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«Top Gun» (1986): aviones de combate y sincretismo pop

He aprendido unas cuantas cosas gracias al cine, y creo que esa fue la razón por la que se instaló sin remedio en mi inconsciente. Siempre me asombró la cantidad de títulos que podía procesar. Por ejemplo, en octubre de 1986, al poco de cumplir dieciocho años, estaba dispuesto a tolerar casi cualquier película.

Antes de que se apagaran las luces, ya tenía la impresión de que lo que ofrecía la pantalla era un buen sustituto de la vida. O por lo menos, un tránsito a otro mundo: un mundo en el que no resultaba pedante recitar de memoria qué actores trabajaban en Delta Force o en Los Inmortales, y en el que era posible trazar un mapa secreto de la ciudad visitando los cines de cada barrio.

Ya sé que es ponerme sentimental, pero si esa época pudiera resumirse con una anécdota, sería la que voy a contar aquí.

Un día que me desperté temprano, descubrí un programa de radio, no recuerdo en qué emisora. Me atrajo porque hablaban de los estrenos más recientes. Ya no lo tengo claro, pero creo que el locutor citó Memorias de África, Cobra, el brazo fuerte de la ley, Indiana Jones y el templo maldito… El caso es que, en un momento dado, improvisó un concurso: «El primer oyente que nos llame y responda correctamente a nuestra pregunta ganará dos entradas gratis para ver Top Gun«.

Dos entradas, como lo oyen.

Concentré mi atención. El locutor hizo una pausa: «La pregunta es… ¿Qué batalla se cuenta en la película La carga de la Brigada Ligera?».

Apresuradamente, marqué el número de teléfono de la emisora. Sonó un repiqueteo, se hizo un silencio y entonces escuché el eco de mi voz al otro lado del auricular. «¡Balaclava! ¡La batalla de Balaclava!», grité.

En la taquilla del cine Gran Vía me dieron las dos entradas. Mi pareja y yo éramos parte de la heterogénea clientela que esperaba a la entrada. Por supuesto, queríamos que Top Gun nos gustara. Y de hecho, así fue. El lema publicitario que aparecía en los carteles lo dejaba bien claro: «Allá en lo más alto con lo mejor de lo mejor». ¿Quién podía resistirse a una promesa tan rotunda?

Aunque el argumento se veía venir, disfrutamos a lo grande con aquel festival de acrobacias aéreas. Una parte de mí, con los prejuicios de quien ha leído demasiadas críticas, rechazaba sus similitudes con Oficial y caballero. Y sin embargo, me dejé ganar por aquella historia de amor, amistad y fetichismo militar, narrada como si fuera un carísimo videoclip.

Como sucede con la amistad, nuestra relación con las películas va cambiando a medida que pasan los años. A decir verdad, volví a ver la película en VHS unas cuantas veces, y me fue atrayendo cada vez menos. Incluso dejó de gustarme. Hasta que llegó ese momento crucial en el que, no hace mucho, la nostalgia volvió a debilitar mi voluntad y regresó el entusiasmo.

Ahora hay una cosa que tengo por segura, y es que para el resto de mi vida, Top Gun será exactamente lo que sentí en 1986: un portaaviones cargado de tipos arrogantes, acrobacias espectaculares y canciones pegadizas.

¿Y qué decir de su calidad cinematográfica? En fin, esa es otra historia. Aunque Top Gun tiene bastantes momentos olvidables, también es una inmersión directa en los tópicos de los ochenta. ¿El orgullo americano durante la Guerra Fría? Por supuesto. ¿Aeronaves plateadas surcando el espacio? También. Y además, el sonido de los sintetizadores con arreglos pop. La lista sigue: sudor, músculos, gafas Ray-Ban, cazadoras de cuero con parches… Y por supuesto, héroes jóvenes, tan ansiosos por el triunfo que parece que tienen una deuda imposible de saldar.

