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El valor de la ortografía: por qué leer y escribir bien es más importante de lo que crees

Pese a lo que repiten muchos apóstoles de la ignorancia, aprender a leer y a escribir con exactitud es la llave de una educación esencial y también de una vida mejor

Philip Dormer Stanhope, cuarto conde de Chesterfield (1694-1773), separado de su hijo por las convenciones sociales (se trataba de un hijo ilegítimo, que vivió la mayor parte del tiempo en el continente mientras que su padre lo hacía en Inglaterra), intentando procurarle siquiera por escrito los consejos paternales que no podía brindarle directamente, le escribió más de cuatrocientas cartas, afectuosas pero también, en no pocas ocasiones, reprobatorias, y con ese centón acabó componiendo un tratado de buenas maneras que, con el tiempo, se ha convertido en una obra de referencia ejemplar en materia de educación familiar.

En una de esas cartas, lord Chesterfield advertía a su hijo: «Hay otra cosa necesaria para tu porvenir, y es que escribas de modo correcto, elegante y claro». El viejo aristócrata se quejaba de la ortografía de su hijo («si así puede llamarse», le recriminaba), remarcándole que ésta no es menos fundamental para un joven bien criado que para un literato, pues quien comete faltas de este tipo se cubre de ridículo para el resto de su vida.

Para enmendar esto, ese padre recomendaba a su hijo leer con atención, pues ello ayuda a evitar errores, dado que los libros traen siempre ejemplos correctos.

Indiferencia ante las altas de ortografía

Hoy sigue sin haber mejor escuela de ortografía que la lectura. Sin embargo, es posible que ya no hagas el ridículo al cometer faltas de ortografía, porque el desconocimiento de ésta empieza a ser oceánico: mal podrían reprobarte muchos de quienes deban leerte si ellos mismos ignoran la falta cometida.

Qué lejos estamos de aquella admonición paterna del lord inglés: «Si escribes epístolas dignas de Cicerón, pero con mala letra y plagadas de errores, quien las reciba se reirá de ellas».

Lázaro Carreter ya hace décadas denunciaba cómo el descrédito social que antiguamente recaía sobre quien cometía faltas, se ha trocado en indiferencia, y deploraba esa tendencia política que empezaba a hacer su aparición, la que se atreve a considerar la corrección ortográfica como un prejuicio burgués antidemocrático, presumiendo que tal corrección es sólo privativa de quien disfruta de una instrucción larga y cara.

George Steiner, alarmado, detecta que ese estúpido prejuicio, que sólo puede postular una clase política inepta —o quizá interesada en mantener a los ciudadanos en la ignorancia o en halagar los bajos instintos de quienes no han alcanzado una educación básica—, no ha desaparecido, un fenómeno incongruente con la gran tradición retórica clásica y europea: parece que hablar demasiado bien fuera prerrogativa de una clase dominante o escogida, que utilizaría las armas de la retórica para imponer su poder político o su influencia económica.

Emplear una gramática sofisticada, hablar demasiado bien, sugeriría planteamientos deliberadamente oscuros, de tal forma que ello se erige en un síntoma claro de falta de honradez, mientras que quien balbucea, quien habla con torpeza, sería alguien que dice la verdad.

La exhibición de la ignorancia

Por eso todo un presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, siendo incapaz de construir correctamente una frase medianamente complicada desde un punto de vista gramatical, se ufanaba de ello para acercarse a sus votantes.

Ese presidente protagonizó una época en la que, denunciaba Muñoz Molina, empezó a volverse meritoria la exhibición de la ignorancia, como si hablar con un amaneramiento de rudeza en los gestos, expresarse de manera descuidada y hasta grosera probara que se está cerca del pueblo, la gente llana, el trabajador de casco y mono azul; en ese hombre que hablando desmañadamente parecía ser igual que ellos, podía reconocerse la gente común, la que no había tenido oportunidades de estudiar y de refinarse, ni había podido permitirse viajar al extranjero ni le había hecho ninguna falta.

Se trataba de una mentira, por supuesto, salvo en un solo aspecto, el de la ignorancia: George W. Bush era tan ignorante como parecía, pero no porque hubiera tenido una vida difícil y pobre como muchos de quienes lo votaban, sino que era un ignorante por vocación, por gusto, por descaro, pues había ido a los colegios y a las universidades más caras.

