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«Fraude» («F for Fake», 1973), de Orson Welles

Creo que fue en el Rastro madrileño donde encontré, hace bastantes años, dos libros del novelista Clifford Irving, Autobiografía de Howard Hughes y Fraude: La historia de Elmyr de Hory, publicados por Sedmay en 1975.

La lectura de ambos equivale a un curso para falsificadores. El primero es el resultado de la gran estafa que urdió Irving cuando se inventó el testimonio de Hughes para elaborar unas falsas memorias. Para su desgracia, el montaje fracasó cuando el multimillonario, recluido desde 1958, reapareció para demandar al escritor. El desenlace fue contundente: Irving pasó 17 meses en la cárcel y tuvo que devolver el dinero que ya le habían pagado sus editores.

Fraude es una obra más inocente. En este caso, Irving nos relata la vida de uno de los mejores falsificadores de la historia, su buen amigo Elmyr de Hory. Ambos ‒luego volveré sobre ello‒ se habían conocido en Ibiza por la época en que también visitaba la isla Orson Welles.

Inevitablemente, a Welles le atrajeron estos dos excéntricos, quizá porque encontraba en ellos un eco de vidas pasadas. Pienso, sin ir más lejos, en el Welles prestidigitador, acostumbrado a sorprender al auditorio con trucos de magia, y no me olvido del Welles que generó el pánico al dramatizar por la radio La Guerra de los Mundos, convenciendo a su auditorio de que los marcianos invadían nuestro planeta.

Sin duda, Irving y De Hory nos invitan a reflexionar sobre conceptos como la autoría y la verdad, tantas veces sustentados por datos circunstanciales (la buena fe del periodista, la firma del pintor, el prestigio del historiador). Sobre todo cuando la «versión de los hechos» se enfrenta a otras categorizaciones, como el dictamen de los expertos, la verdad judicial o la creencia popular.

Por suerte o por desgracia, el desconcierto surge cuando un tipo como Irving idea una fantasía perfectamente creíble, o cuando De Hory elabora una imitación magistral de Modigliani.

«Al mirarlo más despacio y limitando la atención a Ibiza ‒escribe Antonio Escohotado‒, comprobamos que a finales de los años sesenta su vieja ciudadela, Dalt Vila, fue enriquecida de manera notable por la llegada del pintor húngaro Elmyr de Hory (1906-1976), que catalizó una combinación de marchantes, galerías y primeros famosos, culminada por el documental de Orson Welles, Fraude. Tras esforzarse por vivir de sus óleos, que le parecieron ‘demasiado tradicionales’ a una crítica incondicionalmente vanguardista, rendida al arte exaltado por Breton y Trotsky, De Hory descubrió que podía pintar como Picasso ‒entre bastantes otros‒, y delegó en agentes la parte delictiva del asunto, consistente en falsificar la firma. Fruto de ello fueron un millar de telas, al parecer algunas colgadas todavía como originales en museos y colecciones privadas de gran prestigio, cuya mera existencia sigue siendo el mayor escándalo en la historia del arte tal como lo conocemos, fruto de haber sido reorientado desde los años veinte por subvenciones públicas, llegadas en principio a través del Narkomcult soviético, un Ministerio de Cultura presidido inicialmente por Kandinsky (…) Sea como fuere, lejos de reconocer que albergaba al copista más eximio ‒y por tanto, a un prócer ilustre‒ en 1968 la policía y el juzgado de Ibiza maquinaron encarcelarle dos meses ‒por ‘homosexual relacionado con delincuentes’‒, sumiéndole en angustias que le matarían a corto plazo».

Por una vía que aún me parece sorprendente, Welles entendió que el engaño también forma parte del arte. Al fin y al cabo, el encantamiento ‒la capacidad de fascinar‒ es algo en lo que podemos recrearnos… aunque surja del reino del embuste.

En esa delgada línea que separa realidad y ficción es donde se sitúa este docudrama, rodado por el cineasta en colaboración con François Reichenbach. O mejor dicho, aprovechando el metraje que Reichenbach ya había filmado con De Hory e Irving antes de que Welles pusiera en marcha su película.

Las idas y venidas de Irving, cuya estafa se destapó en enero de 1972, añadieron nuevos giros a esta narración que, en realidad, viene a ser una «obra abierta», por usar el término acuñado por Umberto Eco.

Aunque la crítica más sesuda se ha encargado de convertir este film en una obra de culto, se advierte aquí y allá una frescura oportunista, como si la idea hubiera surgido sobre la marcha. ¿Quiso Welles convertirla en algo parecido a un ensayo? ¿Recogió el signo de los tiempos al abordar un relato fragmentario, paradójico y con narradores poco fiables? ¿O más bien se divirtió a lo grande criticando, entre líneas, a los grandes prescriptores y a los guardianes de las esencias artísticas?

Sea como fuere, este experimento tan juguetón, en el que también aparece su amada Oja Kodar, está lleno de dobles sentidos y de guiños privados que resumen el universo wellesiano.

En clave española, Fraude también refleja aquel universo ibicenco que Escohotado recuerda con nitidez. «En la zona del puerto ‒nos dice‒ Eileen ‒una judía neoyorkina con mucho mundo‒ abrió el bar La Tierra, un espacio tan reducido como pasmoso por lo selecto de su concurrencia. (…) Pink Floyd (…) acababan de pasar una temporada en la isla y compusieron el tema Ibiza Bar para definir ese preciso ambiente. Podía estar también la primera chica Bond, Ursula Andress, y muy a menudo la pandilla del inquieto Clifford Irving, inmortalizado por De Hory en una de sus telas, que salía de la cárcel por una biografía no autorizada del magnate Howard Hugues y preparaba otro superventas sobre el falsificador supremo. También comparecía Welles, cuya cabeza parecía un alfiler comparada con su colosal cuerpo» (Mi Ibiza privada, Espasa, 2019).

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.