El siglo XIX, con su irrefrenable fascinación hacia lo oculto, nos ha dejado diversos testimonios de artistas alucinados, siempre en permanente conflicto con el mundo exterior, en esta fabulosa pugna entre lo real y lo imaginado, que generó infinidad de obras artísticas en la delgada línea entre fantasía y realidad.
Éste es el caso de Chopin, que ya desde su juventud reconocía su carácter fantasioso y, que, incluso, en la iglesia, sufría con las inocentes miradas de su enamorada, que no supo de la pasión del compositor sino mucho después de su muerte:
«22 de septiembre de 1830
Cuando reflexiono sobre mí mismo, me sorprende comprobar cuan a menudo pierdo la noción de la realidad. Como a mi vista la hieran cosas que la impresionan profundamente, ya me pueden pasar caballos por encima, que no me daré cuenta. Eso es exactamente lo que pasó el domingo. Sorprendido por una mirada inesperada [la de Konstanze] en la iglesia, en el momento preciso en que era presa de un adorable embotamiento, me turbé hasta el punto de no poder decir lo que pasó en el cuarto de hora siguiente. En la calle me encontré con el doctor Parys y, no sabiendo cómo explicarle mi distracción, tuve que inventar un perro que, habiéndose metido entre mis piernas, me había hecho dar un tropezón. ¡Es horrible pensar a qué grado de locura puedo llegar!».
Carta de Chopin a Tytus Woyciechowski
Pocos días después, el 3 de octubre, confesaba el enamoramiento a Woyciechowki con un vals que esconde las voces de la pareja y una equis misteriosa en el punto álgido de la masculina, el mi bemol agudo de la clave de fa:
«Para mi desgracia, ya he encontrado mi ideal, al cual desde hace seis meses sirvo fielmente, pero sin hablarle de mis sentimientos. Sueño con ella, bajo su inspiración ha nacido el adagio de mi concerto [op. 21] y, esta mañana temprano, el valsecito que te envío [Op. 70 n º 3]. Nadie lo sabrá, salvo tú. Remarco el pasaje con una X. Qué agradable será tocar este vals para ti, querido Tytus. En el Trio, el canto debe dominar al bajo hasta el mi bemol de la parte del violín, pero ¿hace falta que te lo diga, cuando tú lo sentirás?».
Imagen superior: Chopin, Vals Op. 70 n º 3
Muchos años después, en su viaje a Mallorca junto a su partenaire, la escritora George Sand, otro ataque en soledad, en la inquietante Cartuja de Valdemossa, hizo brotar algunos de los famosos Preludios [Op. 28]:
«El pobre gran artista era un paciente detestable. Lo que yo había temido, desgraciadamente, llegó. Se desmoralizó por completo. Soportando el sufrimiento con el coraje suficiente, no pudo vencer la inquietud de su imaginación. Para él, incluso, cuando estaba bien de salud, el claustro estaba lleno de terrores y fantasmas. No lo decía y lo tuve que adivinar. Al regreso de mis exploraciones nocturnas de las ruinas con mis hijos, lo encontraba, a las diez de la noche, pálido ante su piano, los ojos demacrados y el cabello de punta. Le llevaba unos momentos reconocernos. Entonces hacía un esfuerzo para sonreír, y nos tocaba cosas que acaba de componer o, mejor dicho, ideas terribles y desgarradoras que acababan de apoderarse de él, como contra su voluntad, en una hora de soledad, de tristeza o de terror. En esos instantes ha compuesto las más hermosas de esas breves páginas que titulaba modestamente Preludios. Son obras maestras. Varias de ellas presentan al pensamiento visiones de monjes fallecidos porque la audición de cantos fúnebres lo asediaba. Otros son melancólicos y suaves: se le ocurrían en las horas de sol y salud, con el ruido de la risa de los niños bajo la ventana, el sonido lejano de las guitarras, el canto de las aves bajo el follaje húmedo, a la vista de las rosas pálidas, abiertas sobre la nieve. Otros son de gran tristeza y, mientras embrujan el oído, destrozan el corazón. Uno de ellos le vino en una lúgubre tarde de lluvia, que deja en el alma un abatimiento espantoso. Ese día lo habíamos dejado con buena salud, Maurice y yo, para ir a Palma a comprar algunos objetos necesarios en nuestro campamento. La lluvia caía y los torrentes se habían desbordado, habíamos hecho tres leguas en seis horas para regresar en medio de la inundación y llegamos en plena noche, sin zapatos, abandonados por nuestro coche, a través de innumerables peligros. En vista de la inquietud de nuestro enfermo, nos dimos prisa en regresar. Ésta había sido, en efecto, muy viva, pero se había cuajado en una especie de tranquila desesperación, y tocaba un admirable preludio mientras lloraba. Al vernos entrar, se levantó dando un grito y luego, con aire enajenado y tono extraño, nos dijo: “¡ah, ya sabía yo que estabais todos muertos…!”. Cuando recuperó la conciencia y vio el estado en el que estábamos, se puso malo del espectáculo retrospectivo de nuestros peligros: me confesó después que, mientras nos aguardaba, había visto toda la escena en sueños y, sin distinguir ya entre sueño y realidad, se había calmado tocando el piano, persuadido de que él mismo también estaba muerto. Se veía ahogado en un lago; pesadas gotas de agua heladas le caían acompasadamente sobre el pecho. Cuando le hice escuchar el ruido de las gotas de agua que, en realidad, caían acompasadamente sobre el tejado, negó haberlas oído. Se enfadó de que yo tradujese aquello con el término de armonía imitativa. Protestaba con todas sus fuerzas, tenía razón con la puerilidad de estas imitaciones al oído. Su genio estaba pleno de las armonías misteriosas de la naturaleza, traducidas por los sublimes equivalentes de su pensamiento musical y no por una repetición servil de sonidos exteriores. Su composición de aquella noche estaba repleta de gotas de lluvia que resonaban en las sonoras baldosas de la cartuja, reflejadas en su imaginación y en su canto por las lágrimas caídas del cielo sobre su corazón».
George Sand, Historie de ma vie, libro III, cap. VI, 1855
Imagen superior: Chopin, Prélude “goutte d’eau”, manuscrito
Y, finalmente, en su último y agónico viaje fuera de Francia, a Gran Bretaña, tras la ruptura con Sand, un compositor hastiado sufría una última visión en pleno concierto que relataba a la Solange, la hija de la novelista:
«Mánchester, 9 de septiembre de 1848
Me ha sucedido una extraña aventura mientras tocaba mi Sonata en si bemol [menor] ante amigos británicos. Había tocado más o menos correctamente el allegro y scherzo e iba a atacar la marcha cuando, de repente vi surgir, de la caja entreabierta de mi piano las criaturas malditas que se me habían aparecido en una noche en la cartuja. Tuve que salir un momento para recuperarme, después de lo cual continué sin decir nada».
Carta inédita a Solange Clésinger (née Dudevant-Sand), perteneciente a Bernard Gavoty.
Imagen superior: Chopin, Marche funèbre (de la Sonata Op. 35), manuscrito
Y es que el sueño de la razón produce monstruos, pero, a veces, éstos se convierten en las más hermosas filigranas sonoras.
Imagen de la cabecera: Pixabay.
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