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Uros, cuando los toros no eran de lidia

El uro, extinguido en el siglo XVII, ya ha entrado a formar parte de nuestros mitos. Cristina Cánovas escribe sobre este fabuloso antecesor del toro de lidia

«Líbrame señor de la boca del león, y óyeme librándome de los cuernos de los uros…» (Salmo 22:21)

Siempre que se habla de grandes animales que convivieron con nuestros antepasados, uno piensa en gigantescos mamuts o en enormes bisontes. Sin embargo, el uro, antecesor del actual toro de lidia, ha sido una de las grandes musas del ser humano.

En un momento determinado surgió en nosotros la necesidad de representar, de dibujar en las paredes y techos de abrigos y cuevas elementos de diversa índole; y si bien existen numerosas hipótesis de las causas que nos llevaron a ello, la consecuencia no es objeto de discusión: la aparición de las primeras manifestaciones pictóricas, el arte. Y ya fuera por fascinación, miedo, hambre o espiritualidad, lo cierto es que de entre la multitud de animales representados el toro primitivo es uno de los grandes protagonistas.

Parece ser que fue Julio César quien introdujo el vocablo uro en la lengua latina, palabra que escuchó decir a antiguas tribus celtas para nombrar al toro salvaje: “…Existe un tercer género que llaman uro, poco más pequeño que un elefante, del color y forma del toro” (La guerra de las Galias).

Toros gigantes

Hablamos de Bos primigenius, la especie salvaje que ha dado origen a los toros actuales, Bos taurus, y a todas las razas de ganado vacuno doméstico. El toro de lidia actual es, entre todos sus descendientes directos, el que mejor conserva sus características. Se podría decir que los uros eran toros gigantes, de los herbívoros más grandes de Europa, comparables en tamaño al bisonte europeo.

De color oscuro, con un peso de entre 700 y 1,500 kilogramos y un arma terrible en forma de cornamenta, en la que cada cuerno podía llegar a medir más de un metro de largo y entre 10 y 20 cm de diámetro en la base, los uros han sido objeto de admiración, miedo y veneración desde que el ser humano es eso, humano.

El hallazgo en 2008 en Túnez de un cráneo de uro que parece ser el fósil más antiguo de Bos primigenius encontrado en el mundo (700.000 años) (Martínez – Navarro et al., 2014) podría reforzar la teoría de que el origen de los toros se encuentra en África y no en Eurasia, como opinan otros autores.

Si eso fuera así, los ancestros de nuestro toro de lidia, que se movían en manadas de miles de animales, habrían ocupado los mismos ambientes que nuestros antepasados y debieron dispersarse como ellos lo hicieron hacia el norte de África y posteriormente a Eurasia hace unos 700.000 u 800.000 años.

En España destacan los yacimientos de Ambrona (Soria) y el de la Solana del Zamborino (Granada), donde se han encontrado fósiles de toros de unos 400.000 años de antigüedad. Las primeras “fotografías” que evidencian la presencia de estos increíbles animales datan del Paleolítico superior, cuando hace unos 30.000 años los primeros, los primerísimos creadores de artes plásticas, los representaron en las paredes de grutas, covachas y abrigos rocosos donde se resguardaban.

Uros en el arte rupestre

Las cuevas de Altamira en Cantabria, la cueva de La Pileta en Málaga o La cueva de Lascaux en Dordoña (Francia) son excelentes muestras de ello. Son pinturas llevadas a cabo con gran realismo y perfección, como todas las pinturas rupestres de este período, el más antiguo de la prehistoria.

Sin embargo, la mayor representación de estos ancestros taurinos la tenemos en el arte levantino (ca. 10.000 – 4.000 años a.C.), durante el Neolítico, quizás porque en el norte el que predominaba era el bisonte. La frecuente alusión pictórica al toro a lo largo del arco mediterráneo de la Península indica claramente el carácter simbólico que tuvo y tiene en la actualidad este animal en la sociedad levantina.

Una gran cantidad de cuevas son ejemplo de ello, como El Abrigo de los Toricos del Prado del Navazo, El Abrigo de la Cocinilla del Obispo o el toro de Prado del Tormón, todas ellas en Albarracín, la Cueva del Moro de Cogúl en Lérida, el conjunto de las pinturas rupestres de Villar del Humo (Cuenca), las pinturas del Barranco de la Valltorta en Castellón o la Cueva de La Araña en Bicorp (Valencia). Y no sólo el uro fue motivo de admiración y de inspiración artística durante la prehistoria. A lo largo de la historia, la figura del toro ha servido frecuentemente para representar las divinidades y ofrecer a los hombres las verdades del Universo.

Admirado, venerado y extinguido

Desde los sumerios, la primera y más antigua civilización del mundo (cuarto milenio a.C.), que elaboraron un complejo ideario religioso en el que rendían culto al toro; pasando por los acadios, asirios, los toros alados de los babilonios, el Minotauro de la mitología griega, Apis, dios de la mitología egipcia o el culto romano a Mitra, el joven dios que sacrifica al toro primordial para hacer surgir al mundo, la figura del toro ha sido siempre sacra, objeto de culto y veneración.

De las tres subespecies salvajes de uro, el euroasiático, índico y africano, sólo el primero logró sobrevivir hasta tiempos recientes, extinguiéndose en el siglo XVII a causa de la caza y la tala de los bosques donde vivía.

Polonia fue el último reducto de los uros en Europa. Admirado, venerado, temido, domesticado, cazado, extinguido y ahora no son pocos los recientes intentos por “recrear” de nuevo la especie. Lo cierto es que el toro fue, es y será siempre un animal emblemático fuertemente vinculado al ser humano.

Sobre la autora: Cristina Cánovas es bióloga y coordinadora de exposiciones del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN) del CSIC.

Copyright del artículo © Cristina Cánovas. Publicado originalmente en NaturalMente, revista del Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC). Se publica en Cualia.es por cortesía del MNCN.

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