Aunque es considerado como un gran director, Anthony Mann siempre ha tenido esa apreciación de algo más que artesano que tiende un puente entre el estilo clásico (si es que esto se puede aplicar al género del oeste, en perpetua renovación) y la revolución-destrucción que habría de venir por parte de gente como Peckinpah o Leone.
Lo cierto es que las películas (en especial los westerns) de Mann son lo suficientemente brillantes por sí solos como para ser valorados sin necesidad de comparaciones. Si John Ford es el Dios indiscutible del género (bueno, del Cine en general), Anthony Mann iguala y en ocasiones supera a otros genios como Howard Hawks, Henry Hathaway o los mencionados Sam Peckinpah o Sergio Leone.
El nombre de Mann está firmemente ligado al cine de la década de los cincuenta, aunque la carrera cinematográfica de este judío californiano comenzara en la década de los 40, después de haber estado trabajando en el mundo del teatro como actor y regidor. Es allí donde adquiere su talento para entender y tratar con los actores, entablando además amistad con su futuro actor-fetiche James Stewart.
Tal era su ojo para los intérpretes, que Mann entraría más tarde en Hollywood como director de castings, incluyendo la homérica búsqueda de Escarlata O´Hara entre sus trabajos.
En los cuarenta comenzó a aprender a “colocar cámaras” en thrillers de serie B llenos de nervio e intensidad como Desperate (1947), T-men (1947) o Raw Deal (1948). En estas películas Mann desarrolló un inmejorable sentido del ritmo narrativo, además de un dominio impactante del encuadre y la profundidad de campo como herramientas expresivas (y no meros adornos).
Por otro lado, su afinidad con los actores ya era obvia a la hora de construir cada escena a la manera de un relojero, accionando cada resorte-actor en el momento justo y la manera adecuada.
Las tinieblas morales y la violencia (contenida o desatada) propias del género negro marcaron el estilo de Mann durante el resto de su carrera. Sus películas casi siempre han sido historias sencillas y ágiles, pero protagonizadas por seres complejos, siempre moviéndose en la penumbra, dudando entre hacer lo correcto o lo conveniente. Vamos, gente de verdad y nada heroica, al menos en el sentido monolítico de la palabra.
Si el cine de autor más injustamente alabado (no vamos a dar nombres) trata sobre los conflictos psicológicos y morales a base de aburrir al personal con inacabables planos de gente mirando al vacío, o imágenes tan alegóricas como incomprensibles, Mann explora los mismos recovecos y bordea los agujeros negros del alma sin tener que recurrir a memas poses intelectualoides y ofreciendo espectáculo y aventura. A eso se le llama Cine, y no vean si mola.
Con esa asombrosa productividad que se solía tener en el Hollywood de antaño, Anthony Mann se estrena en el western con ¡tres! producciones rodadas el mismo año, 1950.
Barbara Stanwyck y Walter Huston (en su último trabajo) brillaban en excelente blanco y negro con una versión ranchera del mito de Electra en Las Furias. Mann introducía complejidades psicológicas ya en su primera película de vaqueros echando mano a la mitología griega. La eterna vigencia de los clásicos los permite ser recreados en todo tipo de ambientes y épocas, y el western siempre ha sido un lugar perfecto para este tipo de prácticas.
Por otro lado, el espectador medio norteamericano de la década de los 50 era alguien que había pasado una guerra, que intentaba ser una persona normal comprándose su casita en los suburbios después de haber recogido los trozos del cadáver del algún compañero muerto o haber achicharrado seres humanos con un lanzallamas.
Esa idea de huir de un terrible pasado, de luchar continuamente con demonios propios estaba presente en los westerns de Mann tanto como las montañas, los indios y los tiroteos.
En el mismo año, Mann realizaría una de sus más populares películas, Winchester 73. Fue la primera de sus colaboraciones con el mejor actor que jamás haya aparecido en el cine, James Stewart.
El espectacular rifle que da título a la película es “la falsa monea” en un film de curioso guión, casi posmoderno, donde una serie de personajes van cruzando destinos. En la película Stewart es un excelente tirador que siempre ha usado sus habilidades para proveerse de buenos alimentos en el campo.
