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Barrios históricos

Los lugareños de los barrios históricos suelen quejarse de la turificación exagerada que se convierte en invasión. Los desalojos dan paso a los hoteles, los hostales, los pisos turísticos. Quienes permanecen se fastidian al ver que los turistas los miran como a seres pintorescos y toman fotos a granel, convirtiendo sus fachadas en escenografías. Se cierran ambulatorios, escuelas, negocios de toda la vida con mercancías necesarias a lo cotidiano para ofrecer souvenirs, disfraces y postales. A la puerta de museos, catedrales y palacios, las filas de visitantes tienen un aire de viejas rondas del pan y huevo como la del madrileño Pasadizo del Panecillo.

Soy de los que piensan, al contrario, que el turismo ha contribuido a salvar conjuntos históricos que, de otra manera, se habrían visto convertidos en conjuntos modernos de anodina eficacia urbana, como ocurrió con ese bosque de arquitecturas que fue en tiempos la Castellana.

Adiós Venecia y Brujas, adiós París, adiós judería de Córdoba, adiós Toledo y Compostela. ¿Para qué sirven palacios sin cortes, iglesias sin fieles, estrechas callejas intransitables a los automóviles? Ya los futuristas pidieron demoler los trastos y antiguallas venecianos, arrojando sus cascotes a los canales para hacer avenidas y dejar paso a los raudos Isotta Fraschini de 80 km por hora. Digamos al pasar que hoy esos coches son tan antiguos como la basílica de San Marcos.

La apelación a la escenografía tiene un deje desdeñoso. Es como decir que todo eso no es más que una escenografía. Nada menos, diría yo por mi cuenta. Desde luego, son fondos pictóricos de un género de vida anulado por el tiempo. Pero, justamente por ello, son los paisajes de la memoria, que es la condición visual de la realidad ciudadana.

Estamos en el nuevo Madrid porque subsiste el viejo Madrid, no como una rareza sino como parte de la identidad madrileña, o sea de su realidad. No hay el uno sin el otro. No hemos nacido con las torres de Chamartín, venimos de mucho más lejos y esa lejanía nos ha hecho lo que somos.

¿Rasparíamos las pictografías de Altamira para sustituirlos por unos acrílicos de Barceló? Esas pinturas son un testimonio de nuestra cualidad humana. Somos animales que dejamos signos para perdurar más allá de las efímeras y sucesivas actualidades en las que el tiempo nos despoja de todo lo que nos ha traído. Dicho con mayor patetismo: somos especie porque vencemos a la muerte.

Imagen superior: Pixabay.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")