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Los censores de Goethe

En 1771, el joven Goethe había terminado Götz van Berlinchingen, el de la mano de hierro. No halló editor para esta temprana novela dramática, que se publicó en 1773 sin nombre de autor ni pie de imprenta. Esto era normal en un escritor desconocido. El derecho al nombre venía más tarde. Siegfried Unseld (Goethe und seine Verleger, Insel, Frankfurt, 1991) calcula que la tirada debió ser de quinientos ejemplares.

Goethe pagó el papel y su amigo Merck, la impresión y encuadernación. El altivo poeta se negó a presentar el trabajo (con varios cortes de censura) en las librerías y lo envió sólo a conocidos y escritores. La primera edición comercial data de 1774 y la hizo Deinet, heredero de Eichenberg, que pasa a ser el primer editor de Goethe. En 1799 Walter Scott la traduce al inglés y la toma como modelo para la novela histórica que será una de las tareas del romanticismo.

Texto largo y complejo, aunque paradigma de cierto drama posterior, su estreno en Berlín alcanzó apenas dieciséis representaciones. Ese mismo año de 1774 se puso en escena en Hamburgo, en versión reducida.

La suerte de Goethe varió por aquella fecha con la publicación de Werther, que Walter Benjamin –sus razones tendrá– considera «el éxito literario más grande de todos los tiempos».

La moda wertheriana llega a tales extremos que se fabrican muñequitos de porcelana con los personajes y hasta un perfume llamado Eau de Werther. No falta quien piense en una ola de suicidios alentados por la novela. Hasta hoy se consumen unas pastillas con la marca Werther’s Originals.

En 1775 se traduce al francés y en cinco años aparecen tres traducciones más a la misma lengua. En 1779 se conoce la versión inglesa, en 1781 la rusa y en 1788, la italiana. En español se edita en Francia, en 1803, edición que no circula por la península (cf Robert PageardGoethe en España, CSIC, Madrid, 1958). Sólo en 1819 (Cabrerizo, Valencia) habrá un Werther local con paralela edición en Barcelona. La traducción de Mor de Fuentes, que suele seguir circulando, se conoce en 1835.

Las desdichas del libro corrieron parejas con su recibimiento. En Leipzig, por ejemplo, se penaba con multa al comprador de Werther, que debía difundirse clandestinamente, según cabe suponer.

La Facultad de Teología de dicha ciudad prohibió su lectura a los alumnos, con el argumento de que era un solapado elogio del suicidio. El arzobispo de Milán cortó por el medio: mandó comprar y destruir los ejemplares del libro que había en la ciudad. Por fin, gracias a estas persecuciones, el editor Weygand se dedicó a hacer tiradas piratas, cuyo pie de imprenta eran ciudades apócrifas como Freystadt o Wahlheim (tema para una monografía de Umberto Eco, tal vez para una novela sobre quién escribió Werther).

Es curioso comprobar que las acusaciones de inverosimilitud e inmoralidad, las mismas que muchos pensadores ilustrados dirigieron contra el género novelesco, se repiten en la censura eclesiástica de la época. En España, por ejemplo, un expediente que pide autorización para editar el libro, con disimulado título, deniega el permiso a un tal José Blandeau (en 1802) esgrimiendo tales razones.

En cambio, Fausto (como fragmento, se publica en 1790, la primera parte en 1801 y la segunda, en 1830, cuando Goethe cuenta 81 años), drama teológico si los hay, no pareció molestar a ningún censor, acaso porque resultaba demasiado difícil de descifrar.

Goethe intenta justificar religiosamente la fábula, dentro de ella misma, con los versos: Gerettet ist das edle Glied I der Geisterwelt von Bösen: I wer immer strebend sich bemüht, I den konnen wir erlosen. Lo cual viene a querer decir, más o menos, que la conducta fáustica (elevarse por el saber, incesante e inquietante) salva al hombre pues, al final, el Amor Eterno, en forma de Divina Gracia, lo perdona. Así discurre el viejo maestro en sus conversaciones con Eckermann (6 de junio de 1831).

El segundo Fausto se estrenó durante 1829 en varias ciudades alemanas, sufriendo ínfimas censuras de palabras aisladas. Desde luego, nadie se atrevía ya con el poeta nacional y ministro consejero de Weimar. La primera parte de la tragedia fue poco y mal entendida por sus contemporáneos (de nuevo: esto explicaría la inercia de la censura).

Algunos se deslumbraron por la obvia fantasía puesta en juego, lo espectacular de algunos cuadros, etc. Otros consideraron inmoral, por razones de buen gusto, la complacencia goetheana en los aspectos plebeyos y puercos de la vida. Otros, por fin, la juzgaron confusa, extravagante y truculenta, propia de quien busca el éxito a cualquier precio. Fuera de Alemania hubo recensiones más aplicadas: sin ir más lejos, la inglesa de Thomas Carlyle.

Tal vez fue Hegel el primero en advertir la entidad de la obra, aparte del celo patriótico con que propuso convertirla en poema nacional alemán. Los alemanes, si no un Estado, tenían al menos un GoetheHegel (en sus Vorlesungen über die Aesthetik) advierte en el texto el conflicto entre la insatisfacción que produce la ciencia, y los placeres y saciedades de la vida terrenal inmediata, conflicto trágico entre un saber subjetivo y el saber absoluto, sin mediación posible.

Heine, más tarde, verá en Fausto a una personificación del pueblo alemán, suerte de instruido doctor cuyo espiritualismo es elocuente pero débil, y cede a las más groseras tentaciones de la carne. Rebelión de la materia contra el espíritu, es la verdadera revolución alemana, hija de la Reforma.

Es curioso comprobar la inepcia de la censura, que se las tomó con el pobre Werther por motivos que hoy nos parecen risibles, y no vio las heterodoxias teológicas de Fausto. El Demonio es un administrador del mundo puesto por Dios, con la facultad de hacer nacer de nuevo a un hombre y anular su historia, con todas las responsabilidades morales inherentes.

Más aún: puede pactar por su cuenta la condenación de tal persona. Fausto, a su vez, con la ayuda de su alumno Wagner, crea un homúnculo, al margen de todas las atribuciones monopólicas del Creador.

Por fin, la salvación del héroe se da por un proceso de elevación espiritual a través de todas las experiencias malignas de la vida, no por la revelación del Texto inspirado o el cumplimiento de la Ley de Dios.

No hay Salvador, sino la mítica Madre Universal, el Eterno Femenino, que eleva al hombre hacia la altura del Padre Eterno.

Es decir: el mundo, para Goethe, no es el lugar de la expiación, sino del aprendizaje, y el mal existe como un elemento pedagógico esencial para la libertad ética del hombre, pues permite la identificación del bien.

O sea que Dios sabía lo que hacía al confiar a Mefisto la gestión de sus asuntos terrenales. ¿Hermandad de Dios y el Diablo, maníqueísmo encubierto? ¿En qué estaban pensando los censores cuando debieron pensar en Fausto? Agradezcamos su distracción, su inexperiencia en el trato con los grandes poetas.

Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")