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Hindemith, el calígrafo

Quizá sea Paul Hindemith el músico que mayor interés puede despertar en un escritor. No lo digo por lo obvio, por la música suya basada en textos literarios —diría que es la menos interesante para mí— ni tampoco por las explicaciones doctrinales a las que fueron tan afectas las vanguardias del siglo. Solía decir Umberto Eco que las vanguardias llenaban varios volúmenes de manifiestos antes de escribir un poema.

Lo que aproxima a Hindemith hacia el mundo de la escritura del verbo es, justamente, su redacción musical. Por cierto, es un compositor que sigue la huella de las grandes estructuras pero lo hace con una minucia redaccional que más que escrita parece caligrafiada. Dado el carácter simbólico del signo musical, Hindemith se sitúa más cerca de un pintor chino o japonés de ideografías que de un escribidor de palabras basadas en un abecedario fonético como el que estás leyendo, lector o lectora.

Esto hace que el escuchante hindemithiano deba poner una dosis suplementaria de atención cuando se aproxime a sus obras. Hindemith tiene fama de ser un músico árido, demasiado apegado a la abstracción, excesivamente cuidadoso del signo, lo cual lo sitúa lejos del aficionado. Es, en efecto, un artista objetivo y hasta adscrito a lo que en la década de 1920 se llamó la Nueva Objetividad. Neue Sachlichkeit: nueva cosidad, ya que Sache puede traducirse por cosa. La música como cosa exige que vayamos hacia ella, al revés que la música como sentimiento que desborda al sujeto y que se aproxima a nuestro encuentro, se nos viene encima.

Hindemith ha caligrafiado en pequeñas células y sutiles detalles hasta sus grandes construcciones como Metamorfosis sobre temas de Weber, Los cuatro temperamentos o Nobilissima visione. Luego, ha definido sus trabajos con rótulos formales clásicos: suite, sonata, concierto, ópera cómica o seria, ballet, cuarteto, variaciones. No lo tentaron las empresas disolventes, fueran las formales externas como la destrucción del sonido y su sustitución por el ruido o la disolución de la tonalidad en el serialismo. A la dispersión propuso la concentración donde cabían todos los mestizajes: la herencia expresiva del expresionismo como última secuela romántica, el retorno a Bach, la música de ambientación y de barraca de feria, sin perderse alguna incursión en el jazz. Siempre, en cualquier caso, el repulgo formal, la terminación manual del artesano, la prolija miniatura en medio de la estructura mayor. Hacer la buena obra haciendo buena letra: caligrafía.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")