En abril de 1847 y en Santiago de Chile apareció la primera edición de Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos de Andrés Bello. No faltan especialistas que la consideran, a pesar de su siglo y medio de rodaje, la mejor gramática de nuestra lengua.
Reeditada por otro americano, Rufino José Cuervo, y revisada en nuestro tiempo por Amado Alonso, es un curioso indicador cultural en la historia de la lengua.
En efecto, los libros más importantes sobre la codificación del castellano en el siglo XIX son americanos (Bello y Cuervo), así como las polémicas sobre el uso y el gobierno de la lengua, entre Sarmiento y Bello (Chile), entre Altamirano y Ramírez (México), entre Juan María Gutiérrez y Martínez Villergas (Argentina).
Más curioso resulta aún que estos americanos trabajaran en un continente donde la mayoría de la población era indígena e ignoraba el español, que circulaba como lengua franca culta en las ciudades.
La independencia americana es la que generaliza la lengua y promueve a estos científicos del habla y la escritura.
Bello, desde luego, no es un caso aislado ni de genialoide originalidad. Sus largos años en Londres y su acceso a la rica biblioteca del precursor Miranda lo pertrecharon de lenguas comparadas y ciencias de la palabra. Recogió la tradición racionalista de Port–Royal (toda gramática es universal y proviene de una razón común a todos los hombres y todas las lenguas), pasada por otros racionalistas ilustrados como Condillac y Destutt de Tracy, matizados por el eclecticismo de Cousin y el romanticismo de Humboldt, viajero por América y comparatista apasionado.
Junto a estos presupuestos filosóficos, la Gramática de Bello tiene, si se quiere, una función política y por ello la encamina a los americanos. Se supone que España no necesita generalizar una lengua que le es propia y que, producida la independencia, no le corresponde ya ninguna tarea didáctica en América. Esta ha de construir su unidad lingüística a partir de su autonomía científica y, sobre todo, de la educación popular. La unidad del continente ha de ser, ante todo, cultural y toda cultura tiene una referencia lingüística precisa.
Por paradoja, una de las prendas de la independencia americana es la consolidación y desarrollo de la lengua impuesta por la conquista española, única lengua que posibilita aquella unidad continental. De ahí, nuevamente, el sesgo político que adquiere una obra de tan rigurosa deriva científica.
Venezolano de una Venezuela aún inexistente, chileno de adopción, residente europeo durante un periodo decisivo de su vida, traductor del latín y del francés, romántico de gustos clásicos, Bello es un ejemplo de amplitud mental y pluralidad de culturas. Por ello, tal vez, su aspiración a la unidad y a la razón, que no son incompatibles con lo diverso. Una cifra de la compleja e idealmente integrada realidad humana que llamamos América.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.