Estos días, contrastando mis gustos con los de la gente “normal” (hacía más de diez años que no pasaba un día entero rodeado de personas), empiezo a ser consciente de que casi toda la vida he defendido una posición espuria: la de que miraba el arte sin prejuicios ideológicos.
Ahora estoy casi convencido de que resulta prácticamente imposible. Imposible mirar sin el bagaje de una ideología consciente e inconsciente, y menos sin la involuntaria y siempre latente ideología temperamental (que tantas veces no corresponde con la confesa); imposible también generar una obra exenta de ideología.
De adolescente, mi pasión por el filme Conan el Bárbaro venía camuflada de inclinación inofensiva hacia la acción, la extenuación masoquista, la violencia de ficción y un mal solapado homoerotismo. “Qué facha” era lo más inocuo que se podía escuchar al respecto de esa obra entre la intelligentsia cinéfila patria.
Ahora me doy cuenta de que si la obra cumbre de John Milius me gusta es por forma y por contenido. Y si comulgué emocionalmente con la tesis del filme fue también por ideología.
Me fascina la idea del individuo como último recurso legítimo a enfrentarse contra la manipulación colectiva y el autoritarismo, se denomine éste Santa Inquisición, Franquismo, Fascismo, Socialismo o Democracia. De ahí, supongo, mi admiración hacia la civilización estadounidense.
Y me fascina la posibilidad de apelar al derecho –el único que exijo, creo– a juzgar a las personas individualmente, no agrupadas en conceptos cosificadores como obreros, ricos, fachas, nazis, pueblo…
Uno intenta arduamente no advertirlo, pero con los años no puede dejar de percibir que el individualismo es un concepto odiado en España. Aquí adoran el bien –o la medianía– común por encima de la excepcionalidad individual. Yo no.
Pero a mí no me gusta la gente.
La gran paradoja es que ese gregarismo de apisonadora es defendido por presentadores, actores, escritores, artistas y famosetes en general, precisamente las personas más individualistas, materialistas y egoístas de la sociedad.
Leo No comment (Ivan Brum, 2009), por ejemplo, y me quedo absorto en la absoluta maravilla de su dibujo y su narración. Es una obra excepcional, individualmente excepcional. Ideológicamente, no podría estar más alejada de mis intereses o simpatías. Creo que tira de estereotipos en los que no creo y que no comparto: el racista siempre es blanco; el dinero siempre ensucia; etc. La nota de prensa dice que el autor no emite nunca juicios de valor, pero es falso. Aunque carezca de texto, todo absolutamente en este cómic es un juicio de valor. No puedo compartir el afán apocalíptico de su autor, porque pertenezco a una sociedad democrática capitalista que me ha educado y dado acceso a una diversidad contrapuesta de fuentes de ocio y cultivo intelectual, me ha permitido no pasar jamás hambre, ha tolerado mis opiniones sin meterme en la cárcel ni ejecutarme (aunque me haya calificado de indeseable y represaliado por otros medios) y, si nada lo impide, va a instaurar el récord de esperanza de vida en los 100 años (¿hacía falta?) para sus ciudadanos. Por muy antisocial que yo sea, no soy tan mosaico ni desagradecido para decidir darle la espalda a la familia que me ha acogido en aras de una supuesta familia ideal que me hará libre y que, por mis experiencias, no hace más que desear lo que yo tengo por puro privilegio del azar.
Ello, a mis ojos, no le resta a priori ningún valor a la obra.
Me pasa también con títulos que aprecio, como Dinero (2008) de Miguel Brieva (distorsionar a los personajes, deshumanizándolos hasta transformarlos en maniquís idiotas, obsesionados por lo material –un recurso habitual en el humor “comprometido”– aleja emocionalmente al tiempo que halaga al lector, que jamás se siente parte de “eso”, de esos consumidores simples y ridículos) o con el Corazones rollizos (2008) de Krassinsky (una manipulación inteligente de la discriminación social hacia los gordos, donde lo que me irrita es que los primeros en prejuzgar a los demás son sus personajes supuestamente discriminados; eso sí, la factura resulta exquisita).
Mi propio juicio hacia estas obras pueden responder a una natural aversión hacia la manipulación elemental (toda obra es manipulativa por definición, pero precisamente parte del talento artístico reside en que los hilos no se noten); sin duda está rebozado de contaminación ideológica y prejuicios que, al menos, intento periódicamente identificar y sobreexponer para minimizar su influjo.
Y, pese a mis peros, No Comment me sigue pareciendo un cómic alucinante, apetitoso para segundas y terceras citas, para leer y releer sus historias mudas sin decaimiento del placer.
Así que quizá sí se pueda trascender la ideología.
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.