Stephen McNally también dispara con la precisión de un cirujano plástico, pero su plomo tiende a ir a parar a la carne humana. A ambos les enseñó a disparar el mismo hombre, que casualmente también les engendró, y ambos son los finalistas en un concurso de tiro en Dodge City, con cameo de Wyatt Earp incluido.
Después de la brillante escena del concurso, McNally no tarda ni cinco minutos en robarle el bien ganado premio a Stewart, un Winchester 73 de los de uno entre mil igualito al que tiene el Presidente. Ese es el comienzo de una historia de encuentros en la que el arma pasa de las manos del avaricioso Caín a las de un tratante de armas-tahúr, quien disfruta poco tiempo de su posesión cuando un jefe indio le echa el ojo, y así sucesivamente hasta volver a su legítimo dueño.
Es curioso que los dueños temporales del rifle acaben muertos por su culpa, y es que ya en esta película Mann señala a la Codicia como el peor de los males, capaz de potenciar el lado oscuro de la persona más normal. Que el objeto en sí sea un arma de fuego puede tomarse, si ustedes gustan, como ácida ilustración sobre la importancia que han tenido en Estados Unidos estos artefactos, tanto para crear problemas como para resolverlos. Un buen ejemplo de esto es la escena inicial con el sheriff Earp, quien no está dispuesto a dejar que en su ciudad nadie lleve armas, salvo él. Excentricidades de la civilización.
Sin llegar al extremo de posteriores films, Jimmy Stewart encarna aquí a un héroe que no lo es tanto, un tipo bonachón en un principio que se deja llevar por las ansias de vengar la muerte de su padre, aun a costa de matar a su propio hermano.
Con una excelente fotografía en blanco y negro, Mann despliega aquí su acostumbrada potencia visual, muy cercana al cine negro, dotando de una especial contundencia a los momentos de acción, entre los que destaca el duelo final en una formación rocosa donde las balas silban y rebotan con bastante credibilidad.
Si en el cine actual las películas tardan al menos media hora hasta que realmente comienzan (en beneficio de un inexistente “desarrollo de personajes”), en esta película, como en casi todas las del director, la historia comienza de inmediato y se desarrolla con un ritmo endiablado. ¿A qué se debe? ¿Cuál es el truco? Si un servidor lo supiera no estaría perdiendo el tiempo escribiendo, pero lo que sí sabe es que quien llega a dominar el arte de enganchar sin que se note cómo, es un maestro.
El tercer western que Anthony Mann llevó a cabo en 1950, La puerta del diablo, no es de los más populares del autor, y aun así es una de sus mejores películas, por no decir que se trata uno de los más brillantes westerns de la época.
El protagonismo de ese actor de físico tan antipático llamado Robert Taylor haciendo de navajo en principio puede echar para atrás, pero lo cierto es que este intérprete borda el papel.
La puerta del diablo es uno de los films más violentos de Mann (no confundir “sangriento” con “violento”, por favor), con un importante fondo político y en el que el tema del racismo tiene un importantísimo papel, cosa no demasiado corriente en 1950.
De nuevo La Codicia, encarnada por un abogado-politicucho de salud y alma podridas, transforma un lugar pacífico en un campo de batalla al enfrentar a los ovejeros con el ranchero interpretado por Taylor. Pese a ser respetado por sus vecinos, haber luchado en la guerra civil y haber ganado la Medalla de Honor del Congreso, el indio en cuestión se ve impotente ante su gobierno cuando se acepta una ley por la cual los pieles rojas no tienen derecho a poseer tierras.
La película trata a los personajes con bastante justicia, y exceptuando al sombrío abogado, todos los personajes tienen sus luces y sus sombras, desde los ovejeros que no quieren luchar pero tampoco dejar que sus rebaños mueran de hambre hasta el protagonista, lleno de dignidad pero también inflexible en exceso.
Por otro lado, a la hora de denunciar la idiotez de los prejuicios, resulta brillante y más elocuente que toda la filmografía de Spike Lee la escena en la que el protagonista va a contratar a un abogado, y el mutuo disgusto a la hora de descubrir que el cliente es un indio y el abogado una mujer. Todo un ejemplo de inesperado progresismo en una época en la que no era muy recomendable tener ese talante.
