Una epopeya hermosa y conmovedora. Aunque Camino a la libertad (The Way Back) refleja una durísima aventura de supervivencia, lo mejor de esta película de Peter Weir está en el dilema moral que agita a sus protagonistas, un grupo heterogéneo que personifica lo más noble de la voluntad humana.
Weir es uno de los mejores cineastas de su generación. Con un clasicismo admirable y un asombroso poderío narrativo, nos cuenta en Camino a la libertad la historia de un grupo de presos que escapa de un campo de trabajos forzados estalinista. Pese a la insoportable hostilidad del clima siberiano, consiguen librarse de sus perseguidores y recorren diez mil kilómetros a pie, huyendo del Terror, a través de estepas heladas, desiertos de fuego y cordilleras inexpugnables.
Parcialmente inspirado en un libro de Slavomir Rawicz, La increíble caminata (The Long Walk: The True Story of a Trek to Freedom), la película nos propone un reflejo verosímil de la aventura real que, allá por los años cuarenta, protagonizaron varios prisioneros polacos deportados en Siberia.
Como en otras cintas de Weir, la brillantez formal de Camino a la libertad queda fuera de duda. Una vez más, el cineasta australiano cuenta con viejos camaradas como el director de fotografía Russell Boyd, el diseñador de producción John Stoddart, la diseñadora de vestuario Wendy Stites y el montador Lee Smith. Por razones fáciles de entender, todos ellos convierten la película en un festín para los sentidos.
Hablamos de una narración serena, inteligente, emotiva, que en ocasiones alcanza una insoportable dureza, y que pese a ello, nos obliga a creer en la bondad, en el espíritu de superación, en la camaradería y en el perdón.
El reparto brilla a la misma altura. Jim Sturgess encarna con prestancia al joven oficial polaco que lidera a los evadidos. Sin embargo, los dos intérpretes que convierten esta experiencia cinematográfica en inolvidable son Ed Harris y Colin Farrell, dos actores cuya madurez y eficacia resultan casi desafiantes.
Con todo, no se trata de una película para todos los públicos. El gusto de una parte de la audiencia, distorsionado por el frenesí colorista de la MTV y los videojuegos, probablemente no acepte de buen grado un relato como éste, en el que dominan las secuencias de largo aliento y esas panorámicas que Weir hereda del estilo de David Lean.
A quienes no estén familiarizados con el experimento revolucionario soviético, la primera parte de Camino a la libertad tampoco les parecerá significativa. Sin embargo, en la cinta de Weir se presenta, quizá por vez primera, ese «negro abismo de opresión y terror» del que un día habló el novelista Vladimir Nabokov.
Gracias al cine, casi todos los espectadores han oído hablar de Auschwitz. Sin embargo, sólo algunos espectadores habrán oído nombres como los de Kolymá, Vorkutá y Solovetski: gulags, centros de internamiento en Siberia, convertidos en máxima expresión de la política de colectivización forzosa mediante el terror.
Entre 40 y 50 millones de personas pasaron por los gulags. En el fondo, se trataba de letales campos de concentración, pero dado que Stalin (salvo en las campañas genocidas de sus años finales) no se propuso la aniquilación completa de un grupo étnico, su crueldad estructural parece menos fotogénica que la de Hitler y sus campos de exterminio.
Ni siquiera en tiempos de la guerra fría se rodaron películas serias sobre la tiranía estalinista. Cuando en 1946 apareció en Francia Yo elegí la libertad, el libro de Victor Kravchenko (un alto dirigente del partido comunista de la URSS convertido en disidente y perseguido), los crímenes estalinistas aún eran ignorados por la intelectualidad occidental.
Escritores como Solzhenitsin (Archipiélago Gulag, 1973-1978) y Varlam Shalamov (Relatos de Kolymá, 1978) intentaron poner las cosas en su sitio, pero el cine siguió sin dar crédito a sus escalofriantes relatos.
Se han rodado muchas películas sobre el Holocausto, pero nadie ha puesto en imágenes la gran hambruna ucraniana de 1933, que acabó intencionadamente con la vida de seis millones de kulaki (campesinos, pequeños propietarios) a los que Stalin consideraba reaccionarios.
En Camino a la libertad intuimos lo que de verdad fueron los gulags. Infiernos blancos a los que iban a parar ciudadanos de todo tipo, acusados de crímenes estúpidos –haber viajado al extranjero, tener determinados estudios, ser amigo de alguien que había hablado mal del bolchevismo…–. En realidad, se trataba de cárceles de esclavos, trabajadores forzosos que demasiadas veces morían al cabo de tres meses, congelados por el frío, extenuados en la minas o talando árboles, ciegos y en los huesos a causa del escorbuto y la disentería, devastados por una dieta infrahumana de anchoa salada y puré de alforfón aguado.
