Bo Hopkins es un actor que he apreciado mucho. Pese a su cara de sureño loco, siempre lo encontré extrañamente atractivo, y lo uso regularmente en el reparto de actores recurrentes en la escenificación mental de mis lecturas de ficción.
Obviamente, su papel más recordado es el del joven psicópata de Grupo salvaje (1969), de Sam Peckinpah, pero ha salido en mil películas y series psicopateando culos en mayor o menor grado y con la capacidad de inquietar intacta.
Pocos días antes de su muerte, lo disfruté en Tentáculos (1977), de Ovidio G. Assonitis, una de esas pelis oportunistas italianas que salieron a rebufo de Tiburón (1975), de Steven Spielberg. Decían que era malísima y a mí ya ni me lo pareció: en parte por Bo, que como ciudadano estadounidense tiene derecho a ser el héroe en una italianada y a darle su tempo de Actors Studio a una serie Z; en parte por John «tenemos más de un problema» Huston hablando de nada con Shelley Winters para rellenar metraje, destilando los dos un buen rollo contagioso pese a lo mal que él me cae; y sobre todo porque sólo los italianos saben hacer pelis de terror con una narrativa impredecible y trufadas de temas melódicos que provistos de letra podría cantar Julio Iglesias con la orquesta de Rafael Ferro.
Hopkins dejó su perezosa huella con Peckinpah en otros títulos ‒La huida (1972) y Los aristócratas del crimen (1975)‒ y también acompañando a Burt Reynolds en El hombre que amó a Cat Dancing (1973), de Richard C. Sarafian, y Los traficantes (1973), de Joseph Sargent. Ojalá hubiera seguido en el «Burt pack» junto a Ned Beatty & Cia, por ejemplo haciendo de su compadre camionero en Los caraduras (1977) ‒lo hubiera bordado‒, pero Jerry Reed lo sustituyó con un desgaire sureño similar, y encima cantaba.
Bo Hopkins tenía una de esas caras que no se olvidan. Arqueaba las cejas como un tímido a la defensiva, ese «chico malo» que no quiere hacer ‒o que le hagan‒ daño, y por eso me caía bien; pero a la que se soltaba, sus tics faciales empezaban a dar miedo. Con los años se le empezó a limar la jeta, perdió angulosidad y ya no fue tan feo, ni por tanto tampoco tan guapo.
Yo creo que él también se daba cuenta y por eso sus fotos de viejo despiertan tanta, tantísima pena, más que su muerte, que le llegó a una edad provecta (falleció en Los Ángeles, el 28 de mayo de 2022, a los 84 años).
Seguiré metiéndole en mi troupe de actores imaginarios de mis lecturas a poco que tope con personajes inestables, rebeldes, chulescos, psicóticos y molones.
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