A veces uno siente que necesita cómplices para disfrutar de una película. En el caso de Último tren a Katanga, no solo puedo hablar de un film que me cautiva, sino de uno que también fascina a dos cinéfilos de primera clase: Quentin Tarantino y Martin Scorsese.
Como tributo a la cinta de Jack Cardiff, Tarantino usó en Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009) un corte de la excelente banda sonora de Jacques Loussier. Por la misma razón, dio un breve papel ‒casi un cameo‒ a su rotundo protagonista, Rod Taylor.
Por su parte, Scorsese enumeró en 1978 una serie de «placeres culpables», en la que destacan otra producción bélica bastante descarnada y fatalista, Mercenarios sin gloria (Play Dirty, 1969), de Andre De Toth, y la que nos ocupa, Último tren a Katanga. Esta película, señalaba el director en Film Comment, «fue la más violenta que había visto hasta ese momento. Hay una escena en la que Rod Taylor lucha contra un ex nazi con una motosierra. (…) Es una película verdaderamente sádica, pero debe ser vista. (…) Toma la dirección de una violencia abrumadora. No hay consideración por nada más. La respuesta a todo es matar».
A Scorsese no le falta razón, pero ¿qué es Último tren a Katanga? Por encima de todo, es el relato de una misión peligrosísima. También es una cinta bélica, dentro de esa corriente cínica y brutal en la que, por méritos propios, destaca Doce del patíbulo (The Dirty Dozen, 1967), interpretada, entre otros, por el coprotagonista del film de Cardiff, Jim Brown. Y además de todo eso, es el film donde se reencuentran los dos principales actores de El tiempo en sus manos (The Time Machine, 1960): Rod Taylor e Yvette Mimieux.
Como luego veremos, la trama del film evoca acontecimientos reales que habían sucedido poco antes en el Congo. Jack Cardiff viajó a ese país, y tras hablar con corresponsales que cubrieron su proceso de independencia, sintió que era un tema apasionante. En su autobiografía, Magic Hour: A Life in Movies, el realizador aclara algunos pormenores del rodaje: «Último tren a Katanga ‒escribe‒ estaba ambientada en el Congo Belga, pero la filmamos en Jamaica, porque en África no pudimos encontrar el tren adecuado, y eso era una parte vital de la trama. Aunque era una historia muy violenta, la violencia real que vivía el Congo en ese momento era muy superior a lo que podía mostrar en mi película. Durante mi investigación, encontré evidencias tan repugnantes que sentí náuseas. Los críticos se quejaron del contenido violento, pero hoy no levantarían ni una ceja».
El director también comenta en sus memorias la tensión existente entre los dos actores principales, Rod Taylor y Jim Brown, entregados a una competencia de machos alfa que, en un momento dado, casi acabó a puñetazos. Dicha rivalidad, por otro lado, sirvió para que ambos dieran lo mejor de sí mismos en un rodaje que solo podían sobrellevar si estaban dispuestos a tirarse al barro.
La receta de Cardiff ‒que podemos resumir en esa intensidad implacable de la puesta en escena‒ obró milagros. Angustiosa, épica y realista, Último tren a Katanga es, a estas alturas, un clásico de culto que anticipa lo que sería el thriller de acción en los setenta.
La historia que nos narran los guionistas Ranald MacDougall y Adrian Spies resume todo lo que sufrió el Congo tras independizarse de Bélgica. En el peor momento de la rebelión Simba, dos mercenarios, el capitán estadounidense Bruce Curry (Rod Taylor) y su mejor amigo, el sargento congoleño Ruffo (Jim Brown) aceptan un encargo de alto riesgo: viajar en el tren que les proporciona el gobierno del presidente, Ubi (Calvin Lockhart), y rescatar en Port Reprieve a los europeos que sufren la barbarie de los rebeldes. Mientras tanto, también deben recuperar 50 millones de dólares en diamantes, ocultos en el mismo lugar.
