Películas como La mujer de Tchaikovsky de Kirill Serebrennikov colaboran para conservar, si no para restaurar, el protagonismo de la imagen en el cine. La tendencia dominante es la contraria pues parte de una banalización de lo visual, que se da por hecho a partir de un equívoco realismo y una primacía del diálogo y la actuación facial de los personajes, propios de la televisión. Serebrennikov propone narrar desde lo que se ve como composición, ambientación y, primordialmente, iluminación. Tiene en mente la pintura rusa de fines del Ochocientos, cuando acontece la acción. Los interiores sirven para los conflictos de conciencia y las confidencias, en tanto los exteriores tormentosos, neblinosos, lluviosos y menesterosos actúan como facilitadores de la locura. Estamos en la tradición de un Luchino Visconti y un Nikita Mijalkov, es decir que la imagen narra por lo que es como tal imagen y no es un mero dato del guion verbal. Para ello, desde luego, hay que contar con una producción opulenta, una erudición estética y un proyecto de relato, todo muy sustentado y reflexivo. Llevado al extremo, convendría acortar la duración y evitar reiteraciones. Lo hecho, sin embargo, no deja de ser un filme más que notable.
La elocuencia visual juega en dos planos que se van alternando, entre lo realista y lo onírico hasta concluir que son elementos de una sola historia. Se cuenta la espinosa relación del músico con su esposa –cabe evitar la palabra mujer, pues no era de lo que se trataba para Tchaikovsky– a la vez que el proceso de creciente alucinación de la protagonista. Esto altera la cadena lineal de las escenas y da al conjunto una oscilación seductora que, por lo mismo, trabaja en la ambigüedad. En efecto: ¿es ella la que enloquece o es él quien enloquece a través de ella en una suerte de melodramática locura de amor?
Si se nos ocurre un esquema, la historia puede parecer sencilla. Una jovencita que estudia música se enamora de un compositor que empieza a ser famoso. No lo ha tratado salvo una presentación fugaz. No lo conoce pero le pide matrimonio. Él se niega aduciendo la diferencia de edad y ocultando su preferencia homosexual pero finalmente admite un casamiento sereno y fraterno. Lo demás es fácil de imaginar. La mujer acaba sabiéndolo todo, es decir la sexualidad divergente de ambos o, si se quiere, convergente en cuanto a la atracción física por los varones. Ella se entrega a orgías y rondas de ballet con ejemplares desnudos, él muere tal vez por una epidemia de cólera y ella marcha hacia un manicomio.
En rigor, esta trama doliente y demencial es una máscara de la historia profunda que Serebrennikov logra narrar: una historia de amor que nace en la fascinación y remata en la locura porque el ser amado no existe. Un tópico que resuena en una larga tradición de nuestras literaturas y que aquí puede estamparse por la obsesión de la mujer en llamarse “señora de Tchaikovsky”, o sea lo que nunca fue en la realidad inmediata de su matrimonio. Ella se enamoró de un nombre, no de un hombre, que nada tenía que ver con el compositor Piotr Tchaikovsky, un sujeto creador, neurasténico, que la zurraba porque ella le producía repugnancia. Ella se enamoró y siguió enamorada de ese Tchaikovsky que vio de lejos y del que nada quiso saber de cerca. ¿Es eso el amor? ¿Una creación de nuestro imaginario que nace del narcisismo por el cual nos enamoramos de nuestra propia condición de sublimes enamorados? ¿Puede lo imaginario tornarse alucinación y el idilio conducir al frenasténico? La respuesta del arte, las novelas, los poemas, los dramas, las comedias, las tragedias, las farsas, las óperas y las sinfonías de nuestra historia cultural han vivido de referirla, no de responderla porque el arte no responde y así da lugar a trabajos tan felizmente bellos como este filme, capaz de exhibir la fealdad de la vida como un hermoso fantasma animado un par de horas sobre una pantalla de cine.
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