Es algo inevitable: uno va al cine, y está predispuesto a reconocer los méritos de una película, pero al final, siempre lo hace pensando en todas las películas que vio antes. «Fíjate, ¿no te has dado cuenta? Ese plano parece de Welles. Y aquel personaje ‒sí, claro, la protagonista‒ está escrito como lo haría Cukor«.
Pura rutina, ¿no es cierto? Bueno, pues eso mismo ocurre con la literatura. ¿Quiere esto decir que una crítica debe incluir referentes y comparaciones? Yo creo que sí. Los grandes escritores lo son tras un proceso darwinista.
No basta con decir «Qué bien escribe». Aquí la estirpe, como sucede en la evolución de las especies, supone siempre una ventaja. Un plagiador de Dan Brown y un heredero de Nabokov pueden compartir el mismo entusiasmo, pero a la hora de salvar su memoria, el segundo lo tendrá mucho más fácil en los suplementos literarios y en eso que llamamos posteridad.
Intro 1. No sé a quién le importará, pero he leído Los años extraordinarios con un condicionante (o al menos, a mí me lo parece). He conversado con su autor. La primera vez que entrevisté a Rodrigo Cortés fue en 2010. El lugar: un despacho en la sede de Warner Bros, poco después de un pase de prensa de Buried. Volví a encender la grabadora en otras ocasiones. La última, días después de ver Blackwood, en un hotel de la Gran Vía madrileña. A esas entrevistas se añade otro detalle familiar: mi hijo admira a Rodrigo. Muchísimo. Es más: escribo esta reseña tras haberlo acompañado para que el novelista le firmase un ejemplar. Pura anécdota, lo sé. Pero imagínense qué compromiso si no me gustara el libro.
Intro 2. Vuelvo a los referentes. Los míos, quiero decir. Todo lector ‒aficionado o profesional‒ es un nostálgico. Nuestra identidad se dibuja gracias a los libros que leímos antes de cumplir los treinta. La cosa es que yo lo tengo bastante claro. Pasé de los clásicos juveniles a la «otra» generación del 27. La de Miguel Mihura, Enrique Jardiel Poncela y Edgar Neville. Siguiéndoles la pista, conocí a otros dos colaboradores de La Codorniz: Álvaro de Laiglesia y Rafael Azcona. Casi por la misma época, me obsesioné con el realismo mágico, las viejas leyendas y las historias sobrenaturales, lo que me llevó a cruzarme con Joan Perucho y Álvaro Cunqueiro. Tras leer Automoribundia y Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías, también descubrí que Ramón Gómez de la Serna formaba parte de esa España heterodoxa. En fin, el caso es que me ocurrió con la obra de todos ellos lo mismo que les sucede a los coleccionistas de discos: mi felicidad ascendió a razón de un palmo por cada rareza que añadía a mi biblioteca.
Todo lo anterior no es otra cosa que mi «pistola de Chéjov». La razón por la que Los años extraordinarios ‒ya se lo temían, ¿verdad?‒ me ha tenido unos cuantos días cavando hoyos en mis recuerdos literarios.
Cortés reinventa el siglo XX a través de las memorias de un personaje, Jaime Fanjul, cuya vida está llena de renglones torcidos y de sucesos inconcebibles. ¿Quieren un ejemplo? Cedo la palabra al protagonista: «Mi nombre es Jaime Fanjul Andueza, hijo de Ramón Fanjul y de Conchita Andueza. Nací en Salamanca recién estrenado el reinado de Carlos VII, en el periodo de transición consensuada entre la IV y la V repúblicas. Siempre me pareció civilizada la costumbre, tan española, de alternar república y monarquía de forma apacible: treinta años para cada régimen, para evitar la queja. O para concentrarla».
Por maravillas como esta, sitúo la novela de Rodrigo Cortés en coordenadas similares a las que ocupan los autores que ya comenté. Vuelvo a pensar en dos magos como Cunqueiro y Ramón. Pienso asimismo en la ternura elegante de los textos de Neville. Y también, ¿por qué no?, en el gusto por lo sobrenatural y el sentido de la maravilla de Perucho. O en el ingenio codornicesco de Tono y de Mihura. Pero sobre todo, pienso en el humor de Jardiel y en su dominio del absurdo.
