«Cuando sequé mi cara y me miré en el espejo, me vi limpio. No había esperado verme limpio».
Después de años, he vuelto a un valor seguro: William P. McGivern, uno de mis autores favoritos de género negro, de esa década de los 50 más psicologista ‒y con la que me identifico más‒ que el período dorado de los años 20-30. Nunca me cansaré de recomendar su policial antirracista Contra el mañana (Odds Against Tomorrow, 1957), mucho más satisfactorio en términos argumentales que la explosiva versión para cine dirigida por Robert Wise.
Heaven Ran Last es su segunda novela oficial y se nota en ciertos titubeos y lugares comunes. Podría haberse retitulado El cartero siempre llama tres veces.
Sí, es la historia de dos amantes, Johnny y Alice, que deciden matar al marido de ella cuando éste, Frank, regresa a los USA tras tres años combatiendo en la II Guerra Mundial: pero lo harán de un modo deliciosamente retorcido, preparando una escena de presunta infidelidad de Alice con su patrón para que el recto exmilitar los sorprenda, mate al falso amante y la Ley lo envíe directamente a la silla eléctrica. Frank demuestra ser más blando de lo que parecía y sólo noquea al tipo al descubrir el supuesto adulterio: y es Johnny quien finalmente lleva a cabo el asesinato para cargarle el mochuelo a Frank…
Otros autores sólidos de la época como William Irish o Charles Williams hubieran optado por narrar esta trama básica adoptando el punto de vista del inocente injustamente acusado del crimen para hacernos sufrir al situarnos desde la perspectiva de la víctima; McGivern en cambio escoge a Johnny como narrador y esa voz canalla le funciona de maravilla. Desde el principio, Johnny piensa y hace cosas que no nos gustan, por lo que no vamos a angustiarnos demasiado si al final fracasa en su operación. Con lo que sufrimos es con los daños colaterales, porque en su espiral de desespero, el protagonista mata a más personajes.
Una pena que no podamos conocer mejor a la prometedora Alice, su amada cómplice, puesto que ella queda fuera de la acción durante gran parte de la intriga. A cambio, conocemos a Marie, jovencita impresionable a la que Johnny seduce y con la que se compromete con el solo fin de construirse una coartada la noche del primer crimen.
Marie es el personaje más interesante de la trama, una chica rural con sueños casamenteros que se deja deslumbrar ante los gestos lujosos de Johnny, pero que fiel a sus parámetros sencillos, se viste de picnic informal cuando es invitada a las carreras de caballos, en lugar de mostrar sus mejores galas como hacen todos los aspirantes a pijos de la ciudad. Acaba siendo el único personaje al que te gustaría que las cosas le salieran bien.
Sin ser tan esmerada como la de James M. Cain, la prosa hard-boiled de McGivern nos regala por medio frases contundentes y gozosas como “el tipo sentía inclinación por Alice desde que ella trabajaba allí, pero nunca había conseguido nada que un par de ojos no supieran manejar” o “sacó cinco billetes que aquel grueso fajo no iba a echar de menos”. Siempre va al grano y nunca embauca. También encauza de maravilla esa especie de desesperación y desencanto de posguerra que alumbrara tantos cínicos títulos de peso en esos años.
En conjunto, tres o cuatro horas de sabrosa lectura en base a los clichés criminales de siempre, que uno puede imaginarse perfectamente plasmados en una versión para la gran pantalla con los mismos tics estilísticos del Criss Cross de Robert Siodmak y hasta con sus mismos protagonistas: Burt Lancaster, Yvonne de Carlo y Dan Duryea. ¡Curiosamente rodada el mismo año!
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