Las enciclopedias, de las que hemos hablado en otro lugar, son deudoras, tributarias o parientes del diccionario, sus hermanas mayores quizá, o las hermanas pequeñas, no sabría decirlo, porque las enciclopedias se demoran en la explicación de los grandes temas del conocimiento, pero para abarcarlos antes hemos debido encontrar las palabras adecuadas, para construir esos vastos edificios del saber es necesaria la piedra y la argamasa de los vocablos.
Ésta es la función de los diccionarios: ayudarnos a comprender y a expresar. Cada vocablo compilado en ellos es también una llave para abrir una de tantas puertas de la realidad, una brújula que nos indica uno de tantos caminos entre las cosas, y si perdemos aquella o no sabemos utilizar ésta, el mundo se nos vuelve un lugar desorientado.
Imagen superior: Diccionarios de la Real Academia Española. En el diccionario hallamos, ordenadas alfabéticamente, las palabras de nuestro idioma, sus significados, origen, ortografía, pronunciación y forma gramatical, sus sinónimos y antónimos. | Wikimedia Commons
Buscar el sentido de las cosas como quien aguarda una revelación
Nuestro diccionario íntimo, el que todos tenemos en la cabeza y empleamos a diario, con sus voces hermosas y voces malsonantes, sus palabras secretas y sus palabras gastadas, sus vocablos trabajosos y los recién adquiridos, tiene su manantial nutricio en ese otro diccionario, el académico, el tomo de papel voluminoso que convertido en un libro sagrado se nos entrega en cada generación a los hablantes de cada lengua como cifra de todas las posibilidades de ésta, confeccionado durante siglos y conservado, desbrozado y ampliado —o también cercenado— por esa congregación fervorosa de sumos sacerdotes que se reúnen a menudo en academia para mantener viva la liturgia de los verbos que nos permiten ser.
Quizá por eso Antonio Machado, en uno de sus poemas, nos descubría que puede leerse el diccionario como quien lee su devocionario, pueden consultarse sus páginas como quien eleva sus oraciones, aprender sus significados como quien espera respuesta a sus súplicas o a sus imprecaciones, buscar el sentido de las cosas como quien aguarda una revelación.
Gregorio Salvador, uno de esos académicos pontificios de la lengua, nos explica ese mágico papel que cumple el diccionario: todo hablante sabe que hay más palabras de las que él utiliza, y sabe que esas otras palabras ignoradas u olvidadas están en el libro llamado diccionario; de ahí que este libro sea siempre para nosotros una necesaria e insustituible prolongación del idioma.
Y es que la lengua tiene dos dimensiones: la de nuestra memoria propia, la del acervo que empleamos, y esa otra dimensión, más extensa y más honda, a la que sabemos que nos dará acceso el diccionario, cuya consulta es por ello siempre tan profunda y solemne como el cumplimiento de un ritual.
Un portal al mundo
Tu primer diccionario, tu primer portal al mundo oceánico e inexhausto de las cosas creadas, fue el Diccionario de Primaria Anaya. Luego tuviste un Diccionario del estudiante de la Real Academia, que a mí me parecía una joya que esplendiera palpitante, con significados asociados, con sinónimos, con ejemplos vivos de uso que multiplicaban su atractivo y su carácter didáctico: en él lees exánime, y encuentras «el cuerpo exánime de la princesa yacía en el lecho»; lees henchir, y lo ilustra la frase «la brisa del mar henchía las velas»; lees opresor, y de su significado te da una pista «la ciudad sitiada luchaba contra los opresores».
No tengas nunca pereza en consultar el diccionario; tenlo siempre a mano, hojéalo y ojéalo al azar, no permitas que se te enquiste la más mínima duda sobre el significado de palabra alguna. Ten presente, como te dice Juan José Millás, que el diccionario contiene toda la realidad porque la realidad está hecha de palabras, y por eso en él encontrarás todos los tipos de palabras: palabras pájaro y palabras rata, palabras gusano y palabras mariposa, palabras crudas y palabras cocidas, palabras rojas y palabras negras o amarillas o cárdenas; hay palabras que duermen y palabras que provocan insomnio, las hay que tranquilizan o que dan miedo, y también que matan.
