“Como ni el disfrute de la música ni la capacidad para producir notas musicales son facultades que tengan la menor utilidad para el hombre (…) deben catalogarse entre las más misteriosas de las que está dotado.” Esto dice Darwin en El origen del hombre. Como buen investigador científico, se detuvo ante lo incomprensible. Cuando le ocurría, supo invocar al azar (chance). Aquí llegó más lejos y optó por el misterio. No nos extrañe esta manifestación de asombro. También definió el ojo humano como “un milagro”.
No han quedado preteridas estas líneas darwinianas. Oliver Sacks, un neurólogo de nuestros días —también pianista a ratos perdidos—, abunda en el tema (Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro, traducción de Damián Alou, Anagrama, Barcelona, 2009). Ya William James había sostenido que la música entra en el cerebro por la puerta trasera y Sacks abunda en ello observando que no hay un centro cerebral para la música, que se vale de unos elementos supuestamente destinados a otras funciones.
Estos extremos tornan enigmática la investigación misma, como si volviéramos a lo de Schopenhauer: la música se comprende pero no se explica. Es cierto, por ejemplo, que los sentimientos motivan al compositor y la obra emociona al oyente. Pero ¿es real lo afectivo que creemos hallar en la música? Más bien diríamos que es el efecto abstracto de un afecto concreto.
Al revés de lo que sucede con la relación entre los seres vivos y su medio —en el sentido de que se adaptan a él— nuestro arte es quien nos adapta. Nos musicaliza, podría decirse. En nuestra educación sentimental, ella nos ha enseñado, si no a sentir, a identificar lo que sentimos. Y hasta se la ha utilizado como terapia en casos de trastornos neurológicos, tal si el cerebro estuviera “esperando” su llegada. Culturas inmemoriales hacen cantar a las mujeres de la tribu para facilitar un parto. Farinelli aliviaba con su canto la epilepsia de Felipe V y Fernando VI. Amnésicos han recobrado parte de su capacidad mnemónica memorizando partituras.
Estos espacios misteriosos que causaron la alegre perplejidad de Darwin, tal vez alojen algunas de nuestras diferencias radicales con el resto de los seres vivos. Lo dijo un poeta, Samuel Coleridge: “Algunos animales cantan. Sólo el hombre sabe que canta.” Si el animal vive en lo que Darwin y cualquiera llamamos misterio sin preocuparse por él, nosotros contamos con la palabra misterio. Y con el canto.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.