Quizá un avezado lector se lamente del fecundo como desconocido número de poemas inéditos de gratificante elocuencia guardados en la noche de tantos cajones sin voz, o dormidos en la grafía de publicaciones de corto recorrido y escasa distribución. Poemarios en todo caso ocultos en los espacios cada vez más recónditos de las librerías, pese a su elaborada creatividad concebida en sueños y duermevelas, o quien sabe si en atardeceres de emocionada reflexión. Versos como delicadas cuerdas de un arpa apagadas por la estridencia actual de un mundo ajeno, huérfano de la armonía que debiera habitar en su conciencia hirsuta, incapaz de captar la sucesión de un bello arpegio.
Hace poco tuve la oportunidad de comprobar esa orfandad en un espléndido poemario desconocido, fruto de la feliz iniciativa de la Junta del barrio de Tetuán de Madrid. Un pequeño formato que recoge las composiciones del XI Certamen Literario Leopoldo de Luis de poesía y relato corto (octubre 2019). De entre todas las composiciones me reclamó la atención una de ellas denominada Mar Vertical, del poeta, escritor y crítico cinematográfico Javier Mateo Hidalgo, ganador del Accésit de este concurso. El título, un perfecto oxímoron, crea en el lector una vaga inquietud, porque la extraña verticalidad de un paisaje marítimo insinúa una naturaleza alterada, propia de una visión fantástica que recuerda a la irrealidad que Bioy Casares creara en La invención de Morel. Esa ausencia de lo horizontal quizás simule una trampa para el lector que cree estar envuelto en un holograma fílmico, o quien sabe si es el ardid del propio autor que en su zozobra solo tiene ojos para un mundo, su mundo, que ha perdido la estabilidad. En todo caso, el concepto abstracto que representa el título del poema transmite la huella psíquica de la ausencia de un horizonte, del dramatismo que provoca un futuro inexistente.
El Mar vertical de Mateo Hidalgo, cristalizado estróficamente según la exigencia de su prosodia, escoge la vía de la catarsis en la monocromía de una oscuridad bituminosa que agoniza ante la sombra del paraíso perdido de su niñez. De su lectura se desprende una dolorosa soledad e introspección que el autor transmite con inusual belleza y profundidad. Escribía Rabindranath Tagore que “La fe es el pájaro que canta cuando la aurora está oscura”. ¿Será acaso esta cuestión por la que el autor llora su expulsión de ese paraíso, ahora errabundo en una juventud fallida?:
Largo viaje de vuelta
desandando la noche, gran bosque oscuro,
para llegar finalmente hasta ti, como peregrino arrepentido.
¡Y ahora tú me niegas tu acceso!
De su extravío da cuenta una adjetivación vacía de luz, sombría: “bosque oscuro”, “veo llegar la noche”, “oscuridad más absoluta”, “faro sin su ojo de cíclope” además de una serie de versos que sugieren la inminente llegada de una nocturnidad sin un alba que la ilumine:
Un sol de atardecer que ciega.
Lejos se adentra, inalcanzable
promesa incumplida, ya muere
y yo veo llegar la noche.
Existen numerosos estudios sobre los símbolos nictomorfos. En este sentido, Gilbert Durand en Las estructuras antropológicas del imaginario se enfrenta al sentimiento de la angustia relacionada con el impacto del negro, la ausencia de luz. Durand cita a Eugen von Böhm para puntualizar que la angustia del negro “estaría psicológicamente fundada en el miedo infantil al negro, símbolo de un temor fundamentalmente al riesgo natural, acompañado de un sentimiento de culpabilidad”. La valoración negativa del negro, según P. Mohr en Psychiatrie und Rorschach, “significaría pecado, angustia, rebelión y juicio. (…) Se observa que los paisajes nocturnos son característicos de los estados depresivos”. En algunos versos resulta evidente ese sentimiento de culpabilidad al que se refiere Böhm, pues refiriéndose a la nostálgica infancia, el autor escribe:
Tantas cosas debieron suceder
que yo dejé de ser niño, me olvidé de ese mundo que me rodeaba.