Mann llena la pantalla de encuadres forzados y saca provecho a la profundidad de campo con resultados expresivos que poco tienen que envidiar a Orson Welles.
La violencia y el conflicto se va cociendo como en una olla a presión, con tintes de tragedia donde personajes como el del sheriff se ven arrastrados a la perdición (el mismo personaje lo explica a su manera, lo sutil no iba mucho con Mann) por culpa de la Santísima Trinidad política-civilización-corrupción.
La violencia irrumpe por la Puerta del Diablo en el otrora pacífico rancho del protagonista. Se muestra rotunda, por medio de imágenes como la de un rebaño de ovejas bombardeado con dinamita o un niño indio exigiendo su rifle para matar blancos.
La película es toda una joya que permanecerá oculta para los cinéfilos con prejuicios (los de “a mí no me gusta el western”).
Anthony Mann y James Stewart volvieron a reunirse en 1952 para llenar de color y aire montañés las plateas con Horizontes lejanos. Stewart encarna aquí a un ex pistolero, Glyn McLyntock, quien trata de huir de sí mismo guiando una caravana de granjeros hacia unas fértiles tierras en Oregón, a las que no es muy fácil llegar.
Por el camino, salva de la horca a otro bala perdida, el simpático aunque no muy fiable Emerson Cole (luciendo la brillante sonrisa de Arthur Kennedy). Una vez instalados los granjeros, McLyntock ha de viajar a la ciudad más cercana para recoger las vitales provisiones para el invierno, ya reservadas con anterioridad. Pero la llegada de la fiebre del oro ha llenado en pueblo de especuladores y rufianes que han aumentado el precio de estos víveres. McLyntock, con la ayuda del capitán de un barco de vapor (“¡nunca debimos dejar el Mississippi!”), Cole y otro vividor interpretado por Rock Hudson, se llevan a la fuerza el botín.
Por supuesto, el periplo-persecución hasta llegar a los granjeros con las provisiones estará lleno de dudas, traiciones y venganzas. La tradicional dulce imagen de James Stewart queda aquí lejana al convertirse en una especie de presencia sobrenatural después de ser abandonado en la sierra sin armas ni caballo por Cole. La forma en la que va acabando con los traidores fuera de campo casi se acerca al cine de terror, ya que durante un buen rato desaparece de la pantalla, y solo escuchamos los disparos de su arma.
Aparte de la interpretación de Stewart, lo que más impresiona de la película es el uso de los espectaculares escenarios naturales, fotografiados en glorioso Technicolor, que se convierten en algo más que una bella postal y acaban siendo un protagonista más y un factor determinante del argumento.
Mann se consagraba aquí como uno de los directores que mejor ha sabido rodar exteriores, faceta que potenciaría hasta un nivel insuperable en su siguiente colaboración con James Stewart, Colorado Jim (1953).
Para quien esto escribe, se trata de la mejor película de Mann y acaso la mejor interpretación en la carrera de James Stewart.
Con una historia en extremo sencilla, The naked spur (título original de Colorado Jim, para mayor lío del cinéfilo) ha sido calificada por más de uno como un film minimalista y casi experimental, al estar rodado íntegramente en las Montañas Rocosas, sin que aparezca ni una sola construcción humana, sólo cinco actores y algunos caballos y un burro.
Stewart es un cazarrecompensas que está a punto de cazar a Ben Vandergroat (Robert Ryan), un asesino valorado en 5000 dólares, junto al que viaja la joven Lina (Janet Leigh). Las circunstancias harán que el cazarrecompensas acepte como socios a un viejo y fracasado buscador de oro (el habitual Millard Mitchell) y a un soldado pendenciero (Ralph Meeker).
Cuando Ben es capturado, intentará poner en contra al grupo apelando a su codicia y desconfianza mutua.
Con un brillante reparto, en el que destacan el Stewart más oscuro, obsesivo y violento jamás visto y un embaucador Robert Ryan (descrito en cierto momento de la película como “el Demonio”), el film no ofrece tregua al espectador ni concesiones a la moralina barata (a pesar del epílogo algo forzado).
