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¿Quién fue el creador del primer globo terráqueo?

Martin Behaim y Cristóbal Colón coincidieron en sus errores de cálculo sobre la circunnavegación. Este texto explora el impacto de sus decisiones

En algún momento has podido seguir los periplos de piratas y bucaneros en un cachivache que te regalé: fue un globo terráqueo, uno de esos mapamundis esféricos, de resina, giratorio, de gran diámetro, montado sobre una base y un semimeridiano de madera, con un cable y un enchufe que conecta su iluminación interior, hecho a escala 1:42.000.000, con mediciones en millas náuticas y kilómetros. Quería poder ubicarte cada vez que me preguntabas por un lugar, un país, un océano, un viaje —realizado o por realizar, leído o escuchado, histórico o legendario—.

No es el típico globo de colores vivos, con mares y océanos azulones y los países divididos según sus fronteras políticas en rojos, amarillos, naranjas, sino un globo terráqueo que quiere parecer antiguo, con las vastas extensiones de agua de la esfera en un color amarillento desvaído, y los colores de tierra atenuados, en un tono general ocre, como si fuera una cartografía vieja, con dibujos de navíos dirigiéndose al oeste o de bajeles poniendo proa al este, con rosas de los vientos, con efigies de navegantes y descubridores y, bajo ellas, los años de su nacimiento y muerte entre los que han de situarse sus respectivos periplos: Cristóbal Colón, Vasco de Gama, Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano, Abel J. Tasman, James Cook, Alexander von Humboldt, Robert Edwin Peary, Roald Amundsen.

Hemos jugado muchas veces, pero acaso no lo recuerdas, a hacer girar el globo deprisa, deprisa y a detenerlo bruscamente, por sorpresa, posando tu dedo aleatorio a ver dónde recaía, en qué continente, en qué isla, sobre qué mar, y a hacerlo girar de nuevo de inmediato a ver si, por un azar afortunado, conseguías detenerlo en el mismo paraje, o a ver si lograbas averiguar dónde estaba ahora el lugar en el que habías interrumpido antes sus locas revoluciones.

Imagen superior: el Erdapfel, obra de Martin Behaim (Germanisches Nationalmuseum, Núremberg). | Wikimedia Commons

Behaim y su encuentro con Colón

Debes saber que ese utensilio fascinante que es el globo terráqueo lo diseñó por primera vez Martin Behaim, que nació en Nüremberg en 1459 y murió en Lisboa en 1507.

Fue hijo de comerciante y, como era habitual en esos tiempos, eso era tanto como estar llamado a viajar, lo que a su vez era tanto como estar obligado a interesarse por las geografías desconocidas y la azarosa astronomía. Cuando salió de su tierra se dirigió al reino de Portugal, con el que Baviera mantenía relaciones comerciales, y allí pudo trabar amistad con el visionario marino que pretendía llegar a las Indias por la ruta ominosa del oeste.

Antonio de Herrera, conocido como el «Príncipe de los historiadores de Indias», que dejó escrita («para que nuestros enemigos no puedan negar nunca tantas heroicidades nuestras») una Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del mar Océano que llaman Indias Occidentales, dejó relatado que Colón estuvo contrastando el aventurado rumbo que pretendía para su travesía «con su amigo Martín de Bohemia, un cosmógrafo de gran criterio». Debía de serlo, puesto que fue llamado a la Junta de Matemáticos que el rey Juan II de Portugal convocó para que solucionaran el problema de cómo orientarse navegando hacia el sur tras pasar el ecuador, donde no es visible la Estrella Polar.

África y la creación del globo terráqueo

Martin Behaim, después de embarcarse en 1484 con los portugueses y costear el continente africano, cartografiándolo (años después disputaría a Bartolomé Díaz, que lo hizo en 1488, el honor de haber sido el primer navegante en doblar el cabo de Buena Esperanza, lo que significaba haber descubierto que realmente existía una vía marítima hacia la India), volvió a Nüremberg, donde recibió el encargo de construir una representación de la Tierra capaz de contener la geografía del mundo conocido.

