Dábamos por desaparecido a Gillo Dorfles cuando nos enteramos de que se acababa de morir a punto de cumplir sus primeros 108 años.
Haciendo números, lo imagino en edad militar durante la segunda guerra mundial, luego viviendo la cultura de posguerra impregnada de realismo y neorrealismo para llegar a los muchachos de los sesenta, entre los cuales me cuento, cuando algunos de sus libros llegaron a ser imprescindibles. Cito al azar: Nuevos mitos, nuevos ritos, Símbolo, comunicación y consumo, Naturaleza y artificio, El intervalo perdido. Apunto dos indicios para evocarlo: el esplendor cultural italiano de posguerra y el hecho de que Dorfles fuera triestino. Dos imperios perdidos, aunque sugerentes como evocación y, además, cruce de culturas en la periferia de Europa: los mundos latino, eslavo, germánico y judío.
La obra de Dorfles está ligada a la crisis de las artes en aquella década. Él era un hombre de formación clásica, es decir que creía en las virtudes de la historia cultural y trabajaba a favor de categorías claras. Lo vemos en un libro suyo de madurez, El devenir de las artes. Esencialmente, le tocó pensar la difuminación de los límites entre lo artístico y lo no artístico, la novedad de unos nuevos ritos, unas nuevas costumbres de consumo cultural que se convertían en nuevos mitos, en nuevas categorías.
Dorfles, más allá de las vanguardias históricas aparecidas en las dos primeras décadas del siglo XX, se vio ante el paradójico evento de las vanguardias convertidas en instituciones del neovanguardismo. Una suerte de academia de avanzada que invocaba un pasado reciente –futurismo, dadá, surrealismo– pero ya pasado. A la vez, se producía un fenómeno de turbulencia en los confines del arte. El pop exhibía objetos “no estéticos” en espacios diputadamente estéticos (galerías y museos); la industria fabricaba cosas bellas sin firma de autor e infinitamente reproducibles; el Kitsch o sea el mal gusto y los objetos diseñados con errores de estilo, se podían gozar estéticamente desde una actitud camp. En fin, que se podía asistir a exposiciones de arte que mostraban escobas, colchones, zapatos, mingitorios y hasta una vaca viva con las proporciones del Partenón.
Nuestro hombre, en lugar de condenar esta fenoménica de lo no estético como obra de arte, se puso a escuchar y a ver si el hecho tenía algo que decirnos. Lo que para Benjamin era la sumisión del arte a la industria, para Adorno la masificación fetichista de la mercancía como bella, para Eco un conflicto entre los que se integran y los que proclaman el fin de los tiempo, para Dorfles fue un momento de la historia pensado desde la historia misma.
Para el neovanguadismo del sesenta, las vanguardias históricas eran pretéritas. Hoy el neovanguadismo es nuestro pretérito. ¿Hay un Dorfles de reemplazo para discurrir y hacer discurrir al posmodernismo, hallar su capital y no tan sólo clasificar sus provincias?
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