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Nuestra lengua

En su ingreso en la Real Academia, la lingüista Dolores Corbella incidió en la presencia no peninsular que desde la conquista del Nuevo Mundo registra nuestra lengua. Quedan estrechas las denominaciones de castellana y española. Sería más funcional, por ejemplo, hablar de la lengua hispana, es decir de la pareja de lengua y hablas, una y muchas. No casualmente Corbella es canaria, nativa de esas islas que algunos consideran como las Antillas, primeras o últimas según el sentido del viaje. Tal calidad se comprueba en las hablas del Caribe y el Golfo de México, impregnadas del deje canario. Así los hablantes de Veracruz, las islas caribeñas, Barranquilla y Maracaibo, comparten pronunciaciones y cadencias en tanto se distinguen de las tierras interiores de México, Colombia y Venezuela.

Es obvio que la mayoría de hispanohablantes no está en España y que el asentamiento americano de nuestra lengua se debe, históricamente, a su persistencia en el habla. En efecto, al producirse la serie de independencias hispanoamericanas, apenas una quinta parte de sus poblaciones conocía el castellano. Fue desde entonces cuando se volvió lengua y habla continentales, ya que los nuevos Estados así lo decidieron. Se tardó mucho tiempo en divulgar la escritura, de modo que la lengua se mantuvo viva y se reprodujo a partir de lo que podríamos llamar su cuerpo, es decir los cuerpos y las voces que insistieron en valerse de ella.

Al respecto, hay que tener en cuenta un par de sucesos que, a pesar de que son de distinta índole, guardan familiaridad. Uno es que los grandes estudiosos de la lengua en el siglo XIX como Bello, Caro y Cuervo, fueron americanos. Y otro es que, tras considerar la posibilidad de adoptar otras lenguas oficiales como el francés o el inglés, por considerarlas más modernas que el vetusto idioma de los conquistadores, se advirtió que éste se había arraigado como algo histórico, algo inherente al propio devenir de las flamantes repúblicas.

Esta dispersión que fue, a la vez, concentracionaria, inquietó a la Academia desde 1884 incorporando americanismos en las consecuentes ediciones de su Diccionario. La tarea es incesante porque así lo exigen las lenguas vivas. Que el español, castellano o hispano lo hablemos y escribamos unos quinientos millones de personas y que sea la tercera lengua más hablada del mundo, nos demanda conservarla por el código de la lengua misma al tiempo que mantenerla impregnada de la vivacidad que la caracteriza. Vivacidad significa contacto, impregnación, dialecto en tanto diálogo. Impureza, si se quiere, frente a los intentos doctrinales que apuntan al purismo. Una lengua pura, intacta, es decir que no es tocada por nadie, es una lengua muerta. En tanto la vista se alimenta de colores y formas, el verbo se alimenta de formas y sonidos. Es oportuno que nos lo recuerde la académica Corbella, no casualmente nativa de unas islas que tienen nombre de pájaro.

Imagen superior: Pixabay.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")