En la noche inminente, tras la desaparición del sol de atardecer, el poema revive de nuevo la angustia de un proceder equivocado. Pero ¿dónde estuvo el equivoco? Si es que llegó a existir. ¿Se equivocaron quizá los demás? ¿Por qué arrastra una culpa ajena?
¿Una condena en vida?
Es el peor de los castigos
ver esta su desaparición.
Será quizá mayor condena
vivir pensando en su mirada,
el haberla sobrevivido.
Además del perturbador oxímoron Mar vertical que da nombre al poema, Mateo Hidalgo nos proporciona otros dos bien construidos “ojos cegados por la ausencia de luz” y “demacrada juventud”. Sobre esta última figura, sorprende el adjetivo “demacrado” sinónimo de descolorido, triste, decaído, incluso hasta de cadavérico en una postrera acepción del término, para referirse a una etapa de su vida en la que el autor no encuentra su lugar. De ahí la constante búsqueda de la niñez, de una infancia feliz de “cadenetas y banderines, banquete anunciando el mediodía, de casas que pintaban colores que refrescaban el verano y las tres edades (en referencia a la familia), conversaban con ropa nueva, elegante”. Muy sugerente resulta la comparación de la particular Arcadia, microcosmos idealizado por el autor, con la evocación del azul espiritual de Rubén Darío, que desde su madurez evoca la lozanía vigorosa, la del divino tesoro que ya no volverá, esa a la que Javier Mateo califica de demacrada. Extraviada quizás, que no se acomoda a la pureza interior. ¿Quién destruyó la virtud tan llorada por el autor? ¿Solo un ángel fue testigo de esa destrucción?
De nuevo volví a ver al hombre alado
descansando de su vuelo,
apoyado sobre la rama de aquel extraño árbol.
Miraba cómo miraba arder la civilización, a lo lejos.
Sobre una de sus manos portaba una espada.
Pude preguntarle a qué había venido,
pero no quise interrumpir su melancolía.
El poeta es un fingidor, escribía Pessoa, que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente. Y en sus imágenes oníricas, nuestro autor intenta mitigar ese sufrimiento con sus ensueños de color, “puente japonés sobre río de nenúfares”. Aunque la búsqueda de un lirismo reparador queda borrada por una realidad destruida, abandonada e invadida, “por la conquista de una hiedra sobre una abadía en Eldena”, el monasterio cisterciense alemán de muros agonizantes, todo un símbolo del espíritu destrozado de Mateo Hidalgo, cuya inquietud finaliza junto a la playa de ese Mar vertical que le atenaza. Desde la orilla se vislumbran la mirada del niño perdido en la lejanía del tiempo:
dibujado en él hay dos ojos
que me observan y se divierten
inocentes de travesura
los veo ahora y por ello existen.
Bajo los ojos, su sonrisa
un sol de atardecer que ciega.
Lejos se adentra, inalcanzable
promesa incumplida, ya muere
y yo veo llegar la noche.
Pessoa en su Cancionero escribía:
Quien tuviera un sosiego a la orilla del ser
como el que junto al mar la mirada desea.
El autor de Mar vertical, en su crisis existencial al más puro estilo de Hesse en su Lobo estepario, no encuentra ese sosiego del que habla el poeta portugués. Es más, se lamenta de la inutilidad de su grito de soledad en la playa desierta: “nadie podía escucharme”. Su deseo de atravesar la puerta babilónica del Ishtar, lapislázuli, azulada, como la añorada juventud de Darío, resulta inútil para escapar del inframundo en el que se halla instalado “Hades presente”. Todo es inútil, todo se vuelve sombrío en la tiniebla de una noche sin fin, la de una tristeza infinita escrita en la fragilidad de la arena: “Yo, el hombre ciego”.
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