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El gran Francis Ford Coppola (A propósito de ‘Megalópolis’)

El desfile operático coppoliano presenta una ciudad fantástica que intenta, en nuestros días, reproducir una urbe romana imperial

Nuestro hombre hace todo a lo grande. Metido en su extrema madurez, nos ofrece un súper filme que lleva su grandeza en su título: Megalópolis, algo así como Gran Ciudad. Incluso podría tomarse lo de ciudad como metonimia de sociedad civilizada, con lo cual don Francis nos está hablando de una gran civilización.

Proporcionales a esta magnitud son los comentarios especializados que viene suscitando por todas partes pues Coppola es, obviamente, uno de los más famosos de su gremio. Pero la medida no es sólo cuantitativa porque quienes opinan sobre Megalópolis emiten elogios y vituperios parigualmente grandiosos.

Seré anecdótico. Al salir de la sala madrileña donde vi la película, escuché, seleccionando: a un nativo («¡Vaya rollazo!»), a un argentino («¡Qué plomazo!»), a un indeterminado («Es monumental. Volveré a verla para terminar de interpretar tanta sabiduría.») Se ve que la cosa da para mucho y siempre, como queda repetido, grande. Así lo quiso el director, guionista y productor de esta obra de extensión y complejidad realmente considerables.

No haré crítica cinematográfica. Simplemente, anotaré algunas impresiones de mínima reflexión. No importa si Coppola las habrá pensado antes que yo, sólo me comprenden mis propias percepciones. En arte importa mucho menos lo que el artista quiso decir o creyó que quería decir, que cuanto queda dicho por la obra misma.

Un espectáculo fastuoso y abigarrado

La compleja aventura colectiva que propone empieza con un soliloquio de César/Catilina, una suerte de líder populista, pensador pesimista y activo hasta los extremos de pensarse suicida, víctima propiciatoria y salvador de la patria.

En efecto, se lo ve al principio cavilar sobre un mundo sin futuro. No ya lo obvio, que el futuro está vacío y hemos de llenarlo. No: radicalmente, el futuro ha dejado de existir siquiera como virtualidad propuesta.

Dos horas y medias más tarde, el filme termina con un bebé recién nacido que un medallón encierra como dueño único del final. ¿Final? Me pregunto. ¿Hay comienzo más inicial, valga la redundancia, que un bebé?

La ambigüedad del mensaje es más que sugestiva. Pareciera que Coppola muestra cómo la vida se impone por encima y por debajo de los seres vivos, por ejemplo los que estamos viendo su filme.

Pero entre tanto ¿qué hemos visto? Por de pronto, un espectáculo de fastuosidad, énfasis y abigarramiento visual y sonoro que invoca a la ópera, sobre todo teniendo en cuenta no sólo la ascendencia italiana del artista sino su manifiesto costado operístico: énfasis, gesticulación ampulosa, gusto por lo decorativo, tesitura intensa y un patetismo con algo de fiesta melodiosa y armónica, sea para cantar al amor o al crimen.

Coppola y el ‘kitsch’

El desfile operático coppoliano presenta una ciudad fantástica que intenta, en nuestros días, reproducir una urbe romana imperial. Se nos muestra mezclada con arquitecturas del siglo pasado, herederas de lo monumental y avasallante del imperio latino. Pero nadie habla de monarquía, aunque abundan las citas a Marco Aurelio, monarca estoico, aficionado a la discreción, la mesura y la modestia. Se habla de una república, similar a los Estados Unidos, cuya bandera flamea a rachas.

¿Una república con aires imperiales? No contesto. Simplemente, invoco un mensaje visual. Lo romano, sintetizado con el siglo XX, tiene excesos y errores de copia.

Coppola nos muestra una evocación romanizante en clave de Kitsch. Hay estilos mal copiados a pesar de la riqueza de los materiales empleados, abusos de las medidas decorativas, demasiadas manos enjoyadas, demasiadas copas de cristal esmerilado, demasiados vestidos de grande soirée a mediodía, como si la vida social fuera una fiesta que no sabe siquiera que lo es, una ceremonia con liturgias mal aprendidas.

Quizá se trate de una celebración terminal pero es cuando aparece el bebé de marras. No nos apresuremos a montar un Apocalipsis, no sea que nos resulte igualmente kitschig. Cursi, vamos, de una cursilería fastuosa que no se debe atribuir a la candidez de Coppola sino, decididamente, a su astucia. Termino como empecé. No importa quién lo diga, importa lo dicho.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")