Lévi-Strauss, preguntado un día por lo que sabríamos de una sociedad desaparecida si solamente conservásemos de ella una gramática y un diccionario, respondió que todo: religión, organización política, técnicas diversas, lazos de parentesco y matrimonios, etc.
«Todo está predicho en el diccionario»
Lo resumía bien Anatole France: un diccionario es el universo, por orden alfabético; es el libro por excelencia. Todos los demás libros están en él contenidos: no se trata más que de saber sacarlos de ahí —como Miguel Ángel, quien confesaba que él, cuando esculpía, se limitaba a extraer del bloque de mármol la escultura que en él se hallaba contenida—. Por eso Valéry anotaba: «Todo está predicho en el diccionario», y Javier Cercas considera que el diccionario es un libro mágico, porque contiene casi todos los libros que se han escrito en una lengua, y casi todos los que se escribirán.
Así que deberíamos rendir un culto panteísta a las palabras. Reveréncialas, abre de tanto en tanto el diccionario al azar y comulga con una nueva, apréndelas como sólo se aprende y se recorre lo que se ama, porque, te advierte Millás, no saberlas es como permitir que desaparezcan, y si desaparecen la realidad se empobrece, se encoge, se arruga, se avejenta; mientras que, por el contrario, cada vez que conquistamos una nueva palabra, la realidad se estira, el horizonte se amplía, nuestra capacidad intelectual se multiplica.
Se podría dar la vuelta al mundo en un vocablo, enseña J.A. Marina: la nube es esa forma esquiva que vemos atravesando el cielo con forma de rebaño, con forma de dromedario, semejando un platillo volador, pero es también la condensación de vapor de agua, la señal de la lluvia o de la tormenta, la que proporciona sombra, una lesión en el ojo, la sutil blancura dejada en el té por un chorrito de leche, y para los mayas, que creían que unas serpientes salidas de las montañas subían el agua a las nubes, eran gigantescas vasijas que se rompían.
El escritor y su diccionario privado
Gregorio Salvador se lamenta de cómo los literatos hablan mucho de sus fuentes, de sus orígenes, de sus influencias, pero nadie parece percatarse de que el único libro-herramienta del escritor es el diccionario. Para él, por ejemplo, la deslumbrante expansión de la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas, muchos de sus primores estilísticos, se deben en no escasa medida a un diccionario: el Diccionario ideológico de Julio Casares. Es éste el que explica en no pocas novelas ciertas admirables conexiones sinonímicas o relaciones exhaustivas que agotan en un párrafo, potenciándolo, todo un campo léxico.
Aunque, es verdad, también los excelentes diccionarios pueden arrastrar al exceso a mediocres autores: Philip Roth inventó un personaje adolescente con vocación literaria que, al recibir el Thesaurus de Roget —obra inglesa de 1852 omnipresente desde entonces en el mundo anglosajón—, empezó a escribir una prosa hinchada, altisonante, aliterativa.
Afortunadamente, también para los diccionarios existe el agradecimiento, aunque como sucede en tantas ocasiones las gratitudes puedan llegar algo tardías: García Márquez, al conocer la muerte de María Moliner —la autora del diccionario de uso del castellano más certero, fiable y sabroso que quepa consultar, rival incluso, en ocasiones aventajado, del Diccionario de la Real Academia—, declaró haberse sentido como si hubiera perdido a alguien que, sin saberlo, hubiera trabajado para él durante muchos años. Aunque esto deberíamos sentirlo todos, porque el diccionario es mucho más que un pertrecho de escritor).
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo), en adaptación libre del autor. Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.