“Espacio y tiempo y Borges ya me dejan” se lee al terminar el poema “Límites”. Y, al empezar “The thing I am”: “He olvidado mi nombre. No soy Borges”. Este escritor que, sobre todo, en sus últimos tiempos, tan obsesivamente ha dicho soy y explorado las distintas identidades que abre esta primera persona del singular del inasible verbo ser (una de las pocas cosas que nos está vedado definir, bajo pena de tautología: “el ser es…”), de pronto queda reducido a un mero pronombre: yo. Un puro y abstracto yo, que no se refiere a nadie, sino que parece haberse contraído a mera función gramatical: sujeto a secas, sujeto del lenguaje.
Ítem más: sujeto en general, en tanto que el lenguaje es general y el invocado ser (“soy, no soy”) también lo es. ¿Quién es ese yo a quien no se puede nombrar, porque todo nombre lo ha abandonado, y apenas se puede invocar como tú o usted? Desde luego, no es Borges, es otro. Y en esa bisagra en que Borges, el espacio y el tiempo se borran y el yo permanece, se instala una primera y decisiva aparición del otro, el que está dentro de cada quien, quizás en el núcleo mismo del quien, y que resulta anónimo.
No es casual que, de modo insistente, Borges busque el nombre de ese otro innominado y a la vez inderogable, y que trate de verlo fuera de sí, en un espacio objetivo. Las máscaras con que ha intentado cubrirlo son innumerables, casi siempre tomadas del doble mundo borgiano: las armas y las letras. Cervantes, Quevedo, Emerson, el coronel Borges, el coronel Suárez, Gracián, Descartes, Walt Whitman, Homero, Camoens, el múltiple “Borges” que se desdobla entre joven y viejo, entre público y secreto, entre vivo y muerto, entre olvidado y eterno. Y suma y sigue hasta componer una de las típicas enumeraciones caóticas del escritor, que consiguen dibujar, el día de su término, su rostro. No insisto en el espejo, por ser una obviedad, pero sí retengo que estas máscaras cubren el espejo y, como suele ocurrir, al disimularlo, lo señalan.
El otro borgesiano, ya echado a andar fuera de quien lo menta, adquiere dos perfiles distintos, que encajan en la pareja diseñada alguna vez por Hegel: el otro que forma parte de mí como yo formo parte de él, y el enemigo que me pone en peligro y del que debo defenderme. Con el otro celebro tratados de paz, con el enemigo hago la guerra. El otro es la máscara y ese rostro que acecha en los espejos y que es el nuestro verdadero, el reflejo del cuerpo que denuncia nuestra condición mortal. El enemigo es el desafiante, el que promueve duelos a muerte.
Esta opción abre dos zonas en el imaginario borgesiano: una zona liberal y pacífica, y una zona autoritaria y bélica. Las dos fascinaciones sarmientinas, la civilización y la barbarie, que se tocan trágicamente, por ejemplo, en el socorrido “Poema conjetural” donde la mirada de Borges se hechiza, a la vez, por el letrado Laprida, hombre dictámenes, leyes y cánones, y por el montonero que lo degüella con un íntimo cuchillo en la garganta.
En la paz rige el derecho y el poder se somete a reglamentos, leyes, cortapisas, garantías, etc. En la guerra rige la violencia y el poder se legitima como tal, es puro, desnudo y duro poder. Los cuchilleros borgianos viven en guerra, en guerra sin causa ni adjetivos, en limpia y abstracta guerra. Sus enemigos suelen ser desconocidos para ellos, o apenas dotados de ínfimas noticias sobre su valor y su pericia pendenciera. No se pelean para ajustar cuentas, para zanjar lances de amor, celos, dinero o querellas políticas. No se odian ni se repelen. Simplemente, se perciben como señalados para dirimir quién sobrevive y quién perece.