Entre los combatientes que acompañan a Curry nos encontramos con un médico alcohólico, Wreid (Kenneth More), un joven teniente belga, Surrier (Olivier Despax), y un mercenario alemán, veterano del ejército nazi, Henlein (Peter Carsten). Este último, por cierto, se inspira en un personaje real, Siegfried Müller (1920-1983), un antiguo oficial de la Wehrmacht que, bajo el apodo de apodado Kongo-Müller, lucía con orgullo su Cruz de Hierro.
[Nota al margen: el cómico Dieter Hallervorden parodiaría años después al mismo personaje en Herencia peligrosa (Didi und die Rache der Enterbten, 1985).]A lo largo de esta aventura, el capitán Curry iniciará una ambigua relación con Claire (Yvette Mimieux), cuyo esposo ha sido asesinado por los Simbas. Por supuesto, los momentos más duros de la cinta suceden en Port Reprieve, un infierno donde la tortura, el saqueo y el crimen son algo cotidiano.
La traducción europea del título original (Katanga en Alemania, Le dernier train du Katanga en Francia y Último tren a Katanga en España) plantea un equívoco. En realidad, la película no se ambienta durante la guerra civil que siguió al intento de secesión de la región de Katanga (1961-1964), sino durante la rebelión Simba (1963-1965).
En términos históricos, el film también se distancia ligeramente de la novela en la cual se inspira, El lado oscuro del sol (The Dark of the Sun, 1965), de Wilbur Smith. Sin salirse del género aventurero, el libro de Smith refleja el impacto que se vivió en Occidente cuando un grupo de soldados irlandeses de la ONU fue masacrado en Leopoldville (Kinsasa) en 1960.
Por lo demás, si uno desea conocer el turbio destino del Congo, puede ver esta cinta de Cardiff y después continuar con otra que, sin pretenderlo, viene a ser su continuación, Patos salvajes (The Wild Geese, 1978), de Andrew V. McLaglen.
Ambas películas ponen el foco sobre el mismo personaje: el mercenario Thomas Michael Hoare (1919- 2020), cuyo destino quedó unido al de ese país que hoy conocemos como República Democrática del Congo.
En este caso, hablamos de un constante naufragio social y político. Casi diría que se trata de una maldición. Tras ser explotado brutalmente hasta 1908 por el genocida Leopoldo II de Bélgica, el Congo Belga siguió siendo una colonia extractiva hasta que obtuvo su independencia en 1960.
La riqueza mineral del país (diamantes, cobre, uranio…) lo convirtió en un punto caliente durante la Guerra Fría. Fue entonces cuando Patrice Lumumba ganó las primeras elecciones libres y ocupó el puesto de primer ministro. Casi de forma inmediata, las regiones mineras de Katanga y Kasai del Sur, aún controladas desde la metrópoli y pobladas por numerosos belgas, pidieron la independencia.
El apoyo de la URSS distanció a Lumumba de sus adversarios internacionales (Bélgica y Estados Unidos) y también del presidente Joseph Kasa-Vubu y del jefe de gabinete (y futuro dictador y cleptócrata) Mobutu.
Tras ser destituido por Kasa-Vubu, Lumumba se convirtió en rehén de esta crisis internacional, en la que intervinieron la ONU y tropas mercenarias de variada procedencia. El hecho de que la CIA y Bélgica participasen en el asesinato de Lumumba ensombreció aún más el panorama. A esas alturas, el país se desangraba y perdía cualquier esperanza. Con el apoyo de Occidente, Moïse Tshombe, antiguo líder de los secesionistas katangueses, se convirtió durante un tiempo en primer ministro (Este es, por cierto, uno de los personajes clave en la trama de Patos salvajes).
Como mercenario, Hoare participó en las dos crisis: la secesión de Katanga y la rebelión Simba (1963-1965). Esta última sublevación no fue, ni mucho menos, un estallido militar al uso.
