La primera ocasión de todas se debió a un asalto a mano armada en el barrio limeño de Lince. Nunca había visto una pistola apuntada contra mí, ni sentido un cañón apoyado contra mi pecho. ¡Pero quién no ha sufrido un asalto a mano armada en Lima! Eso no tiene mérito ni chiste.
Las otras dos ocasiones son las graciosas, porque ambas desembocaron en situación de peligro por mi culpa. Y es que debo contaros primero que soy un hombre de una pasividad asombrosa. Tal vez mis padres me criaron con la humildad excesiva de su origen humilde, pero ese rasgo apocado ha marcado mi vida y mi fracaso como persona. No he sabido nunca reaccionar a tiempo en los momentos claves: no supe aprovechar el éxito de mi primer libro, no me decidí a construir una familia ni apenas una situación hogareña estable, tampoco pronuncié las lisonjas adecuadas para infiltrarme en alguna camarilla de escritores poderosos… ¡ni siquiera he sido capaz de animarme nunca a votar!
Para más inri, tampoco sé conducir…
Y hace pocos años descubrí que además soy INCAPAZ de despertar a un conductor que se duerma al volante cuando viajo con él. Un mal entendido concepto de la cortesía rural y mi miedo provinciano a importunar me lo impiden, especialmente si conduce un desconocido. ¡Me paraliza el pudor!
Se trata de una tara que durante mi vida solitaria en el Perú me metió en ese par de situaciones arriesgadas:
–En un taxi de madrugada al aeropuerto de Lima, nada más salir de la rectilínea carretera costeña, reparé por el reflejo del retrovisor en que el taxista empalmaba cabezadas y se dormía sin remisión. Permanecí varios minutos fascinado con su decaimiento progresivo, sin animarme a avisarle ni a reprocharle, lastrado por mi sentido de la educación y mi respeto al azar: en verdad nunca he sido capaz de decirle a alguien cómo debe hacer su tarea, aun en detrimento mío (cuando aún tenía trabajos normales, también perdí varios ascensos por no contrariar a subordinados celosos). El tipo se adormiló definitivamente y, justo cuando el coche se desviaba ya del carril hacia la oscuridad total, volvió en sí y rectificó la trayectoria de un volantazo.
En vez de ira sentí pena por él y hasta le di propina cuando me dejó frente a la entrada de vuelos internacionales.
–Un par de años más tarde y hallándome junto a una decena de turistas, poco antes del amanecer, dentro de una furgoneta con destino al Valle del Colca, el conductor que nos trasladaba entre lomas empezó a imitar a sus pasajeros dormidos y a rendir la cabeza de cansancio. Por el retrovisor vi también cómo se le cerraban los ojos. Asustado, traté de luchar contra la timidez que me congelaba en mi asiento al fondo del vehículo, debatiéndome en frenéticos pensamientos que fracasaban en hallar un modo delicado de advertirle…
Sólo pude buscar con la mirada la del único otro pasajero despierto: una chica holandesa a la que con gestos urgentes revelé el sombrío panorama que nos esperaba. Ella también quedó desconcertada unos segundos –¡otra con exceso de decoro!– y, justo entonces, para suerte de todo el cargamento humano de la furgo, un autoestopista se plantó en medio del camino y llamó la atención del conductor, que salió de su letargo y frenó de inmediato: al desconocido se le había estropeado el camión y necesitaba que lo acercaran hasta nuestra parada final para avisar a un taller. Afortunadamente, sentado de copiloto, brindó conversación de sobras al chófer para que este reanudara la ruta con los ojos abiertos, o fácilmente hubiéramos podido caernos ladera abajo como tantos buses allá.
Y hubiéramos podido morir todos por culpa mía…
En fin, ahora que estoy lejos del Perú y me mata la nostalgia, sólo espero de la vida que me permita algún día estar a punto de morir allí una cuarta vez…
Imagen superior: Autobús en las cercanías de Ascora, Perú. Autor: W. Bulach, CC.
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