El duelo borgesiano es religioso y persigue una identificación tanática: en el momento de morir, el vencido revela al vencedor que es él mismo, que se está muriendo como el otro habrá de morir, pues todos somos uno en tanto mortales, y nos sostiene la dispersa divinidad que se encarna en cada quien, esa divinidad que tal vez sostenga al yo sin nombre con que abrimos estas páginas. No casualmente, el segundo de los poemas citados recoge en su título la palabra inglesa thing, equivalente de la alemana Ding y de la española cosa, pero de divergente etimología. Cosa evoca a causa, en tanto Ting, en antiguo alemán, designaba al sagrario de la aldea, el lugar intocable, el lugar en sí mismo, el puro y abstracto lugar, es decir: lo visiblemente santo. Es la Cosa de las cosas, la Cosa que no es ninguna cosa en particular y que es, a la vez, todas las cosas. El otro es el Otro, el ser por excelencia cuyo nombre nos está vedado y cuya posesión equivale a la muerte y la cesación de la palabra como, por ejemplo, se advierte en “La muerte y la brújula”.
El otro es una generalidad, el lenguaje. Ese lenguaje que expresa, torpe y pobremente, lo más íntimo que tenemos pero que, al tiempo, es radicalmente extraño, porque nos lo han impuesto y apenas nada podemos crear dentro de él, que nos crea como sujetos y conforma el sistema de objetos que llamamos – por no tener mejor signo –– mundo. Si acaso, el poeta, señor de la metáfora, se zafa de la férrea extrañeza del lenguaje e inventa el objeto inesperado o descubre la vinculación asombrosa de las palabras que se niegan a la costumbre.
Inventariando: hemos dado con tres otros: el yo puro y gramatical, el rostro de la máscara y el espejo, el lenguaje. Acaso sean distintas formulaciones de lo mismo, con lo que el otro es el mismo. No lo es en cuanto aparece como enemigo y promesa de muerte, porque ni nos interpela ni nos deja interpelarlo sino, por el contrario, al proponernos un desafío mortífero nos señala el definitivo término de las palabras, el silencio radical de la muerte.
El triple nudo nos desliza hacia el espacio de un posible erotismo borgesiano. La palabra erotismo ha sido empobrecida y reducida por el hábito, de manera que sólo suele usarse para designar la excitación sexual. Lo erótico es apenas lo que nos pone calientes y cachondos. Ahora prefiero ampliar su significado, sin desdeñar la existencia de un erotismo sexual, pero que no es el único. Eros llamaban los griegos a un syndesmos, una suerte de demonio entre divino y humano, que aseguraba la unidad del mundo, y sin el cual estaríamos ante una desasida dispersión de objetos. Eros era la afinidad que ligaba todas las cosas entre sí, el engrudo o cemento que hacía posible la construcción del mundo como tal, pegoteando todos los segmentos del rompecabezas. A la vuelta de los siglos, ese buen lector de los griegos que es el doctor Freud, propone considerar erótica la tendencia de la materia viva a seguir viva, en tanto el Tánatos, su hermano enemigo –y no por ello menos fraternal– es la tendencia de la materia viva a retornar a lo inorgánico.
A Borges le gustaba poco la cercanía de Freud, pero no la de dos antecesores del mago vienés, Spinoza y Schopenhauer, seguramente –sobre todo el segundo– los filósofos más influyentes en el escritor argentino. El conatus spinociano es erótico: la eterna persistencia del ser. “Ser sin haber sido” es la fórmula borgesiana. O también: “Una cosa no hay y es el olvido”. La querencia borgiana en la teoría nietzscheana del eterno retorno se conecta fácilmente con este anhelo del Eros: no dejar de ser.
Schopenhauer, a su vez, con ese Wille o querer – malamente traducido como voluntad – que todo lo quiere, hasta su propia extinción en el Nirvana, precede a la reflexión de Freud, incluida su misma ambigüedad. En efecto, el querer busca satisfacerse, o sea cesar de querer. Eros se transforma en Tánatos, conciliados en el quietismo budista que, a través del filósofo alemán, va a dar en el escritor porteño.
