«Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît point» (Blaise Pascal, Pensées)
Desde la perspectiva de dos dimensiones temporales, presente y futuro, pensadas y evocadas con un delicioso aliento onírico, Marías presentaba en El hombre sentimental (1986) el gastado triángulo amoroso, pretendidamente regido por otro tópico de largo recorrido, la antítesis razón/corazón, bajo la implícita sombra del Otello verdiano, unos cien años después de su estreno en Milán (1887). Su hipnótica prosa, plena de enigmas, culpas, traiciones y medias verdades que devienen en certezas completas, nos obliga a transitar un camino incómodo, en que el amor “no se vive, sino que se anuncia y recuerda”, contra los habituales usos operísticos, a partir de una anécdota real, un viaje ferroviario por el norte de Italia. En su deliberadamente borrosa identificación con la voz del narrador, el autor desvela pronto el propósito de la narración, “la esperanza de contar ambas cosas, lo que sucedió y el sueño de lo sucedido”, que remataría la lúcida pluma de Benet, “con tres vértices –nos viene a decir Marías, como un corolario literario de principio geométrico– se crea un mundo de infinitas figuras y relaciones”, adonde nos introduce una de las descripciones psicológicas más logradas de la literatura hispánica contemporánea, la de Natalia Manur, deseada por la pareja de rivales:
«Estaba empezando a divagar un poco acerca de estas cuestiones sobre las que nada entiendo ni nada sé en realidad cuando una fuerte sacudida lateral del tren hizo que de pronto aquel pelo castaño luminoso y liso dejara momentáneamente al descubierto el rostro que custodiaba. Ese rostro no despertó, y fueron pocos los segundos antes de que todo volviera a su posición, pero en los labios grandes y apretados y tensos, en los párpados apretados y tensos y recorridos de minúsculas venas enrojecidas (en los ojos cerrados no vistos), vi que la mujer que dormía estaba aquejada, ¿cómo decirlo? quizá vi que estaba aquejada de disoluciones melancólicas».
Con Verdi y Shakespeare por toda guía, Marías juega al despiste con el tenor protagonista, el León de Nápoles –tierra de ópera por excelencia pese a la raigambre matritense del protagonista–, relegado al rol secundario de Cassio, tercero en discordia inocente, víctima de la maledicencia en Otello frente a la temprana consumación del adulterio en el relato de Marías.
En este punto, la historia comienza a desviarse del paradigma propuesto por el propio novelista y, con su progresivo abandono, casi imperceptible desde el principio, asistimos a la caída de los tópicos iniciales, uno tras otro, en mil pedazos destruidos: “Qué cansado es querer”, confiesa un narrador hastiado antes de empezar a amar, lo que nunca oiríamos en boca de un tenor verdiano; “llevo quince años esperando a que sea ella quien me ame a mí”, dice el marido burlado, el banquero Manur (cuando aún no lo ha sido), como si el verdadero amor pudiera esperar en la vida o en la ópera; “cuando por fin me vaya, no lo sabrás”, declara la esclava Natalia a su marido, en una de sus más rotundas (y escasas) frases, cuya amenaza, finalmente, será ejecutada sobre el amante. El alejamiento de la previsible atmósfera ligada al título de la novela se produce con el descubrimiento del contrato comercial entre Manur y Natalia, “adquirida en propiedad” por el banquero, quien fríamente, en una entrevista sosegada y casi cordial, pide al cantante que desista de sus intenciones, sin expresiones grandilocuentes, ni celos exacerbados, ni violencia de ningún tipo, asumiendo su situación cotidiana con pasmosa naturalidad, “los otros (no crea, bastantes, bastantes ya) estaban un poco más informados”, contra la apasionada reacción de Otello:
Imagen superior: Verdi, «Otello», «Dio! Mi potevi scagliar»
Dio! mi potevi scagliar tutti i mali
della miseria, della vergogna,
far de’ miei baldi trofei trionfali
una maceria, una menzogna…
E avrei portato la croce crudel
d’angoscie e d’onte con calma fronte
e rassegnato al volere del ciel.
Ma, o pianto, o duol!
m’han rapito il miraggio
dov’io, giulivo, l’anima acqueto.
Spento è quel sol, quel sorriso, quel raggio
che mi fa vivo, che mi fa lieto!
Tu alfin, Clemenza, pio genio immortal
dal roseo riso,
copri il tuo viso
santo coll’orrida larva infernal!
[¡Dios! Pudiste haberme dado todaslas penas de la pobreza y del oprobio,
haber hecho de mis victoriosos trofeos
un montón de ruinas y una mentira…
y yo habría sufrido la cruel cruz
del sufrimiento y la vergüenza
resignándome a la voluntad del cielo…
Pero, ¡oh llanto, oh angustia!
Se me ha despojado del espejismo
en que se consolaba mi alma.
¡Se ha puesto el sol, la sonrisa,
el resplandor que me daba vida,
llenándome de alegría!
¡Finalmente tú, sagrado geniecillo
de la fresca risa, cubres tu divino
rostro con la máscara del infierno!]
El desenlace se antoja incierto hasta las últimas páginas, dado que “en gran medida, la vida consiste en incertidumbre y espera”, ante el inexistente duelo entre marido y amante, Otello y Cassio, por una mujer que “quizá pertenezca a esa larga estirpe de mujeres de ficción que están y quizá no son”. Pero Marías despedaza sin piedad la disyuntiva pascaliana, reiterada hasta la náusea en la actualidad, en el haz de inesperadas paradojas augurado por Manur: “tenga en cuenta que no hay vínculo más estrecho que el que anuda lo que es fingido, o aún más, lo que nunca ha existido”, que el novelista resuelve con un hábil intercambio de papeles. El trágico destino de Otello es asumido por Manur, el marido engañado, contra un desconocido Cassio, el amante, que consuma la traición al argumento de la ópera con la impunidad de su nombre ignoto, más allá del rimbombante apodo napolitano, mientras que, renunciando a toda conexión entre la pretendida pasión de su oficio y la cruda realidad, estudia, por fin, un papel de primer orden, el Radamés de Aida, el guerrero condenado a muerte por su amor a la enemiga en detrimento del deber para con la patria egipcia.
Por tanto, el calculador Manur se revela en hombre sentimental, frente al frío tenor, que reniega de una redención esperable en la última línea del libro, “yo sería incapaz de seguir su ejemplo”, ante una idéntica circunstancia, la definitiva huida de Natalia, que había acudido al lecho del moribundo en virtud del estrecho (y fingido) vínculo mencionado, abandonando, sin embargo, al amante, a la suerte de una muerte incierta.
El banquero enamorado muere por su mano tras quince años de espera a una desdibujada Desdémona, que sigue viviendo para sí, como el cobarde león napolitano –¿difuminado trasunto del autor?–, sereno ante la pérdida de un amor que acaso jamás sintió, como el Cassio de Otello, en el sueño de “lo que no se ha cumplido”, preludio del aún más rotundo “no he querido saber, pero he sabido…” en la voz susurrada del impasible narrador.
Adiós, Javier.
Gracias por todo.
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