Como tantas otras cintas de la época, en esta se advierte un toque retro que parece abrir la puerta a la década de los cincuenta. ¿Se imaginan un Top Gun rodado en esa época?. Es fácil. Si se hubiera fotografiado en Technicolor y estuviera protagonizada por Rock Hudson y Tony Curtis, quizá hablaríamos de un clásico menor del género bélico.

El germen de la película fue un artículo publicado por Ehud Yonay en el número de mayo de 1983 de California Magazine. «A una velocidad de vuelo Mach 2 ya 40.000 pies sobre California, siempre es mediodía», escribe Yonay. «Si estás sentado en la cabina de un F-5 y pones tus manos en los costados, tus dedos alcanzan dos barras de metal a lo largo de la base del asiento. Las barras están pintadas con rayas negras y amarillas, una señal de advertencia. Tira hacia arriba y apriétalos, y una carga explosiva te sacará de la cabina y hará que vueles por los aires».

Quien haya visto Top Gun, también reconocerá esta otra descripción del articulista: «El clima es excelente y los pilotos flotan en su burbuja, atravesando una mañana azul y cristalina, al sur de California: cielos despejados sobre un mar despejado, con rizos blancos de espuma arremolinándose alrededor de La Jolla. (…) No es su cohete plateado lo que se balancea, sino toda la vasta cúpula azul del mar y el cielo. No hay subidas ni bajadas, tampoco derecha o izquierda, solo una línea apenas perceptible que separa un azul de otro».

Los pilotos reales a quienes se refiere Ehud Yonay, apodados Yogi y Possum, entrenaban en la auténtica Top Gun, la escuela de combate de la Estación Aérea del Cuerpo de Marines de Miramar. Por razones fáciles de entender, su historia atrajo a los productores Don Simpson y Jerry Bruckheimer, convencidos de que podían elaborar una película de éxito con la ayuda directa de la Armada.

El guión de Jim Cash y Jack Epps Jr. sigue un esquema tradicional: un joven rebelde y egocéntrico (Tom Cruise, en la piel del piloto Pete «Maverick» Mitchell) se enamora de su instructora (la astrofísica Charlotte «Charlie» Blackwood, a quien da vida Kelly McGillis), al tiempo que compite con otro piloto rival (Tom «Iceman» Kazansky, encarnado por Val Kilmer).

El arco del personaje evoluciona tras la pérdida de su mejor amigo (el oficial de radar Nick «Goose» Bradshaw, interpretado por Anthony Edwards). Providencialmente, gracias a los consejos de su mentor (Tom Skerritt como Mike «Viper» Metcalf, oficial al mando e instructor de Top Gun), el bueno de Maverick madura, y en el último tercio del film, se convierte en el héroe que todos esperan.

Aunque la esencia de esta película está en las escenas aéreas, si Top Gun se convirtió en evento es por sus intérpretes. Skerritt y Michael Ironside aportan a sus papeles dignidad y gravitas. Convertidos en pareja, Meg Ryan y Anthony Edwards son los amigos que todos querríamos tener. McGillis seduce a la cámara con gestos muy precisos. Y marcados por su rivalidad dentro y fuera del plató, Cruise y Kilmer actuan con la certeza de que todas las miradas convergen sobre ellos.

Hay momentos en los que Maverick tiene el aire de un lunático. Aunque Cruise puede mostrarse encantador y relajado, también sabe congestionar el rostro como como si hubiera jugado a aguantar la respiración. Tengo algunos problemas con esa etapa juvenil de su carrera, pero está claro que desprende aquí ese carisma que luego no ha dejado de crecer.

La estética del film ya está definida en un anuncio televisivo que había rodado años antes Tony Scott. El concepto de dicho spot me parece poderoso: el conductor de un Saab 900 entra en el coche con gafas de sol y gabardina, emulando la audacia y el orgullo del piloto de un avión de combate Saab 37 Viggen. El uso de filtros y la elegante planificación convierten esa pieza comercial en un clarísimo anticipo de lo que sería la película.

