Astor Piazzolla (1921-1992) goza de la excepcional vecindad de Carlos Gardel si lo buscamos en las bateas de música popular, y de Alberto Ginastera –uno de sus maestros– si lo hacemos en las de la mal o bien llamada clásica.
No sólo se lo conoce y reconoce en cualquier lugar del mundo sino que colecciona epígonos tanto en Suecia como en Croacia.
En sus memorias (Astor Piazzolla: Memorias. Edición de Natalio Gorin. Alba, Barcelona, 2003, 312 pág. 23 euros), declaradas en voz alta a Gorin, que las procesó y articuló con especial habilidad, vemos a «Astorpia» metido en un destino musical desde la infancia, cuando descubre el piano en el estudio de un profesor húngaro de Nueva York y el tango actuando de partiquino en un filme de Gardel. Luego hará su curso de honores en Mar del Plata y Buenos Aires, en los tempranos años 40, junto a los grandes tangueros del momento, con Aníbal Troilo a la cabeza.
Una partitura para orquesta sinfónica estrenada por Fabien Sevitzky le ayuda a marchar a París, donde lo admite como alumno Nadia Boulanger, que había rechazado a Gershwin.
Al volver, como en el tango, sus tangos exceden lo que había hecho en 1946 contando con orquesta propia. Intuye que la forma se ha agotado y propone una alternativa. Se valdrá tanto del bitonalismo como de los compases heterodoxos y arcaicos (el gitano de cinco tiempos, el de siete, por ejemplo), la improvisación de memoria jazzística, el contratiempo y el ostinato con variantes.
No le fue fácil encontrar su hueco. Nunca es fácil una fundación. Los melómanos eruditos no le perdonaban ser tanguero; los tangueros lo hallaban disonante, pedante, infiel. Por eso, acabó inventándose su propio público y hallándolo disperso por todo el mundo. En estas amables y sencillas memorias el lector encontrará incontables datos de currículo pero también confidencias, entre ellas, las de su vida sentimental, con tres matrimonios conocidos y la vacilante querencia entre la Gran Hembra, la Música, y las mujeres de carne y hueso, con nombres y apellidos, con vocaciones fuertes y hasta capaces de hacerlo papá de dos descendientes.
En los testimonios, no se ahorran durezas como la siguiente, de su hijo Daniel: «Mi viejo no tenía nada que ver conmigo. No digo que fuera un mal padre ni un mal abuelo. Estaba en otra cosa, en su música. No se ocupaba de sus hijos, dejaba todo en manos de mamá…»
Esa Otra Cosa –las mayúsculas se me acaban de ocurrir– es siempre la que define la vida del artista, que está en Otra Parte. La búsqueda de la Otra Cosa lo aleja del mundo, aunque allí estén los suyos. Cuando retorna, la Otra Cosa es la de todos.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado previamente en ABC y se reproduce en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.