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«Reservoir Dogs» (Quentin Tarantino, 1992)

Quentin Jerome Tarantino irrumpió en nuestra dimensión en la localidad de Knoxville (Tennessee) precisamente el año en el que volaron la cabeza a JFK. Poco se sabe de la vida previa a sus películas, salvo lo que él nos ha hecho saber. Casi todos los aficionados conocen su historia de Cenicienta freak, que pasó de ser un cinéfago dependiente de videoclub a dicharachero realizador de deslumbrantes thrillers, sin escuela de cine previa, pero sí con mucho morro, algo de suerte y la venta de unos guiones de impacto como Amor a quemarropa y Asesinos natos.

La primera película que Quentin dirigió se tituló My best friend´s birthday, pero, como suele ocurrir, la inexperiencia y los dioses impidieron que la llegara a acabar. En todo caso, hay personas que vienen a este mundo con un propósito, diseñados para entregarse exclusivamente a una cosa, y en el caso de Tarantino, su ADN viene impreso en celuloide.

Cuando Larry (el productor Lawrence Bender) encontró a Quentin, este último tenía un guión. El guión de una película de atracadores, bastante parecido al de City on fire, de Ringo Lam, pero varios kilómetros por encima de este. Lo que Bender leyó era una historia inusualmente narrada, que enseguida decidió producir. Como en todas las historias que nos cuentan otros, nunca conoceremos con certeza las verdaderas causas que llevaron al lanzamiento de la película, pero lo que sí conocemos son las consecuencias: así comenzó la leyenda de Reservoir Dogs (1992) y la popular técnica cinematográfica de Quentin Tarantino.

Reservoir Dogs narra el atraco a una joyería por parte de un grupo de profesionales en estos asuntos, reclutados por Joe Cabot (Lawrence Tierney), un gangster de asombroso parecido con La Cosa, de los 4 Fantásticos. Por si surgen problemas, Cabot adjudica unos alias a sus hombres, prohibiéndolos usar sus verdaderos nombres. Así, en el grupo encontramos al muy profesional Señor Blanco (Harvey Keitel), al psicópata Señor Rubio (Michael Madsen), al nervioso Señor Rosa (Steve Buscemi) o al agonizante Señor Naranja (Tim Roth).

Aunque no lo vemos, se nos dice que el atraco resulta una carnicería cuando las alarmas suenan, la policía aparece y el Señor Rubio se dedica a llenar de plomo a los dependientes del establecimiento.

Los supervivientes se reúnen en un almacén, esperando a que llegue su jefe. Allí surgirán las tensiones, ya que todo indica que en el grupo hay un policía infiltrado, que resulta ser Naranja, que por otro lado se desangra por un disparo recibido en las tripas cuando escapaba del atraco. La cosa acaba como el rosario de la aurora cuando todos terminan tiroteándose entre sí, rematando la tarea la policía.

Contada así, la cosa se queda en un thriller no demasiado llamativo, pero Tarantino dota al film de una estructura narrativa no lineal, llena de espectaculares diálogos en los que estos personajes típicos del género hablan de cosas comunes, incluso banales, como el significado de las canciones de Madonna (monólogo interpretado por Tarantino en persona, quien se reserva el papelito del Señor Marrón) o discuten infantilmente sobre la elección de los alias.

La innata capacidad de Tarantino para contar historias le hace juguetear como si nada con la narración, con resultados brillantes para un novato, destacando el momento en el que, en lo que podría ser calificado como flashback si la historia fuera lineal, vemos a Naranja explicándole a su compañero policía cómo les contaba una anécdota falsa a los hampones, estableciendo un juego de cajas chinas que se remata en espectacularidad cuando, dentro de esa historia falsa, oímos a un imaginario policía contar una estúpida anécdota.

Tarantino también establece aquí su afición a narrar las películas por medio de episodios, como en una novela, cada uno con su título, en este caso los nombres de los protagonistas.

Pero las excelencias del guión no son lo único destacable, ya que Tarantino se revela como un excelente director de actores, destacando su ojo para el casting de intérpretes, algunos veteranos de la serie B y de la vida como Lawrence Tierney o Eddie Bunker, otros camino de serlo como Michael Madsen o Chris Penn y actores más prestigiosos, como Harvey Keitel o Tim Roth.

Los malhablados personajes que encarnan todos estos intérpretes cargados de testosterona se mueven dentro de unos encuadres de exquisita composición (y precisión), fotografiados con dureza glamourosa por Andrzej Sekula y colocados de una manera original y elocuente gracias al brillante montaje, confirmando el envidiable hecho de que Tarantino es tan buen director como escritor.

De hecho, una de las cosas que hacen grande a este individuo es que no tiene mucho sentido descuartizarle para juzgar sus distintas facetas como director, guionista, seleccionador musical o artista del collage de referencias-plagios (ya en este primer film estos “préstamos” son incontables y eclécticos), sino que todas estas tareas se juntan en una que es la de contar una historia.

Quizá Reservoir Dogs no sea la más personal o emotiva de sus películas, pero es un thriller que roza la perfección en su puesta en escena y en el diseño de los personajes y sus trágicas peripecias.

De gran éxito en el mundillo del cine independiente (ganadora de premios en festivales como Sundance, Avignon o Sitges), el film se volvió polémico por la violencia de algunas de sus escenas.

Reservoir Dogs, como otros clásicos del cine contundente (La matanza de TexasHalloween) se recuerda más sangrienta de lo que realmente es. La masacre de la joyería jamás aparece en pantalla, y en la celebérrima escena en la que Michael Madsen tortura al policía Nash (Kirk Baltz) bailando música setentera la cámara “mira a otro lado” cuando la oreja del agente es cortada, cosa bastante curiosa puesto que este es el momento más recordado por su brutalidad por muchos admiradores y detractores de la película.

Sucede que el talento del director potencia la tensión de estos momentos, retomando el espíritu duro y sucio del cine negro de los años setenta y propiciando que cada puñetazo, cada patada y cada disparo retumben en el alma del espectador, habituado a asistir indiferente a los festivos asesinatos en masa de Rambo y compañía. Habría que esperar más de una década para que Tarantino se desmadrara con el gore en Kill Bill, pero el sambenito ya estaba colgado. De hecho, la película tardó años en estrenarse en Reino Unido, tradicionalmente bastante castrador en cuanto a la libertad cinematográfica.

Los aficionados a las salas de versión original y a las revistas especializadas se alborotaron ante un film tan original como plagiador, tan genérico como personal. Se trata, en fin, de contradicciones inherentes en el cine de este director, y que son precisamente las que lo hacen grande.

Copyright del artículo © Vicente Díaz. Reservados todos los derechos.

Vicente Díaz

Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad Europea de Madrid, ha desarrollado su carrera profesional como periodista y crítico de cine en distintos medios. Entre sus especialidades figuran la historia del cómic y la cultura pop. Es coautor de los libros "2001: Una Odisea del Espacio. El libro del 50 aniversario" (2018), "El universo de Howard Hawks" (2018), "La diligencia. El libro del 80 aniversario" (2019), "Con la muerte en los talones. El libro del 60 aniversario" (2019), "Alien. El 8º pasajero. El libro del 40 aniversario" (2019), "Psicosis. El libro del 60 aniversario" (2020), "Pasión de los fuertes. El libro del 75 aniversario" (2021), "El doctor Frankenstein. El libro del 90 aniversario" (2021), "El Halcón Maltés. El libro del 80 aniversario" (2021) y "El hombre lobo. El libro del 80 aniversario" (2022). En solitario, ha escrito "El cine de ciencia ficción" (2022).