Grosería y legitimidad popular

Esa celebración gozosa y desafiante de la ignorancia que empezó Bush la culminó otro presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, que exhibía su grosería como prueba de su autenticidad, de su legitimidad popular.

Pero también entre nosotros, concluye Muñoz Molina, demasiadas veces la chulería se celebra como coraje, la mala educación como campechanía, lo desgreñado como signos de rebelión, de modo que tú, hijo, no te rindas a lo ofensivo o a lo grosero por el simple motivo de que parezca ser mayoritario.

Tampoco concedas el más mínimo rigor intelectual a ese argumento capcioso, el de que la incultura es prueba de espontaneidad, el de que la cultura es un privilegio elitista, el de que las reglas ortográficas son un recurso de las élites para mantener al pueblo, que no ha tenido el privilegio de acceder a una educación, a distancia y sometido.

De su difusión tienen buena parte de culpa, señala Claudio Magris, quienes precisamente por su profesión y posición están autorizados a distribuir y enseñar la cultura.

Un presidente de gobierno de derechas, quizá para congraciarse con la gente común, se jactaba de tener como única lectura vital la de un diario deportivo, pero es todavía más inquietante y peligroso, como denuncia Pérez-Reverte, que cierta presunta o discutible izquierda identifique el correcto uso de la lengua española con el pensamiento reaccionario y alabe la incorrección ortográfica y gramatical como actividad libre, progresista; una perversa idea según la cual escribir mal, incluso expresarse mal, no es algo de lo que haya que avergonzarse, sino un acto insumiso frente a unas reglas que, sólo por serlo, únicamente pueden ser defendidas por el inmovilismo reaccionario para salvaguardar sus privilegios, sean estos los que sean.

Unos políticos orgullosamente incultos

Ocurre a menudo que esos mismos políticos son incultos, y de este modo pretenden enmascarar sus propias deficiencias, mediocridad y falta de conocimientos, pero otras veces, aunque conocen perfectamente las reglas, las vulneran con toda deliberación para ajustar el habla a sus intereses específicos, sin importarles el daño causado. Lo peligroso es que muchos jóvenes se apuntan a esa coartada o pretexto para justificar sus carencias, su desidia, su rechazo a aprender.

Como señala Muñoz Molina, quizá convenga recordarles a estos jóvenes, o en general a quienes se dejan embaucar por la demagogia de la izquierda doctrinaria, que no es lo mismo la élite del conocimiento que la élite mucho más restringida del dinero, esa élite de los que nacen ya privilegiados y disponen desde niños de redes de contactos que los protegen y les garantizan que necesitarán muy poco esfuerzo para ganar más privilegios todavía y legarlos a sus hijos, en esa cadena hereditaria de la desigualdad y el dinero que no se rompe nunca.

Quizá convenga recordar, insiste Christopher Hitchens, que la educación y el aprendizaje son las avenidas que les llevarán a una vida mejor, no una cara forma de declararse superiores a quienes son menos afortunados.

Quien no lee es porque no le apetece

En realidad, la corrección ortográfica, la corrección gramatical, que es en efecto producto de la instrucción, no lo es de una larga y cara, sino que para adquirirla basta una escolarización adecuada que, en nuestro mundo, donde es gratuita una enseñanza general básica (en España, hasta los dieciséis años), sólo queda fuera del alcance de muy pocos —y no por el coste de adquirir aquélla, sino por la situación marginal de estos—. Steiner concluye, categórico: los que hoy no leen es porque no les apetece, no porque se les haya condenado al analfabetismo como en tiempos pasados.

Y quien sugiere que la ortografía es una forma de discriminación, un mecanismo que impide el ascenso en la escala social, eleva el síntoma a la categoría de enfermedad, porque no es la ortografía, sino la falta de instrucción, la que impide ese ascenso, y a nadie se le ocurriría sugerir que se aboliera la educación denunciándola como obstáculo al progreso, igual que sólo un imbécil postularía rebajar la calidad de la instrucción para proporcionarnos mejores oportunidades de vida.

(Pero como apunta Josep Pla, «cuando uno repara en que un país puede ir tirando a pesar de la enorme cantidad de imbéciles que lo gobiernan, la sorpresa es permanente e inenarrable»).

