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La lucidez de D.H. Lawrence

Tengo la sensación de que en España hemos leído mal (o no hemos leído) a D.H. Lawrence, especialmente su clásico El amante de Lady Chatterley (1928).
En Gran Bretaña, la obra estuvo prohibida por obscenidad durante décadas y su autor acabó asqueado de su nación y se autoexilió por otras varias hasta su muerte a los 45 de tuberculosis. Ahora le quieren hacer un parque temático en su pueblo, pero por suerte los herederos se niegan a repatriar sus cenizas desde Nuevo México.

Aun así, y ésta es una reacción reiterada que he percibido desde los años 80, muchas personas ‒sobre todo en el ambiente más o menos «intelectual» que yo haya podido transitar‒ lo desdeñan con un convencido «literatura para burgueses». ¡Cuando es justo todo lo contrario!

La última vez que discutí sobre El amante de Lady Chatterley fue con un curtido editor marxista ‒como su mayor defensora en nuestras letras, la escritora Belén Gopegui‒, experto en cómic y pornografía que ¡aun así! despreciaba a Lawrence porque lo consideraba un señorito. ¡Al hijo de un minero y probablemente el autor inglés de origen más humilde de su generación!

Sinceramente, sospecho que lo único que muchos han leído de esa novela es su título…

Tardé en acercarme a esta obra ‒y en general a D.H. Lawrence, quien para mí encarna la sensibilidad extrema del realismo británico del siglo XX‒, por culpa de ese prejuicio clasista que flotaba en nuestro entorno cultural, hasta que me asomé a su legado y me di cuenta de que me veía mucho más reflejado en él que en Sade (¡afortunadamente!), Nabokov (afortunadamentex2), Henry Miller u otros presuntos perversos: de todos ellos me quedo con Sade ‒como lector‒ y de espíritu con la fabulosa Catherine Millet: no en vano después de su fantástico La vida sexual de Catherine M. escribió Amar a Lawrence. Este me interesa también más que infinidad de autores que escriben mejor, si por escribir mejor entendemos una preocupación por el estilo (o la estilización, sería más acertado decir) que él, sencillamente, no posee.

Lawrence se rio de todo y de todos antes que nadie: de los capitalistas, de los protofascistas, de los beatos, de los colectivistas y de cualquier otro oscurantismo ideológico que pretenda explicar al ser humano por razones exclusivamente EXTERNAS y que base su doctrina de vida en una idealización tomada como acto de fe (un dios moral, el libre mercado, el buen salvaje).

Se rio ‒¡se ríe aún en esas páginas! ‒ de las consignas y de los que vuelcan sus insatisfacciones íntimas en causas ‒justas o injustas‒ que inevitablemente convierten en sectarias con el solo fin de inflar su ego e infligir insatisfacciones sumarias en los demás, sobre todo cuando el parámetro escogido como criterio exclusivo de desarrollo humano es la riqueza material. Se opuso a la cosificación y simplificación de las personas por sus opciones políticas: opciones que desde la llegada de la sociedad moderna parecemos obligados a enarbolar sí o sí, con el objeto de sostener el destino de un mundo que siempre nos ha quedado grande, por mucho que Piqueras y los tuiteros nos digan otra cosa para que estemos pendientes.

La perspicacia visionaria de Lawrence desde hace más de un siglo ‒desde por lo menos Hijos y amantes, de 1913‒ para identificar los ríos profundos del deseo humano y desmontar el andamio burgués de nuestras civilizaciones resulta sencillamente asombrosa; así como ya ridiculizaba nuestro progresivo aburguesamiento, ése que ha provocado que hoy día un ciudadano gay no sea capaz de decirle a su pareja que ha participado en una orgía y justifique las evidencias con un asalto inexistente, por haber asumido todos los tabúes y comportamientos «respetables» que hasta ahora sólo arrastraban jesucrísticas las parejas heteros… Su capacidad de empatía con personajes de cualquier clase y condición social es prodigiosa. Su talento para crear personajes femeninos no tiene rival en la literatura de su sexo ‒perdóname, Moll Flanders‒. Y, finalmente, su habilidad para escandalizar a la sociedad bien pensante con sus novelas y cuentos no es una «habilidad», porque Lawrence no es un epatador de pacotilla a lo Miller: Lawrence no construye sus textos a base de tropicazos ni calcula fríamente cómo serán recibidos; él escandaliza porque es NATURAL. Porque habla ‒y escribe‒ con naturalidad de todas las cuestiones. Y escribir con naturalidad de todas las cuestiones era tabú hace un siglo y lo sigue siendo en éste: lo natural escandaliza, especialmente en un sector tan sorprendentemente pacato, pijo y sumiso a las jerarquías de poder mediáticas ‒¡a cualquier jerarquía de poder! ‒ como es nuestra literatura de autor.

Lawrence no escandalizaba con sus libros porque éstos fueran pornográficos, sino porque trataba el sexo con la misma despreocupada preocupación y atención al detalle con que trataba las relaciones sociales, laborales, familiares… mientras muchos otros se dedicaban (se dedican) a mantener convenientemente corrida la cortina de su alcoba como si fuera la del pozo séptico y estuviera el jefe de visita. Como si siguiera siendo, según las buenas maneras heredadas de los pudientes, «desagradable» cruzar ciertos umbrales…

Ciertamente, los editores lo desaconsejan. El «buen gusto» ikeano sigue imperando, no se nos vayan a espantar los clientes.
Gracias a haber seguido su instinto, en el haber de D.H. Lawrence hay varias novelas ‒largas y cortas‒ y un montón de cuentos deslumbrantes, entre los que destaca ese tan insuperable sobre la homosexualidad reprimida («El oficial prusiano»).

Y también se atrevió a escribir El amante de Lady Chatterley, una de las novelas del siglo XX que más y con mayor lucidez hablan de nosotros HOY.

No deja de ser interesante que tanta gente lo ignore o esté interesada en mantenernos en la ignorancia.

Imagen superior: Viñeta de Patricia Breccia perteneciente a la novela gráfica «El amante de Lady Frankenstein», nuestro homenaje/relectura de «El amante de Lady Chatterley» de David Herbert Lawrence. Creo que el cómic es el medio narrativo más libre que hay en España. Paradójicamente, porque es un medio sin el dinero, la fama y el prestigio del cine, la tele o la literatura. No hay tanto lobo manejando fondos públicos ni tanto narcisista patológico, casi sólo gente que ama lo que hace. Por eso mismo yo puedo escribir cómics sin miedo a que me amenacen por denunciar mafias culturales o a que «colegas de oficio» pidan en la prensa que prohíban mi obra, como me ha pasado en otros medios. El cómic, aunque cada día se está institucionalizando más, es mi trinchera para escribir con libertad. Y gracias a esa libertad he podido escribir sin coerción alguna esta novela gráfica salvaje, he encontrado una leyenda del cómic que ha puesto toda su pasión y talento en dibujarla, y una editorial (Sapristi Cómic) que apoya a fondo nuestra obra.

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Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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