La obra de Agatha Christie merece el adjetivo de pródiga: 66 novelas, una cincuentena de cuentos y 17 piezas de teatro. El negocio de este catálogo no es mera historia. Algún dueño de sala teatral lo es por la renta de La ratonera, en cartel durante décadas. Actualmente, ciertos bisnietos de la escritora administran los derechos de autor de semejante patrimonio.
Uno de los espacios donde se instala la presencia de doña Agatha ha sido y lo es el cine. Hay una suerte de tradición según la cual un actor se identifica con un personaje y el público acaba por aceptar esa fagocitación. Así Basil Rathbone fue Sherlock Holmes, Warner Oland fue Charlie Chan y hoy Kenneth Branagh es Hercule Poirot, el emblema detectivesco de Miss Christie.
Estos deslizamientos comprueban la vigencia de una obra y, más aún, de un género. La escritora del caso es la tipificación de la novela policiaca como novela-problema, es decir como intriga soluble en la llamada, obviamente, solución. Lo oscuro se aclara y lo duro se ablanda y resulta penetrable. Este esquema ha fundado los elogios al género policiaco como una de escasas invenciones literarias del siglo XX, aunque detectives los hubo ya en Balzac y Gaston Leroux, por no incluir en el sindicato a Poe. Más bien quedan atados a otras fórmulas, propias del Ochocientos: la novela gótica, el naturalismo amante de los bajos fondos y el folletín. El balance favorable a lo policiaco se relaciona con otros valores. Es un género democrático porque narra una historia en que el misterio desaparece en favor de la noticia, es decir que se vuelve propiedad de la opinión pública. Por otra parte, el detective se vale del razonamiento y no de las intuiciones geniales, los arrebatos de la pasión o las ciegas creencias ideológicas. Al fin, la sociedad se ve compensada del daño causado por el delincuente si éste es identificado y castigado tras un debido proceso.
Las mismas notas han sido utilizadas para cuestionar el género. Se ha dicho que es un constructo machista pues, al menos en los modelos clásicos, no hay detectives femeninos. Esto vuelve dudoso el argumento si pensamos que la gran firma del policiaco es la de una mujer, la que venimos evocando. Además, la imagen de una sociedad justa porque castiga al culpable desde una institución, sea privada o pública, es una máscara que oculta las gruesas injusticias sociales. Finalmente, el principio de que quien delinque paga su falta apela a un orden cósmico donde se supone que la justicia general está asegurada por la naturaleza, olvidándonos de los terremotos, las inundaciones y las pestes.
Como se ve, la cosa da para mucho y un entretenimiento tan rutinario y banal como una novela policiaca ofrece secretos vínculos con el grandioso universo. Borges – un mal lector de novelas, todo hay que decirlo – defendió la nitidez del género en oposición a la novela psicológica con sus tenebrosas ambigüedades, y al realismo, por sus ociosos paisajes, guardarropas y regímenes alimentarios, todos ellos inventarios inútiles y páginas muertas. En el otro extremo, los defensores de la novela negra con sus policías corruptos y sus negociantes estafadores con premio, han pretendido archivar la novela-problema, justamente, por su desnudo y abstracto esquema de crimen / enigma / resolución.
Por ahora, lo evidente es que el policiaco sigue en cartel. La prueba más elocuente es el eterno retorno de Agatha Christie. No pretendo resolver la polémica sobre el fenómeno. Mi afición a lo detectivesco es nula y, en consecuencia, mi autoridad para juzgarlo. No obstante, mantengo un especial interés por este detalle: el personaje de Ariadne Oliver, invención de doña Agatha, no es una detective sino una autora de novelas policiacas, que reúne a unos amigos en una casa de campo, convenientemente aislada, palaciega y algo misteriosa. Les describe un recién cometido y todos se ponen manos a la obra para resolverlo y cazar al asesino. En verdad, tal crimen no ha existido nunca y es un truco de Ariadne – la Ariadna mitológica que sabe cómo sacar al héroe del encierro laberíntico – para entretener a sus amigos y, ficción de la ficción, así escribir una novela que sea, a la vez, labor de la novelista real y la novelista ficcional. Es entonces cuando la astucia de doña Agatha se pone en juego, ese juego que es la ficción y que remite a las noticias falsas de las que se viene nutriendo nuestra especie desde hace siglos. Digamos, desde que Teseo, un paladín masculino, se metió en el laberinto del cual lo salvó la previsora astucia de una mujer.
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