El clímax en el torrente de montaña es poco menos que desquiciado, mezclando la interpretación de los actores, lo extremo de la situación, la fuerza de las imágenes y el propio poderío del escenario (ese atronador sonido del agua corriendo) en lo que resulta una de las mejores descripciones de la deshumanización jamás realizadas. Toda una Obra Maestra.
El dúo actor-director, después de triunfar con el brillante biopic de Glenn Miller Música y lágrimas (1953) se volvió a reunir en Tierras Lejanas (The Far Country, 1954).
Situada en plena fiebre del oro, y rodada en parajes naturales, ya se pueden imaginar el buen provecho que saca Mann de glaciares, montañas y bosques. Como no es cuestión de repetirse, añadan las bondades anteriormente adjudicadas a los westerns del director a una historia en la que el anti-héroe debe vencer, más que a las ansias mafiosas del sheriff-juez encarnado con brillantez por John McIntire, a su propio individualismo.
El pueblo de Dawson, donde transcurre la historia, está lleno de tan buenos actores y tan bien retratado por Mann que uno le coge cariño de inmediato, cosa que teme hacer el protagonista (gran pistolero que no quiere meterse en líos como los del pasado, marca de la casa). Así, Tierras lejanas, siendo menos siniestra que otras películas de Mann, se plantea como otro western en pro de la solidaridad y en contra del monopolio y los chanchullos gubernamentales.
La última colaboración del tándem, El hombre de Laramie (1955), en el que se vuelve a explotar la faceta más ambigua y siniestra de Jimmy, aquí transformado en un antiguo soldado que llega a una ciudad de Nuevo Mexico en busca de venganza.
El hombre de Laramie mezcla investigación, encarcelamientos injustos, amor y explosiones de violencia gracias a una historia en la que dos líneas narrativas van convergiendo de manera brillante y que vueve a demostrar que aquel que controla las armas de fuego, detenta el poder, la ciega ambición y el odio. Todo un broche final para uno de los matrimonios profesionales más provechosos artísticamente en la breve historia del cine.
Pese a que este buen señor no hizo nunca una película realmente mala, lo cierto es que habría que esperar a 1958 para que volviera a ofrecer al mundo un peliculón de los de quitarse el sombrero y arrodillarse.
Un avejentado Gary Cooper protagonizó El hombre del oeste, un oscurísimo western en el que, por aquellas cosas del destino, un presunto paleto apocado debe volver a la granja donde se crió, escondrijo de una familia de psicópatas forajidos tan repugnantes como peligrosos.
Cooper, que por pura casualidad tiene a su cargo a una cabaretera y a un tahúr de poca monta, se ve obligado a fingir que quiere volver a unirse a estos degenerados, liderados por un patriarca que, para un servidor, es uno de los mejores villanos jamás vistos. Lee J. Cobb mezcla patetismo y perversidad, y borda la interpretación de ese viejo borracho y salido, que quiere volver a ser alguien (si es que algún día lo fue), pero que no posee nada más que una pandilla de idiotas, una choza que se cae, una bufanda raída y el sueño de atracar un banco que ya no existe.
La película es extremadamente violenta en sus situaciones y lúgubre en su tono, adelantándose unos años a lo que sería el cine de Peckinpah y, sobre todo, a los westerns del Clint Eastwood director. Un film angustioso de simplísima estructura narrativa (lo mismo valdría para una película de gangsters como para film de terror psicópata a lo La matanza de Texas) que explora el tema de la violencia con menos pompa y más acierto que, pongamos, La naranja mecánica. Toma ya.
En 1961 Mann se mete de lleno en el mundo de las superproducciones como el algo decepcionante western épico Cimarrón (en el que las dotes artísticas de Mann y Glenn Ford apenas salvan una historia que pierde fuelle a medida que avanza) y la infravalorada El Cid, que pese a estar ambientada en la España medieval tiene más que ver son sus anteriores westerns que Cimarrón, con un héroe desarraigado, crítica de la corrupción de los poderosos, alegato antirracista y acción violenta.
Precursor inmediato del cine de acción que se desarrollaría entre los 60 y 70, Anthony Mann bien merece situarse en el Olimpo del Western, sentado a la diestra de Nuestro Señor Ford.
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