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Un grafitero solitario

Tarde en la noche, volvía yo a casa gozando de la soledad fantasmal y la coquetería de luces indirectas del viejo Madrid. A cambio, en medio de la calle, me encontré con una ambulancia del SAMUR y un conjunto de vecinos en pijamas y batas. Rodeaban una camilla con un hombre postrado y unos enfermeros, que pronto se lo llevaron rumbo a un hospital. Me informaron que se trataba de un grafitero.

No contento con emporcar la planta baja del edificio, había trepado al primer piso para seguir con sus arabescos. Un desmayo, un mal paso, la escalera poco firme, vaya uno a saber qué más, lo hicieron caer.

No era una banda de jóvenes atolondrados sino un solitario maduro, como cincuentón, en la apacible edad de las pantuflas y el televisor.

Días más tarde, un infalible portero me contó que un par de señoras habían averiguado más de él. Carecía de familia, vivía en un poblado provisorio, en una choza donde almacenaba como único tesoro unos álbumes con las fotografías de sus grafiti. Tras una operación de urgencia, una médula herida auguraba malos tiempos, quizá la invalidez, un perpetuo sillón de ruedas.

Se reunieron algunas ropas usadas, una radio portátil, una caja de dulces para acompañar al desgraciado en su soledad. ¿Los habrá estimado o sería la soledad su universo?

Alguna vez medité en esta columna sobre la agresión que nuestras ciudades sufren a manos de los grafiteros. No saben nada de nosotros, salvo que somos sus enemigos. Nada, ni siquiera qué causa oscura y potente tiene su enemistad. Ignoro qué porvenir le deparan los días. Espero que el mejor posible. Si no puede valerse por sí mismo, una institución pagada por todos nosotros, sus anónimos adversarios, lo acogerá y cuidará de él. Que por esperar no quede: ansío su mejoría moral, aunque a tan elevado precio.

Aprenderá a convivir desde su silla, no obstante su vocación de solitario, que seguramente seguirá allí, dura como el destino. Sabrá que existimos, que somos sus semejantes, aunque no nos ponga rostros ni nombres. Que lo queremos, es decir que lo queremos vivo, tras llegar a la frontera de la muerte por su trivial aventura nocturna. Que somos los otros como él es el otro para todos, para cualquiera.

Imagen superior: Pixabay.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado previamente en ABC y se reproduce en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")