«A comienzos de 1930 –escribe Martin Amis– se deportó y encerró en campos a millones de familias enteras de kulaki, los agricultores perseguidos; y durante la guerra y después de ella se deportó a poblaciones enteras y se las encerró en campos. No, los niños estaban allí, como víctimas, y no sólo en los transportes. En el genocidio nazi murió alrededor de un millón de niños. En el Terror famélico de 1933 perecieron alrededor de 3 millones».
Murieron en torno a cinco millones de prisioneros de los gulags. Las causas eran diversas. A las torturas de los interrogadores se sumaban las infligidas por unos presos privilegiados, los urka, considerados por el estalinismo Elementos Socialmente Simpatizantes. En realidad, los urka componían un ejército de asesinos, violadores y saqueadores, tan infames que se consideraba adecuado que destrozasen la vida a presos de una clase superior.
En Camino a la libertad, Colin Farrell da un certero retrato de lo que venía a ser un urka: un criminal grotescamente tatuado, inmoral, capaz de llevarnos a una visita guiada por el Infierno. O lo que viene a ser lo mismo: un guerrero de Stalin, eternamente alimentado por el odio.
Sinopsis
Aprovechando una ventisca nocturna para cubrir sus huellas, siete prisioneros, atrapados en el reinado de terror de Stalin, escapan de un gulag soviético en 1940. Ahora son hombres libres aunque, casi con certeza, acaben muertos… pues la larguísima caminata que les aguarda hasta llegar a lugar seguro desafía toda probabilidad razonable de una resolución feliz y el terreno que habrán de atravesar es implacable.
Con escaso equipo, sin comida, y sin certeza alguna de su posición ni de la dirección que deberían seguir, emprenden un viaje que los obligará a afrontar grandes penalidades y situaciones dramáticas. Empujados por sus instintos animales más básicos —supervivencia y miedo— pero dependiendo a la vez de rasgos humanos más evolucionados —compasión y confianza— el grupo sufrirá experiencias que los transformarán, profundas y atroces, angustiosas y eufóricas.
Se rigen en todo momento por un principio inapelable: seguir adelante, seguir adelante, seguir adelante…
Peter Weir explica: “nuestra película está inspirada en la obra de Slavomir Rawicz, La increíble caminata (The Long Walk: The True Story of a Trek to Freedom), que me pareció una fantástica combinación de historia de prisión y relato de supervivencia.
“Viajamos con nuestros personajes a lo largo de cuatro estaciones, 12 meses y unos 10.000 kilómetros, y vemos cómo su conducta y sus personalidades se ven afectadas por unas circunstancias tan duras. En el gulag es imprescindible aprender a valerse por uno mismo, pero en este viaje los hombres tendrán que apoyarse unos en otros y derribar las barreras que cada uno ha erigido para protegerse, si pretenden salir con vida de esta experiencia”.
Al igual que en películas tan alabadas como Master and Commander: Al otro lado del mundo, El show de Truman (Una vida en directo), Sin miedo a la vida y Gallipoli, Weir vuelve a poner la naturaleza humana bajo el microscopio de la presión. Gente corriente se ve sometida a hechos y entornos extraordinarios, que los obliga a olvidarse de sus pretensiones y examinarse a sí mismos.
El productor Joni Levin señala: “A Peter se le da de maravilla aprovechar relatos interesantes para examinar la conducta humana. Después de muchos años de desarrollo y de superar continuos obstáculos en este proyecto, es una suerte, además de sumamente emocionante, que haya acabado en manos del director más adecuado para contar esta historia”.
Así, la historia comienza en los duros confines del gulag, antes de pasar a los helados bosques de Siberia, las vastas llanuras de Mongolia y el infernal tormento del desierto de Gobi —con los personajes en constante lucha contra los elementos y entre sí. Con impresionantes entornos naturales como telón de fondo, la trama gira en torno a un joven polaco amante de la naturaleza, Janusz (Sturgess), cuya aguda capacidad de supervivencia lo convierte en líder de facto de los fugitivos.
Janusz, un oficial de la caballería polaca, que estaba luchando contra los nazis, es uno más de los millares de soldados polacos encerrados cuando el Ejército Rojo soviético avanza sobre Polonia desde el este. Arrestado por espionaje, por haber tenido contacto con alemanes y hablar inglés, Janusz es torturado, condenado y obligado a marchar hasta Siberia. Una declaración firmada de su esposa, arrancada mediante torturas, decidió definitivamente su destino.