La sede erótica borgesiana se halla en el lenguaje, la palabra cuya utopía es el significado total que se confunde con el signo: la música. También para Schopenhauer, como para todos los románticos, la música –expresión inmediata del querer– es el Arte de las artes, el arte por antonomasia. El lenguaje une la caótica dispersión del mundo a la vez que retorna en el tiempo y vence a la muerte, pero el lenguaje es, a su tiempo, continua escisión entre signo y significado. Sólo un lenguaje que pudiera reunir ambos extremos en una suerte de alquimia semántica muy cercana a la unión sexual –la música, de nuevo– podría ser plenamente erótico. Un sonado (y tan sonoro) discípulo de Schopenhauer, Richard Wagner, propondrá conseguirlo en el drama musical.
Otras vertientes del erotismo son escasas en Borges, como escasas son sus referencias al cuerpo. Una estética de la pudibundez que opera con supresiones y vedas, desagua en esa fantasmagoría intelectual que compone la población de la ciudad borgiana.
Los personajes de Borges no se encuentran para hacer el amor, perpetuar la especie, comer, dialogar. Los anima el lenguaje, que es la voz epónima de la poesía fracturada por la artesanía del escritor. El contacto corporal por excelencia es tanático: el desafío, el duelo singular. Evoca las peleas homéricas: los ejércitos en pugna detienen su batallar y contemplan el enfrentamiento de dos héroes, normalmente sostenidos por unos dioses también enfrentados. Las armas utilizadas son blancas: espadas, puñales, lanzas. Un varón intenta penetrar el cuerpo de otro varón con un instrumento filoso que le dará muerte y gloria, todo por junto. Si de erotismo se trata, porque hay unión en la escisión –el desgarro, la herida– podría pensarse en un homoerotismo sádico.
Homosexualismo como tal, perfilado y nítido, creo que no lo hay en Borges. La ambigua historia narrada en “La intrusa” da que pensar en la relación entre los hermanos Nilssen, acaso uraniana, pero también en lo contrario: la búsqueda de la mujer, de la parte femenina que falta en su relación, y que acaba siendo esa intrusa que comparten, venden a un burdel, rescatan y finalmente matan, acaso comprendiendo que lo femenino es una intrusión en su vínculo.
Tampoco es claro el lesbianismo de Emma Zunz, fóbica a la relación sexual con varones y cariñosa amiga de sus amigas. En cambio, en ese cuento y en menciones a la cópula sexual que se repiten en la obra borgiana, hay una abominación del acto: la cópula y el espejo son abominables, justamente, porque perpetúan la vida de una abominable especie como la humana. Emma se siente sometida al evento atroz al cual su padre sometió a su madre, una suerte de violación que ella difundirá como tal cuando mate a Loewental en venganza por la humillación paterna. El rechazo de la cópula proviene del tabú, de no poder despegar la escena de la coyunda entre los padres, escena prohibida que se repite en presencia del acto sexual. El sexo, a su vez, aparece como violencia y sumisión, como ejercicio de un poder similar al de los contrincantes en el duelo. En cualquier caso, se advierte que la mujer no desea el vínculo, que es un ser ajeno al comercio sexual, como la madre en la visión del hijo.
Estas consideraciones nos llevan a la posición de la mujer en la literatura de Borges. Abundan en ella las situaciones amorosas o, por mejor decir, una situación amorosa que insiste de modo circular. La amada borgiana está ausente, como en sus poemas, o muerta, como en los cuentos “El Zahir” y “El Aleph”, o tiene una calidad onírica, como en “Ulrike”. Provoca la palabra del enamorado pero no la replica. Es una amada silenciosa. A veces se manifiesta dentro del amante como su parte femenina, esa mujer que le duele en todo el cuerpo o esa fantasía de “no haber dormido hasta la aurora/ desgarrado y feliz”, del poema “Elegía del recuerdo imposible”.