Martín Behaim, que por entonces planeaba regresar a Portugal, acaso consideró que esa era otra manera de viajar, y se aplicó, con ayuda del impresor, pintor e iluminador de manuscritos Georg Glockendon, a esa tarea.

Fue así como confeccionó con arcos de madera recubiertos de yeso sobre los que extendió papel de pergamino, un globo que, reduciendo el tamaño de la Tierra a una esfera de unos 50 centímetros de diámetro, reflejaba las tierras hasta entonces conocidas, incluso las recién desveladas en África por los navegantes lusitanos.

Si bien no contenía el moderno tejido de latitudes y longitudes, alcanzaba a representar el ecuador, los trópicos y las doce constelaciones del Zodíaco, y también en él hizo grabar Martin Behaim, sobre los países que mostraba en esa trabajosa esfera acartonada, representaciones de sus habitantes o de lo que entonces se creía que eran sus criaturas autóctonas, y en ocasiones añadía alguna noticia curiosa a modo de información explicativa.

Los errores de navegación y el ‘mito’ de la redondez de la Tierra

En ese globo todavía se encuentra, en el océano Índico, la mención, extraída de Marco Polo, de la región de Sconia, donde hay dos islas, Masculina y Femenina, habitada esta última por las amazonas.

Todavía se muestra, al oeste de las islas Canarias y próxima al ecuador, la isla de san Barandán, el lugar apacible, fértil, de clima benéfico y poblado de criaturas amables, en suma, propio solo de bienaventurados, al que arribó el intrépido monje irlandés cuando decidió navegar hacia el oeste en la certidumbre de encontrar el edén en ese océano; en ese globo todavía el océano Atlántico es imaginado erróneamente como una extensión de mar en la que, hasta llegar a Cipango, no se registra apenas tierra, unas pocas islas, menos aún un continente entero —y por ello se suponía que como posible ruta hacia las Indias sería más corto atravesar ese océano que circunnavegar el continente africano.

Yeso, madera y pergamino

Esa esfera de yeso, madera y pergamino pretendía ser un microcosmos que reprodujera, en una escala abarcable por la imaginación de la época, ese otro mundo gigantesco del que aún había una gran porción inconcebida. Así que, por alguna suerte de magia, es posible imaginar a Martin Behaim, en 1492, modelando su globo terráqueo al mismo tiempo que, a miles de leguas, Cristóbal Colón se dirigía a inventar las insospechadas Indias Occidentales navegando sobre ese otro globo, original, que era la Tierra, y que estaba sirviendo de modelo al geógrafo alemán.

Quizá Martin Behaim, dando instrucciones a Glockendon, iba trazando sobre el pergamino circular de su esfera una ruta que, en el océano, a escala real, reproducían las carabelas de Colón, y acaso las vacilaciones en los trazos de la pluma de Behaim eran como las tormentas, las corrientes, las calmas chichas que volvían incierta la navegación del almirante, como si este estuviera siguiendo esforzadamente y sin sospecharlo los designios de un minúsculo Hacedor que trabajaba en el firmamento de su gabinete de Nüremberg.

El error de cálculo más afortunado de la historia

La simetría de sus esfuerzos era tal que también coincidieron en sus errores. Martin Behaim y Cristóbal Colón secundaban por entonces a Estrabón, que en el siglo I había dejado escrito: «Quienes han regresado de un intento de circunnavegar la Tierra no dicen que se lo haya impedido la presencia de un continente en su camino, porque el mar se mantenía perfectamente abierto, sino más bien la falta de decisión y la escasez de provisiones». Colón también intentaba que no lo desalentara Eratóstenes, quien apuntaba que «podría llegarse fácilmente por el mar de Iberia a la India, a no ser por el obstáculo que representa la extensión del océano que se extiende más allá de las Columnas de Hércules».

