En mi infancia los mosqueteros ya habían fundado casi un subgénero cinematográfico, de modo que conocí, antes que la novela de Dumas, las películas filmadas en torno a ella: la de George Sydney (1948), con Gene Kelly como D’Artagnan, Lana Turner como Milady de Winter y Vincent Price como Cardenal Richelieu, pero sobre todo las de Richard Lester, Los tres mosqueteros (1973) y Los cuatro mosqueteros (1974), con Michael York como D’Artagnan, Raquel Welch como Constance y Charlton Heston como cardenal Richelieu, para después seguir deleitándome con otras películas aun tan desiguales como la de Stephen Herek (1993) —aquí, D’Artagnan era Charlie Sheen y Milady de Winter solo podía ser Rebecca de Mornay—, la trepidante y casi circense El mosquetero de Peter Hyams, o El hombre de la máscara de hierro, de Randall Wallace, con Leonardo DiCaprio desdoblándose en rey Luis XIV y en su hermano gemelo encerrado en la Bastilla y condenado al ocultamiento de su identidad, Gabriel Byrne como D’Artagnan y Jeremy Irons, Gérard Depardieu y John Malkovich como sus tres compañeros. Esta, a su vez, había sido precedida de la película de Mike Newell (1976) donde el rey y su infamante hermano cautivo eran Richard Chamberlain.
La espada y el mosquete
Bien mirado, casi es recomendable conocer antes al héroe cinematográfico que al novelesco, porque de este luego descubres que no es tan heroico. Todos los que hemos leído de adultos las aventuras de D’Artagnan, caemos con pesar en la cuenta de algunas cosas: la fortuna con que gana alguno de sus duelos, las trapacerías que puede llegar a cometer, qué penosas conquistas femeninas realiza y con qué relajada moralidad las logra, lo que, curiosamente, no nos lo hace menos simpático, sino más humano y, por ende, quizá aún más heroico.
Por suerte, los mosqueteros también se han erigido para ti en un ídolo de infancia. Tu primer disfraz fue de mosquetero: el sombrero de alas anchas adornado con airosas plumas, la casaca azul sin mangas con la cruz blanca bordada en el pecho, el tahalí del que pendía la vaina de la que extraías, con fervor guerrero, el agudo florete; aunque te faltaban la gola —el cuello vuelto poblado de encajes—, los puños bordados, las amplias calzas acuchilladas, las botas de caña alta con el borde doblado sobre sí mismo que completaban el uniforme.
¿Por qué se llamaban mosqueteros?
«¿Por qué se llamaban mosqueteros?», me preguntaste, y te respondí que porque pertenecían a la guardia del rey, formada por soldados armados con mosquetes, fusiles antiguos, sucesores del arcabuz, unos fusiles que se cargaban por el cañón y se disparaban presionando un gatillo que soltaba una llave que, al percutir produciendo las chispas que encendían la pólvora en la cazoleta, provocaba la deflagración; pero eran tan pesados que al principio exigían ser apoyados en una horquilla para poder dispararlos con precisión y aun así no tenían alcance mayor de cien metros.
«¿Y por qué son espadachines si se llamaban “mosqueteros”?», insististe, cargado de razón (al fin y al cabo, apenas empleaban el mosquete y lo que manejaban endiabladamente bien era la espada).
Tuve que improvisar con lo que me dictaba el sentido común: los mosqueteros solo usaban el mosquete en la batalla, y como incluso en esta su cadencia de fuego era escasa —solo llevaban en combate doce cargas de pólvora, de ahí que a los cinturones en bandolera donde las portaban los llamaran «los doce apóstoles»—, tarde o temprano podían acabar enfrentándose al enemigo cuerpo a cuerpo, y entonces debían saber batirse con la espada, mejor incluso que otros soldados de infantería, puesto que siendo tan pesado el equipo que llevaban consigo —mosquete, cargas de pólvora, balas de plomo, horquilla—, apenas se protegían el cuerpo con un coleto de cuero y se cubrían la cabeza con un sombrero, nada de coraza y casco como otros infantes.
El auténtico D’Artagnan
Pero los mosqueteros quizá hubieran sido solo un capítulo en las historias del arte militar en vez de un fetiche de los sueños de aventura de tantos niños y adolescentes, si no hubiera sido por Alejandro Dumas —que no en vano decía que la historia era el clavo del cual colgaba sus novelas—.
Para que ese mosquetero gascón, D’Artagnan, naciera a la perdurable vida de la literatura, tuvieron que confluir antes tres existencias tanto o más azarosas que la suya, y hubo de cometerse un latrocinio felizmente disculpable. La primera de estas existencias es la de Charles de Batz-Castelmore, conde de Artagnan, un gascón nacido en 1615 que fue mosquetero en la época de Mazarino—no en la de Richelieu, como el D’Artagnan novelesco—. Su condición gascona no era fútil, porque, según parece, la Gascuña era en aquella época una frontera salvaje de la refinada Francia palaciega (desde los dominios de los Castelmore se vislumbraban los nevados picos de los agrestes Pirineos, que todavía no eran la exacta frontera política que luego separaría Francia de España), y los gascones eran reclutas apreciados en las milicias por su fiereza, propia de su condición de «salvajes».
Charles, el miembro más pequeño de la familia Batz-Castelmore, que acabaría inmortalizando el apellido materno —D’Artagnan— y no el paterno, partió hacia París en 1638 o 1640, quizá para honrar la memoria de su hermano mayor, que se había alistado en los mosqueteros en 1633 y murió enseguida bajo la bandera de estos.