Hasta cierto punto, la beligerancia de los Simba fue una de las consecuencias del derrocamiento de Lumumba. Los rebeldes organizaron una «república popular» en Stanleyville (la actual Kisangani), que fue reprimida por unidades de mercenarios internacionales. Los Simba eran nacionalistas, y el apoyo chino y soviético los acercó al Bloque del Este, pero sus fuerzas actuaban como una masa indisciplinada, supersticiosa, brutal y dividida en facciones. Embrutecidos por los hechiceros, un conjuro les hacía sentirse inmunes a las balas y los envalentonaba frente a las acciones de contrainsurgencia. ¿Qué podía esperarse de un pueblo así?
Con el apoyo de belgas y estadounidenses, Moïse Tshombe tomó las riendas del país. Para pacificar el territorio, recurrió a mercenarios blancos y a las fuerzas de la antigua gendarmería colonial. Mientras tanto, los Simba ejecutaban a miles de congoleños occidentalizados. Tras haber desatado una guerra nihilista y sin reglas, estaban dispuestos a cometer las peores atrocidades. ¿Sus victimas? Los europeos que aún no se habían exiliado del Congo tras la independencia, y que aún vivían en una zona con enormes riquezas minerales que ambicionaba tanto el bloque soviético como el occidental.
Durante esa rebelión, Hoare combatió junto a viejos camaradas, como el comandante Alistair Wicks. Sus hombres, obviamente, no eran tipos con buenas referencias, pero Hoare les impuso una rígida disciplina y un liderazgo inflexible. Entre aquellas tropas, había ingleses, belgas, sudafricanos, rodesianos y alemanes, y lo cierto es que no solo amedrentaron a los congoleños, sino a las fuerzas de las Naciones Unidas.
No es difícil entender la razón por la que Tshombe recurrió a mercenarios extranjeros y no a militares locales. Desde el punto de vista político, temía que la Armée Nationale Congolaise, al mando del general Mobutu, se rebelara contra él.
Resulta difícil no ceder a la tentación de establecer un paralelismo entre Último tren a Katanga y la Operación Dragón Rojo, que llevó a Hoare hasta Stanleyville. Con el apoyo de paracaidistas belgas y de pilotos cubanos exiliados, estos últimos coordinados por la CIA, los mercenarios del Quinto Comando consiguieron liberar a 2000 rehenes de los Simba.
El salvajismo con el que los Simba trataron a estos europeos (monjas, misioneros, empleados de las minas…) es casi inenarrable. Las matanzas, torturas y violaciones fueron continuas, y por consiguiente, a los medios de comunicación les resultó fácil convertir a los mercenarios en unos heroicos libertadores.
Hay otro detalle interesante, relacionado una vez más con la Guerra Fría, y es que los Simba contaron con la asesoría de Ernesto «Che» Guevara y otros oficiales de la dictadura cubana.
“Diariamente ‒escribió el propio Hoare‒, decenas de congoleños fueron asesinados. El alcalde de Stanleyville, un hombre muy respetado y poderoso, se vio obligado a permanecer desnudo ante una turba frenética de Simbas mientras uno de ellos le cortaba el hígado. Luego se lo dio a la multitud, para que se lo comiese aún caliente y palpitante, mientras la víctima agonizaba. (…) Entre los prisioneros en Stanleyville se encontraba todo el personal del consulado estadounidense, todos arrestados desafiando las convenciones diplomáticas y recluidos en la cárcel por el único motivo de que sus vidas eran un medio para preservar el tambaleante régimen rebelde. Pero toda la furia del gobierno rebelde cayó sobre el desafortunado Dr. Paul Carlson, un estadounidense cuya vida se había dedicado a curar a los congoleños enfermos”.
Por desgracia, el fatalismo que refleja en su desenlace Último tren a Katanga responde a lo que sucedió tras aquella operación de rescate. La elite local, representada por figuras como el político e intelectual congoleño Léopold Sylvère Bondekwe (a quien podemos vincular con el personaje interpretado por Jim Brown) fue arrancada de raíz.
Tras vencer a los Simba, Tshombe perdió el poder. Su secuestro y muerte fueron romantizados, con evidente melancolía, en Patos salvajes. Tras el golpe de Estado que derrocó a Kasa-Vubu en 1965, la dictadura del general Mobutu volvió a demostrar que la violencia y la corrupción eran los dos males endémicos del país.
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