“Todos los miembros del grupo tienen sus propios motivos para querer escapar y la llegada de mi personaje se convierte en cierto modo en la pieza que les faltaba para completar el puzle”, explica Jim Sturgess. “Janusz es culto, pero también está familiarizado con el bosque y sabe cómo moverse por él. Cree que es posible escapar, y está completamente decidido a hacerlo, porque quiere volver a casa para perdonar a su mujer por la terrible culpa que sabe que la estará consumiendo. Tiene que liberarse para liberarla”.
Los cómplices de Janusz incluyen a un taciturno ingeniero estructural norteamericano, el Sr. Smith (Ed Harris), y un ruso violentamente impredecible, Valka (Colin Farrell). Valka pertenece a un sanguinario estrato de criminales callejeros encarcelados, los “urki”, a los que se permite llevar los gulags e intimidar a los presos “políticos”.
“El gulag era una sociedad jerárquica regida por el miedo y la intimidación”, señala Farrell. “Había una especie de ética de creación propia de los urki, pero era muy duro y muy violento. Los guardias vivían en condiciones pésimas, no mucho mejor que los prisioneros. El papeleo era una pesadilla. Desde su punto de vista, cuanto más control pudieran ceder a los urki sobre ciertos elementos del sistema, mucho mejor”.
Acerca de su personaje, agrega: “Valka se crió en las calles, huérfano, y ha pasado la mayor parte de su vida encerrado. Se desenvuelve perfectamente en el gulag. Sin embargo, tiene debilidad por jugar a las cartas y, lo que es peor, tiende a perder. Así que, aunque él mismo es un tipo peligroso, lo consume cada vez más el temor a posibles represalias por sus considerables deudas de juego”.
Al enterarse por casualidad de los planes de fuga, Valka ofrece los servicios de su cuchillo como “herramienta de negociación” con Janusz, que acepta que se sume a la fuga. “Un pacto con el diablo”, observa el Sr. Smith.
El Sr. Smith es un tipo tranquilo y enigmático, que había viajado a Rusia con su hijo para trabajar en la red de metro de Moscú. Una noche es arrestado y enviado a Siberia. Harris reconoce que, “no lo sabía pero, durante la Gran Depresión, se anunciaban trabajos en Rusia en periódicos estadounidenses. Miles de norteamericanos se desplazaron allí en busca de trabajo. A su llegada, los rusos les retiraban sus pasaportes y les exigían convertirse en ciudadanos soviéticos para conseguir empleo. Cuando empezaron las purgas, acudían en busca de ayuda a la embajada estadounidense y les decían: ‘Lo sentimos, renunciaron a su ciudadanía, no podemos hacer nada por ustedes’. Así que se quedaron tirados”. (Siete mil norteamericanos desaparecieron en los gulags.)
Los “enemigos del pueblo” solían recibir una condena de 10 a 25 años. El desgraciado actor ruso Khabarov (Mark Strong) es condenado a 10 años por “elevar el estatus de la antigua nobleza” en un papel cinematográfico, hecho curiosamente basado en testimonios reales.
“He tenido críticas mejores”, bromea Khabarov al recién llegado Janusz, de quien se hace rápidamente amigo y lo recluta como posible participante en el intento de fuga.
“Khabarov alberga grandes ideas de fuga y anima a Janusz a explorar esa posibilidad, en un intento más bien de sentirse imbuido del vigor y la juventud del joven que por abrigar la más mínima esperanza de salir de allí”, comenta Strong. “Es una fantasía a la que le gusta dar vueltas de vez cuando, con intención de distraerse del terrible suplicio y desesperanza de su situación”.
La fuga es ciertamente una fantasía. Tal como comunica el comandante a los nuevos reclusos: “No son nuestras armas, nuestros perros, ni nuestra alambrada lo que constituye vuestra prisión. Siberia es vuestra prisión”.
El tortuoso camino que ha seguido Camino a la libertad hasta su producción ha sido, en sí mismo, un viaje complicado, que ha exigido mucha determinación. La inspiración fundamental de la película, la obra de Slavomir Rawicz La increíble caminata (The Long Walk: The True Story of a Trek to Freedom), editada en 1956 y traducida más tarde a 30 idiomas, fue adquirida originalmente para su adaptación cinematográfica por la estrella de El mensajero del miedo, Laurence Harvey (que murió a la edad de 45 años) y, durante un tiempo, rondó por Warner Bros. como vehículo para Burt Lancaster. Levin y su colaborador, el productor ejecutivo Keith Clarke, adquirieron los derechos para adaptar la novela a mediados de los 90, de manos del actor británico Jeremy Child (Un pez llamado Wanda).
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