Borges se afilia a la tradición que Denis de Rougemont describe en El amor y Occidente. Desde Platón hasta el romanticismo, pasando por la poesía del amor cortés y el neoplatonismo renacentista, el amor occidental se une a la trascendencia, a lo sagrado y la maldición del tabú transgredido. Es un amor asocial, ajeno al matrimonio aprobado por la mirada de los otros, secreto, que encubre una religiosidad matriarcal, originaria del culto hinduista a la Gran Abuela, la Sakti, Madre de las madres.
Teodelina Villar, la esnob porteña que enamora al narrador de “El Zahir”, revela en la noche de su velatorio el misterio que rodea a ciertos objetos insignificantes (una moneda de escaso valor) que sugieren la taciturna presencia de Dios. Beatriz, en “El Aleph”, aparte de evocar obviamente a la amada dantesca, lleva a los dos personajes que la amaron, el narrador y Daneri, a ese artefacto místico que permite ver, como Dios, cada objeto del universo, incluido el objeto maravilloso. Siempre hay en la amada un más allá sacral que excede a cualquier palabra y conecta al sujeto masculino con el inconcebible Objeto de los objetos, el universo. El amor consumado de los hermanos Nilssen desagua en el crimen que es, a la vez, sacrificio, o sea sacralización de la víctima, la mujer. La mujer es la otra y conduce al Otro, es decir a la divinidad. Hasta es posible pensar que el Dios borgiano es una Diosa, de nombre impronunciable, ubicua y silente, dispensadora eterna de vidas y muertes, de persistentes guerras e intervalos de poética paz.
Partout cherchez la femme aconsejan los franceses, que algo saben de la cosa (¿de la Cosa?). Buscadla en todas partes porque en todas partes está, tácita y promiscua como el cosmos. La mujer borgiana es cósmica, por eso no es sujeto sino objeto del discurso. En la vasta enciclopedia de lecturas borgesianas no hay escritoras, no hay palabra de mujer que sea memorable. Desde luego, se emiten cortesías para las amigas como Silvina Ocampo, Norah Lange o Elvira de Alvear, pero no pasan de ser expresiones de camaradería cuasi familiar. Puede pensarse en una gran excepción, Borges traductor de Virginia Woolf (Orlando) pero, anécdotas aparte –la traducción puede ser obra de Leonor Acevedo y su hijo, ilustre y mero corrector de estilo– se trata de un ejemplo ambiguo. Orlando es un andrógino, un varón que, a lo largo de los siglos, alegorizando la historia de la literatura inglesa, se transforma en mujer.
En cambio, es notable la intervención de Bioy Casares en la coyunda intelectual de Bustos Domecq y Suárez Lynch. Aquí los personajes dialogan, como nunca los Borgesianos, y los diálogos suenan a Bioy. Quizá sea el aislado ejemplo de un homoerotismo pacífico y placentero, en el cual la mutua penetración sucede en el vasto escenario erótico del lenguaje. Ciertamente, Borges ha coescrito unos libros con mujeres pero en ellos es indiscernible la presencia de las escritoras.
Conviene volver, una vez más, a Schopenhauer. Dice el filósofo que, en el desierto del cuerpo, los dos polos boscosos, los dos extremos cubiertos de pilosidades variables, la cabeza y los genitales, encarnan a los dos sexos (sexo: sección, corte). La cabeza es masculina, los genitales son femeninos. El impulso omnívoro y amorfo se formaliza y se recorta por medio de la inteligencia legisladora. No importa la identidad sexual del sujeto: siempre deseamos como mujeres y pensamos como varones. La distancia, el ecuador del cuerpo que es la frontera simbólica entre un Norte vocado a la biblioteca que es la manera borgesiana de perpetuar la vida, y el Sur, donde acechan los viejos puñales, es una distancia trágica. El discurso es masculino. La conjetural vastedad cósmica donde resuena sin respuesta, es femenina. La voz y el laberinto, el salto del tigre en la jungla, los pasos en el desierto del espejo iluminado por el dudoso crepúsculo.
Imagen superior: Retrato de Jorge Luis Borges. Grete Stern.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.