Se lo etiquetó como “el asesino de Pioz”. Es Patrick Nogueira, brasileño, de 22 años, que asesinó a dos tíos y dos primos. Lo hizo tras convidar a unos con pizzas y al otro con una conversación nocturna en la puerta de su casa.
La decisión homicida fue segura y repetida: un degüello por la espalda. Así ultimó a unos cuantos de sus parientes más cercanos. No satisfecho con haberlo hecho, a la vez que cumplía su tarea, la iba narrando a un amigo por su móvil y se retrataba junto a los cadáveres y, enseguida, al lado de los restos pulcramente seccionados. Luego limpió la escena y se duchó, en un ejercicio de doble higiene.
El caso me recordó un par de ellos relativamente cercanos: el Carnicero de Milwakee y el Crimen del Rol. El primero era un hombre aparentemente destinado a encantar al mundo: rubio, alto, guapo, con unos ojos claros de dulce mirar. Mataba a sus amantes, unos jovencitos, acaso en el momento cimero del placer, viendo que nunca se mostraban más hermosos que en la agonía. Luego los troceaba y con sus cráneos construía una suerte de altarcillos privados ante los cuales les rendía culto. Sacralizaba a sus amores, como cualquier enamorado. Los retenía en la dura presencia de la muerte, insisto: como cualquier enamorado. El resto lo iba eliminando aquí y allá.
Los dos autores del Crimen del Rol organizaron unos itinerarios al azar, con una suerte de juego inventado por uno de ellos. Finalmente, asesinaron a su víctima, un hombre de 52 años, en una parada de autobús.
Ninguno de estos asesinos se movía por pasiones ni arrebatos emotivos o sanguíneos. Al contrario: en sus maniobras hay inteligencia, es decir capacidad mental de distinguir, y razón, es decir proporción entre los fines y los medios. De poco nos sirve admitir que estamos ante ejemplos de psicopatía, o sea un malestar psíquico como padecemos cualquiera de nosotros pero que, en vez de sufrirlo y angustiarnos, como las personas normales (léase: neuróticos) los psicópatas lo ponen en escena y lo actúan. Insisto: inteligencia y razón permanecen intactas. Incluso pueden convertirse en una poderosa ideología, armada hasta los dientes con la más avanzada y técnica industrial basada en la ciencia. Me refiero a un tal Adolf Hitler.
La defensa del asesino de Pioz argumentó que era inimputable porque le falla una neurona (tenemos 16.000 millones en la cabeza, tú y yo, querido anónimo que me lees). Ojalá que fuera cierto. Lo digo en nombre del género humano, de sus espeluznantes miserias, que admito como nuestras. Si no hay un freno moral que actúe a tiempo, se ve que ni la inteligencia ni la razón sirven de nada. La pregunta sigue en el aire y no se me ocurrirá contestarla: ¿dónde están las razones inteligentes que nos permitan contar con el bien y el mal, con su aceptación, su distinción y nuestra libertad?
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