El embrollón (1973), de Edouard Molinaro. Sin embargo, el entusiasmo del productor Alexandre Mnouchkine no estimuló a un inflexible De Broca, que tuvo serias diferencias con el guionista.

Sin decirle nada a Veber, el director llamó a otros dos pesos pesados, Daniel Boulanger y Jean-Paul Rappeneau. Juntos rescribieron el guión. El resto forma parte de los cotilleos del cine francés: Veber entró en cólera, pidió que su nombre no apareciese en los créditos, tomó distancia y decidió que debía proteger su integridad creativa convirtiéndose en director.

A semejanza de muchas cintas de espías de aquellas fechas, Le Magnifique es una coproducción. No obstante, más allá de la presencia de Vittorio Caprioli, la película es mucho más francesa que italiana. Pero aunque a ratos sea un europastiche de James Bond, se advierte el rumboso presupuesto. Rodada en Francia y México, su elemento paródico no excluye la intervención de especialistas y las típicas acrobacias que caracterizan al género.

Para disfrutar plenamente de la película, conviene, creo yo, recuperar el espíritu de la época. ¿Cómo? Pues por ejemplo, recordando los personajes con los que fantaseó Veber para inventarse al indomable Saint-Clar. Por supuesto, Bond, pero también Hubert Bonisseur de La Bath, alias OSS 117, creado por Jean Bruce en 1949, y Malko Linge (SAS), cuyas novelas, escritas por Gérard de Villiers a partir de 1965, se parecen mucho (cubierta negra, portada erótica) a los libros de Merlin.

Hoy esas noveluchas son objeto de coleccionismo, o en el peor de los casos, simple relleno en las librerías de segunda mano, pero en su momento, tuvieron un éxito sensacional. Tan rotundo como el de esta película, que gracias al reclamo de Belmondo, volvió a abarrotar los cines a partir de su estreno, el 23 de noviembre de 1973.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.