Cuando me adentré en el mundo de los cómics de aventuras, Corto Maltés ya estaba en él. Lo descubrí de niño, en las tiras de prensa de un periódico que desapareció en los 80, la Hoja del Lunes, y más adelante, al adentrarme en la juventud, me di cuenta de que este marinero apátrida, culto y sentimental, era un buen compañero para explorar lo que fue el mundo en el primer tercio del siglo XX.
Es 1995. Hugo Pratt, el creador de este espléndido personaje, nos dejó para siempre, con un legado que parecía cerrado. Pero hay personajes que, por unas razones o por otras, se niegan a ser olvidados tras la muerte de su autor.
En un álbum de primera clase, La línea de la vida, el guionista Juan Díaz Canales y el dibujante Rubén Pellejero nos entregan un Corto que, aunque firmado por nuevas manos, conserva intacto el espíritu original. A los admiradores de Pratt que siguen releyendo la etapa clásica de sus aventuras, este renacimiento no les pilla por sorpresa. Estos dos creadores ya llevan un tiempo rellenando felizmente los huecos de la biografía de Corto que Pratt no tuvo tiempo de ocupar.
En este nuevo capítulo, el navegante poético se encuentra atrapado en la vorágine de la Guerra Cristera en el México de los años 20, un episodio que combina perfectamente el lirismo aventurero de Pratt con la tragedia histórica.
Sin recurrir a la mera imitación, Díaz Canales y Pellejero logran algo más profundo: darnos la impresión de que el propio Hugo Pratt no se ha ido del todo. De hecho, su interpretación de Corto Maltés se siente más como una extensión orgánica que como un esfuerzo por mantener vivo un legado. Viejas aventuras —La balada del mar salado, Bajo el signo de Capricornio o La casa dorada de Samarcanda— parecen fundirse con La línea de la vida de manera tan fluida que el personaje se reinventa sin perder nunca su esencia. Es como si Pratt hubiera dejado un mapa incompleto que estos dos creadores han sabido descifrar.
Un marinero entre militares y cristeros
La nueva entrega de esta saga nos lleva al México postrevolucionario, una tierra donde el enfrentamiento civil no es algo nuevo. En este caso, se trata de la Guerra Cristera (1926-1929), ese conflicto entre las fuerzas federales y las milicias católicas que se resistieron a las reformas anticlericales, sirve como telón de fondo para una épica con cierta dosis de misterio y también de mística.
Este periodo histórico, marcado por la crueldad y la represión, se convierte en un escenario ideal para un personaje como Corto: alguien que observa las grandes tragedias humanas con un melancólico desapego, pero que no puede evitar involucrarse.
En La línea de la vida, Corto no busca ser un héroe, y precisamente por ello termina pareciéndolo. Su papel en esta historia no es el de un salvador, sino el de un testigo activo, atrapado entre fuerzas que le sobrepasan.
Como en las grandes novelas de aventuras, su destino está dictado por la injusticia del mundo que habita, pero su naturaleza lo empuja a actuar, aunque solo sea para rescatar un atisbo de dignidad en medio del caos.
Continuidad con sabor a renovación
Desde que tomaron las riendas del personaje en 2015 con Bajo el sol de medianoche -ambientada al estilo de Jack London-, Díaz Canales y Pellejero han demostrado que su versión de Corto Maltés no es un mero homenaje. No hay en su trabajo una obsesiva imitación, sino una simbiosis. Díaz Canales aporta guiones que capturan la profundidad y el carácter enigmático del personaje, mientras que Pellejero logra una mimetización estilística que no se limita a replicar los trazos de Pratt, sino que los reinventa con delicadeza, añadiendo su propia creatividad.
Esta dualidad entre continuidad e innovación es lo que hace que La línea de la vida se sienta como un clásico desde su primera viñeta. Las referencias a los álbumes anteriores no son gratuitas, sino parte de una narrativa que reconoce el peso de la historia del personaje. El lector no se encuentra con un Corto reconstruido, sino con un hombre que parece haber vivido todas esas aventuras previas y que lleva consigo el peso de esas experiencias.
La esencia de un aventurero intemporal
Corto Maltés es un personaje que parece pertenecer a todas las épocas y a ninguna. Cuando Hugo Pratt lo creó en 1967, en medio de la efervescencia de la contracultura europea, lo hizo a partir de una amalgama de influencias literarias que iban desde Joseph Conrad hasta Zane Grey. Corto se alejaba del arquetipo del héroe infalible y musculoso, ofreciendo en su lugar un galán melancólico, comprometido con una idea abstracta de libertad.
Las influencias de Pratt no solo se reflejaba en el contenido de sus historias, sino también en el estilo visual. Inspirado por Milton Caniff, adoptó un trazo suelto y expresionista que confería a sus viñetas una inmediatez casi cinematográfica. En sus manos, el cómic trascendió la mera ilustración para convertirse en un lenguaje narrativo con aspiraciones literarias. En un guiño a sus lectores, Pratt no ocultaba sus influencias, y solía decir que, además de hijo de Caniff, era también heredero de Alejandro Dumas.
Este linaje literario y artístico se siente con fuerza en La línea de la vida. Aunque el cómic mantiene su esencia de novela de aventuras, también juega con elementos más profundos, explorando las tensiones entre el deber, la fe y la búsqueda de significado en un mundo caótico. La Guerra Cristera no es solo un contexto, sino un espejo en el que Corto y el lector se enfrentan a preguntas universales sobre la naturaleza del sacrificio, el compromiso y la resistencia frente al poder.
Pratt y Corto: un dúo inseparable
Siempre que escribo sobre Corto me gusta recordar esta anécdota: Umberto Eco, quien una vez escribió sobre la conexión entre autores y sus personajes, recordó una ocasión en la que conoció a Pratt en Milán. “Mi hija, entonces una niña pequeña pero ya lectora de sus historias, me susurró: ‘¡Papá, Pratt es Corto Maltés!’”. Esa observación infantil encapsula una verdad profunda: la simbiosis entre creador y personaje. En cierto sentido, cada aventura de Corto es también una exploración de la naturaleza íntima de Pratt.
En La línea de la vida, esa relación no se pierde. Díaz Canales y Pellejero entienden que, para que Corto siga vivo, no basta con recrear sus aventuras. Es necesario capturar la esencia del hombre que Hugo Pratt imaginó y que, de alguna manera, se convirtió en su alter ego.
A través de los paisajes desérticos de México y las sombras de una guerra olvidada, Corto Maltés sigue navegando, no solo entre aguas turbulentas, sino también entre las fronteras de la imaginación y la memoria. La línea de la vida nos recuerda que hay personajes que nunca terminan de zarpar del todo; siempre queda en ellos una aventura pendiente, un horizonte nuevo por explorar. ¿Y qué decir sobre Díaz Canales y Pellejero? Está claro que ambos van superándose en cada nueva entrega. Para cuando llegue la siguiente, me dispongo a seguir contándoles por qué.
Sinopsis
Corto Maltés llega a México por encargo de Boca Dorada para hacerse con unas estatuillas de jade que el arqueólogo estadounidense Edward Herbert Thompson ha encontrado en las ruinas mayas de Chichén Itzá. Pero la misión, pacífica en principio, se complicará cuando Corto se vea arrastrado a la Guerra de los Cristeros por fuerzas que escapan a su control y el inesperado reencuentro con una vieja amistad.
El guionista Juan Díaz Canales (Blacksad) y el dibujante Rubén Pellejero (Barcelona: Alma negra) sitúan al célebre marinero de Hugo Pratt ante las contradicciones revolucionarias del México bronco de fines de los años 20 del pasado siglo.
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