Cuando Cortés se pone las gafas de Jardiel, Cunqueiro y compañía, nos demuestra que su literatura es ‒para empezar‒ la de un formidable lector. Un lector agradecido, que cuenta con su propio santoral.
Más allá de ese abolengo, Los años extraordinarios es una invención luminosa y original, que cumple con todos los requisitos de una imaginación en los límites de la genialidad. ¿Que uno quiere humor? Cortés lo practica con soltura. ¿Que quiere surrealismo, peripecias de folletín, drama conmovedor y paradojas deslumbrantes? No falla: de todo eso anda el libro bien servido.
Lo aclaro porque, además de insólita y caprichosa, esta es una obra sostenida por una carpintería muy firme.
Hay narradores que prefieren acercar su mundo a un lector promedio ‒que se lo pregunten a cualquier autor de best-sellers‒. En cambio, Cortés toma el camino difícil: desafía a sus lectores, se gana su complicidad, y muy pronto empieza a ponerles deberes.
¿Dificultad? No. Más bien exigencia.
Ése es el quid. Rodrigo Cortés ha escrito una novela densa, compleja, sin rellanos para recobrar el aliento. Amena, cálida y brillante, por supuesto, pero con tantos recovecos que demanda cierta actitud ‒o mejor dicho, algo de sosiego‒ para admirar todo el engranaje.
¿Qué encuentro en estas páginas? Para empezar, una realidad extravagante, mucho menos pautada que la nuestra. Inteligencia a raudales. Y por supuesto, un novelista que escribe divinamente. El resto viene solo.
Sinopsis
Los años extraordinarios recoge las memorias de Jaime Fanjul, nacido en Salamanca en 1902 en el seno de una familia burguesa apasionada por las serpientes, y nos propone un recorrido valleinclanesco por el siglo XX a través de sus recuerdos y viajes. No hay clave fundamental del siglo que esta prodigiosa novela no evoque: de la llegada del mar a Salamanca al breve auge de los coches impulsados por el pensamiento; de la terrible crueldad de las cárceles portuguesas a la guerra de los de Alicante contra España (y los holandeses contra el resto del mundo); de las hazañas del Miseno, barco submarino transitador de túneles, a las insólitas habilidades de los teósofos, capaces de levitar unos centímetros por encima de la silla; de la llegada —boca abajo— del hombre a la Luna al cambio de ubicación de la ciudad de París en 1940.
En Los años extraordinarios caben los niños con poderes antiguos, los esclavos que aterrorizan a sus amos, los fantasmas con ropa de sastre, las jovencitas de ochenta años, los judíos que cambian el tiempo, las peleas a puñetazo limpio con monjas bravas, los talleres de estropear cosas… Jaime Fanjul recorre el mundo contando lo mucho que le pasa y lo poco que aprende. Serio, observador, sin queja, rememora su camino con humor imprevisible y aliento poético.
Rodrigo Cortés quiso ser pintor, escritor y músico; hoy lo hace todo a la vez al dedicarse al cine. Ha trabajado con actores de la talla de Robert de Niro, Sigourney Weaver, Ryan Reynolds o Uma Thurman. Como escritor, publica a finales de 2013 A las 3 son las 2, colección de antiaforismos, delirios y bombas de mano y, un año más tarde, Sí importa el modo en que un hombre se hunde, su primera novela. En 2016 aparece su nuevo libro de breverías: Dormir es de patos. Firma para ABC la sección Verbolario —diccionario satírico en que desnuda a diario una palabra— y escribe de forma habitual en su tercera página. Habla de cine, literatura y música en Aquí hay dragones y Todopoderosos, los dos podcasts más escuchados del momento. Los años extraordinarios es su segunda novela.
Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.
Copyright de imágenes y sinopsis © Literatura Random House. Reservados todos los derechos.