Sacando mucho partido a este preciosismo publicitario, Scott logró que los combates entre aviones estadounidenses y soviéticos parecieran un trasunto entre los cazas imperiales y rebeldes en Star Wars. Esas secuencias de acción no han envejecido en lo más mínimo, y siguen reflejando cómo colaboraron el director de fotografía Jeffrey Kimball, el supervisor de efectos visuales Gary Gutierrez, el coordinador aéreo Dick Stevens y el comandante de la escuela Top Gun Bob Willard.

Que el público de 1986 sintiera qué se experimenta al pilotar un F-14 es todo un logro, y en buena medida, hay que atribuírselo a Clay Lacy, un aviador que desarrolló junto a la firma Continental Camera Systems un sistema denominado Astrovision, que se montaba en el fuselaje de un avión Learjet 35. El empleo de este recurso también fue decisivo películas como Firefox (1982), Armageddon (1998) y Máximo riesgo (1993).

Ni que decir tiene que la filmación aérea fue sumamente peligrosa, a tal punto que el piloto acrobático y camarógrafo Art Scholl murió durante el rodaje, mientras rodaba a bordo de su biplano Pitts S-2.

Por aquellos días, Top Gun se distinguió como una de las películas más publicitadas por su banda sonora. Quien fue joven por aquellos años sabe bien de lo que hablo. Este LP fue mucho más que un superventas, y no solo por los pasajes sonoros electrónicos de Harold Faltermeyer, sino por sus canciones, sobre todo, «Take My Breath Away». Este tema, compuesto por Giorgio Moroder por encargo de Bruckheimer, se convirtió en un hit omnipresente en las emisoras de FM. Sin darnos un respiro, Moroder también compuso «Danger Zone», interpretada por Kenny Loggins, pero esta canción pasó a segundo plano cuando «Take My Breath Away» despertó el interés de Tony Scott. La letra se debe a Tom Whitlock, el mecánico que arregló el Ferrari de Moroder y que se reveló como un letrista de primera. La banda Berlín se ocupó de interpretarlo.

El disco también incluye otra canción de Kenny Loggins, «Playing with the Boys», «Heaven in Your Eyes», de Loverboy, y los clásicos «Great Balls of Fire», de Jerry Lee Lewis, y «You’ve Lost That Lovin’ Feelin'», de Phil Spector, Barry Mann y Cynthia Weil, grabada en 1964 por los Righteous Brothers.

En una entrevista que publicó la revista Variety 35 años después del estreno, Jerry Bruckheimer trataba de explicar las múltiples razones que convirtieron a Top Gun en una película generacional: «No fue fácil. Queríamos a Tom después de que vimos Risky Business y él tuvo sus dudas. Así que conseguimos que volara con el escuadrón Blue Angels en las instalaciones aeronavales de El Centro, California. Condujo hasta allí en su motocicleta. Acababa de terminar una película con Ridley Scott, Legend, y tenía el pelo largo y recogido en una cola de caballo. Los pilotos le vieron y pensaron: vamos a darle un buen paseo a este hippie. Lo subieron a un F-14 e hicieron todo tipo de acrobacias para asegurarse de que nunca volviera a la cabina. Pero sucedió todo lo contrario. Aterrizó y caminó hasta una cabina telefónica. Me llamó y dijo: ‘Jerry, voy a hacer la película’. (…) Volamos a Washington y nos reunimos con el secretario de la Armada, que en ese momento era John Lehman. Entendió lo que Hollywood podía hacer por la Armada, así que me dio su número de teléfono y dijo: ‘Si hay algo o alguien que se interponga en su camino, solo llámeme’. (…) En la secuela [Top Gun: Maverick] todo fue completamente diferente porque después del estreno de Top Gun, el alistamiento aumentó un 500%. Comprendieron que esta es una excelente herramienta de reclutamiento, de modo que fueron aún más útiles y colaboraron en el proceso de filmación con nosotros».

Probablemente el mejor elogio que hoy se puede hacer de Top Gun es que define el espíritu de su época ‒la era Reagan‒, y aunque todo en ella está diseñado para resultar ultracomercial y efectista, llega a verse con esa emoción que generan las viejas películas de estudio. Júzguenlo ustedes mismos.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.