Fue el error de cálculo más afortunado de la historia, o fue una astucia: el navegante prefirió creer a Alfraganus (o al-Farghani, un astrónomo persa que revisó a Ptolomeo y cuyos Elementos de astronomía se difundieron hasta el siglo XV), quien sostenía que la circunferencia de la Tierra era menor que la propuesta por Eratóstenes.

Colón también recurrió, para defender su propósito en la Universidad de Salamanca, a los planisferios que propugnaban la mayor extensión de Asia posible. Cuanto mayor fuera esta, más reducido fuera el diámetro del planeta y menor resultara la extensión del océano. Por tanto, mayores probabilidades tenían sus naves de afrontar con éxito la desconocida singladura.

A la conclusión de ese viaje, cuando se cartografiaron las nuevas aguas surcadas y las novedosas tierras holladas, es cuando quedó inventado el verdadero «globo terráqueo». Porque mientras que el mundo conocido en la primera mitad del siglo XV era más o menos idéntico al mundo conocido por un romano culto de la época de Cristo, a principios del siglo XVI ya era evidente que griegos y romanos habían desconocido inmensidades, y no dejaba de sospecharse que aún otras geografías aventuradas podían encontrarse a la espera de su invención.

La paradoja de las antípodas

Sobre ese mismo globo terráqueo surcado de hipótesis fantásticas, me hiciste pronto esa pregunta que creo que todos hemos formulado alguna vez en la niñez y que, me atrevo a asegurar, nunca se nos ha respondido de modo satisfactorio.

¿Cómo pueden andar cabeza abajo quienes viven en la parte inferior del globo terrestre? ¿Por qué no se caen al vacío los que viven en su ecuador? Confieso no haber entendido nunca demasiado bien la paradoja de las antípodas, el hecho de que en la Tierra no haya en realidad un arriba y un abajo, puesto que la fuerza de la gravedad actúa en ella de forma integral.

Por tanto, creo que nunca he acabado de resolver tus dudas sobre cómo viven los que existen «debajo» de nosotros. La cuestión ahora nos parece infantil, pero la historia registra que hubo una edad del hombre en que esa pregunta era un serio interrogante para los adultos, y que contestarla en uno u otro sentido podía incluso costarte la vida. Lactancio, a quien llamaban el «Cicerón cristiano», que fue tutor del hijo del emperador Constantino, reprobaba a caballo entre los siglos III y IV: «¿Puede alguien ser tan necio como para creer que hay hombres cuyos pies están más altos que sus cabezas, o lugares donde las cosas pueden colgar cabeza abajo, los árboles crecer al revés y la lluvia caer hacia arriba?».

San Agustín, a caballo entre los siglos IV y V, insistía: «¿Cómo no comprendéis que si hubiese hombres bajo nuestros pies, tendrían la cabeza hacia abajo y caerían en el cielo?». Incluso después de que la Iglesia, que durante tanto tiempo retuvo el monopolio del conocimiento, asumiera resignada la redondez de la Tierra, la hipótesis de que el hemisferio situado bajo el ecuador estuviera habitado sufrió reticencias. El obispo Virgilio de Salzburgo, en el siglo XIII, fue perseguido por atreverse a sostener doctrina tan «perversa y peligrosa».

Y un siglo después, la hoguera fue todavía el destino del poeta, médico, astrólogo y filósofo Cecco d’Ascoli por idéntica osadía —o acaso lo fue porque profesaba a la vez demasiadas ciencias novedosas—. Según parece, la Iglesia solo aceptó a regañadientes su secular error cuando Juan Sebastián Elcano pudo contar, a su retorno en 1522, su peripecia alrededor del mundo. El rey Carlos V lo privilegió entonces consintiéndole añadir a su escudo heráldico una cimera en forma de globo terrestre circundado por una cartela con la leyenda latina: «Primus circumdedisti me» («Fuiste el primero que me dio la vuelta»).

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.