«Aprender para entender, porque entender es ser libres»

Tantos de nuestros mayores que no pudieron disfrutar de la escuela hasta un grado suficiente, que apenas aprendieron a escribir, han guardado siempre un sagrado respeto por la ortografía, y jamás durante nuestra niñez dejaron de inculcarnos la obligación de aprender a leer y a escribir con exactitud, porque quienes no han tenido a su alcance esa posibilidad saben ver, sin embargo, que ésa es la llave de una educación esencial y que ésta es la llave de mayores oportunidades sociales y económicas, es decir, de una vida mejor.

Muchos de nuestros mayores no pudieron leer a Spinoza, pero sabían que hay que «aprender para entender, porque entender es ser libres»; y ya intuían a Eugenio d’Ors cuando exclamaba: «¡Qué gran fiesta, señores, comprender!».

Por eso, clamaba Lázaro Carreter, igual que no parece lógico que para eliminar las diferencias de clases se imponga un socialismo de la pobreza, tampoco lo es que se arrase la ortografía con el necio argumento de que expresarse con precisión es un «distintivo de clase».

¿Cortar con nuestra cultura escrita y abolir la memoria?

Democracia, zanja Magris, no significa poner en el mismo plano la corrección y las incorrecciones gramaticales, sino dar a cada uno la posibilidad de pensar, expresarse y juzgar correctamente. Y la ortografía, si bien es, desde luego, una convención, un mero conjunto de normas y prácticas admitidas a conveniencia y que por supuesto no son inmutables, es una convención necesaria, y abolirla supondría, lisa y llanamente, cortar con toda nuestra cultura escrita, es decir, abolir la memoria, es decir, condenarnos a la ignorancia.

Cuando García Márquez lanzó su irónica diatriba exigiendo la extirpación de la ortografía —en realidad, admitió después, sólo postulaba su simplificación—, Álex Grijelmo demostró que con las reglas que él proponía nadie entendería las primeras veinte líneas de Cien años de soledad.

Si aboliéramos la ortografía nada impediría postular, a renglón seguido, la abolición de la gramática, otra convención, otro mero conjunto de normas y prácticas admitidas a conveniencia, otra imposición en suma.

Pero resulta, explica Steiner, que la gramática determina la forma en que se estructura la experiencia humana, de ahí que cada lengua represente una ventana a un mundo totalmente diferente, y por eso una lengua como el hebreo, que no conoce el pretérito indefinido ni el tiempo futuro del verbo tal como nosotros los entendemos, presenta una concepción del universo profunda y radicalmente diferente de la nuestra; y por eso la colocación del verbo al final de la frase en el alemán puede ser una de las claves de la capacidad de esa lengua para la metafísica. Algo así podría descubrirse sucesivamente de cada lengua.

Gazapos y tropelías ortográficas

De lo que se trata, entonces, es de elevar la instrucción general, ser más escrupuloso y exigente en la que actualmente se imparte, y urge hacerlo porque también a los libros, con cuya lectura debieras aprender la mejor ortografía, han llegado las tropelías ortográficas: ya no es inusual encontrar una edición que las contenga.

Son flagrantes en los libros infantiles y juveniles, incluso en los libros de texto, como si precisamente en ellos fuera más permisible el descuido o la negligencia. Y también son escandalosos, esos gazapos, en la rotulación de las noticias en los telediarios, y lo son más aún en el uso de Twitter que hacen tantos de nuestros políticos, que se pretenden avezados epigramáticos y acaban resultando patéticos bocazas.

Alguno de ellos, para disculpar o encubrir o justificar su ignorancia, se han permitido emitir la especie de que las reglas ortográficas limitan la libertad de expresión, que lo que vale es el mensaje, pero es más que dudoso que alguien que comete faltas de ortografía pueda transmitirte un discurso inteligente o persuasivo, mínimamente bien trabado; al contrario, lo probable es que quien comete faltas de ortografía las cometa también gramaticales, y lo esperable es que las deficiencias gramaticales traduzcan deficiencias del pensamiento.

De modo que exijamos pulcritud ortográfica, porque, como concluía Lázaro Carreter, esa pulcritud reflejará pulcritud mental, hábito de exactitud: si uno falla en un problema tan simple como es el de escribir sin faltas, fallará igualmente ante los problemas de su profesión o de su ciencia, y las probabilidades de que sea un chapucero serán muchas.

Imágenes: Pixabay.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo), en adaptación libre del autor. Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.