El menor de los D’Artagnan, sin embargo, consiguió regresar de su primera batalla como mosquetero aun con el sombrero atravesado por una bala y con la casaca roída por otras tres. El hecho de que no muriera ya tempranamente quizá era un designio de su vida.
Fue el más impetuoso, el más temerario y el mejor servidor del honor de Francia en varios asedios entre 1640 y 1642 (Arras, Aire, Bepaume, Collioure, Perpiñán), y por eso sorprende que en 1646 —dado que no era ajeno a ese afán de notoriedad que comporta la gloria en la batalla— ingresara como espía al servicio del cardenal Mazarino, en cuya calidad —el cardenal lo menciona en su correspondencia secreta— recorrió Italia, recorrió Inglaterra y recorrió Alemania, sin que se sepa cómo supo pasar desapercibido.
Al servicio de Mazarino
Gracias a ese prelado, que era el primer ministro de Francia, ingresó en el Regimiento de Guardias del Rey, pero su ascenso social quizá le obligó también a contraer un matrimonio convencional, y aunque se casó tarde, a los cuarenta años, con Charlotte Anne de Chancely, una viuda adinerada y protegida por la Corte —en el contrato matrimonial están las firmas del rey Luis XIV, del cardenal Mazarino y de un mariscal de Francia—, lo hizo para que su esposa descubriera al poco tiempo que siempre sería antes mosquetero que cónyuge domesticado: se separó (sin hijos, según Richard Cohen; con dos hijos, según Pérez-Reverte, dos de las fuentes que consulto), pero no perdió el favor real, porque comandó la escolta de la comitiva regia que atravesó todo el país llevando al rey a contraer matrimonio con la infanta española María Teresa de Austria, hija del rey de la ya decadente España Felipe IV, y también fue en él en quien el rey puso su confianza para prender y custodiar a Nicolás Fouquet, el ministro de Finanzas que quiso sustituir a Mazarino como consejero real y, ostentoso y desmedido, pretendió eclipsar al propio monarca en la exhibición extravagante de la riqueza de su casa y sus fiestas, sirviéndose para ello del tesoro público.
En 1667, Luis XIV concedió a D’Artagnan la dignidad más decorosa del reino, la de capitán de la Compañía de Mosqueteros del Rey, y unos años más tarde le dio la gobernación de la ciudad de Lille (arrebatada a los españoles).
Fue al año siguiente, en 1673, cuando encontró la muerte en el asedio de Maastricht, uno de los episodios más cruentos de la guerra que, teniendo como escenario los Países Bajos, enfrentaba en realidad a Francia y España, donde una bala de mosquete —¿qué otra cosa si no podía matarlo?— halló su garganta.
Luis XIV, consternado, con certera majestuosidad, enunció su epitafio: «D’Artagnan y la Gloria tienen el mismo ataúd». Y no lo decía un monarca cualquiera, sino el Rey Sol, Luis el Grande, el de «el Estado soy yo», aunque otras fuentes sugieren que, en su versión auténtica, el rey lo que dijo fue: «El bien del Estado constituye la gloria del rey», lo que modifica sustancialmente las antipatías que la frase suele colgarle a la regia figura.
Memorias de un antiguo mosquetero
La segunda existencia que precedió al embrión del D’Artagnan novelesco fue la de Gatien de Courtilz de Sandras, un antiguo mosquetero que habría acabado en la prisión de la Bastilla—probablemente por sus panfletos políticos (también fue autor de Las intrigas amorosas de la Corte de Francia)— y que, para entretener allí su oscuro cautiverio, escribiría en 1678, contando algo más de treinta años, unas Memorias de M. D’Artagnan, capitán de la Primera Compañía de Mosqueteros del Rey, recogiendo los apuntes autobiográficos dejados por aquel Charles de Batz-Castelmore, conde D’Artagnan.
Al menos eso dice él, pero entre sus obras se incluyen varias pseudobiografías, escritas en primera persona, y en el prólogo de cada una de ellas, para apelar a la verosimilitud, utiliza el recurso literario de indicar que la obra está redactada a partir de las notas manuscritas dejadas por el propio biografiado a su muerte.
Hay quien dice, sin embargo, que las memorias del capitán de los mosqueteros del rey que nos legó Courtilz de Sandras serían la mejor prueba de que, en realidad, el hombre que permaneció encerrado en la Bastilla clausurado bajo la doble celda de los barrotes y de la máscara de hierro, sería precisamente Charles D’Artagnan, que no habría muerto en Maastricht, sino que, aprovechando la postración que le causaron sus heridas, habría sido enviado a prisión por el rey —que desconfiaba del uso que el capitán de su guardia pudiera hacer de su conocimiento de los entresijos de la Corte: la rumoreada homosexualidad del rey Luis XIII, los hijos bastardos del rey Luis XIV, los secretos de Estado de Nicolás Fouquet, las misas negras que las amantes del Rey Sol celebraban para divertimento de este y sus allegados—, y en prisión le habrían impuesto la máscara para ocultar su identidad a los mosqueteros que lo custodiaban.
Según parece, la fuente de Courtilz de Sandras para narrar las memorias de D’Artagnan habría sido este mismo.
Alejandro Dumas completa el trío de espíritus que hubo de conjurarse para que el mosquetero D’Artagnan se reencarnara en alma de la literatura de aventuras.
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Imagen de la cabecera: Gene Kelly y Lana Turner en ‘Los tres mosqueteros’ (1948).
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.