Leigh Brackett fue una de las pocas mujeres que formaron parte de la ciencia ficción pionera norteamericana, sobre todo gracias a las space operas que empezó a escribir para las revistas pulp a comienzos de los cuarenta del pasado siglo. Sus relatos eran populares entre los lectores, pero su condición femenina hizo que muchos colegas, autores y editores, la menospreciaran. Sin embargo, su tenacidad y el volumen de su obra en ese subgénero la hicieron merecedora del título de “Reina” de la space opera. Consumada sintetizadora de ciencia ficción y fantasía, se la recuerda por sus exóticos Marte y Venus y por su inconformista héroe, Eric John Stark, forajido y contrabandista.
Brackett nació en 1915 en California, donde residió hasta contraer matrimonio con Edmond Hamilton (otro autor especializado en space operas) en 1946, momento en el que ambos se mudaron a Ohio. A menudo su figura se analiza conjuntamente con la de su marido. Fue la colaboración de ambos la que produjo, en la siguiente etapa de su carrera, algunos de los mejores trabajos de Hamilton.
Aunque trabajaron codo a codo durante 25 años, Hamilton y Brackett rara vez firmaron juntos pero él nunca tuvo reparos a la hora de admitir el valor de las aportaciones de su esposa. En su introducción a la compilación The Best of Leigh Brackett (1977), escribió: “tener una competente crítica en casa me ató corto siempre que hacía algo demasiado deprisa y descuidadamente…ella fue, y sigue siendo, la más amable de los críticos”. En cualquier caso, la prolífica y extensa carrera de Brackett por su cuenta (y que abarcó desde la década de los cuarenta, su periodo de mayor actividad en las revistas especializadas en el género, hasta su muerte en 1978) la convierte en una autora de pleno derecho y no una mera colaboradora a la sombra de su marido.
Su primera historia, de corte realista, “Martian Quest” (1940) fue publicada en Astounding Science Fiction, pero Brackett acabó centrándose en la space opera, subgénero que cultivó en cabeceras como Planet Stories, Startling Stories o Thrilling Wonder Stories. También escribió guiones para Hollywood, transitando –sobre todo de la mano del director Howard Hawks, que la tenía en gran consideración– por el thriller, el western o el género negro en títulos del peso de El sueño eterno, Río Bravo, ¡Hatari! o El Dorado. También prestó sus servicios para la televisión en programas como La Hora de Alfred Hitchcock, Archer o Los Casos de Rockford.
En los setenta, uno de sus libros de ciencia ficción llamó la atención de un joven director de Hollywood llamado George Lucas, quien de primeras no la relacionó con las famosas películas en las que ella había participado como guionista. Así que fue en su calidad de escritora de ciencia ficción por lo que Lucas contactó con ella para encargarle el primer borrador del guión de lo que se convertiría en Star Wars: El Imperio Contraataca (1980). Brackett murió en 1978, pero dejó hecha la tarea encomendada y aunque el guion definitivo fue bastante distinto, se la acredita por haber desarrollado muchos de los temas y escenas que hoy pueden verse en la película. No solamente su contribución a la famosa franquicia renovó el interés por su persona y obra (en los años siguientes se reeditaron muchos de sus libros) sino que por ese guión recibió póstumamente un Premio Hugo en 1981.
Pero volvamos al aventurero objeto de este artículo.
La revista pulp Planet Stories fue publicada mensualmente de 1939 a 1955 y su especialidad fueron los romances planetarios, ficciones que se centraban en las aventuras en mundos exóticos. El contenido o rigor científico era secundario frente al sentido de lo maravilloso que se trataba de transmitir con la descripción de civilizaciones alienígenas, peligrosos animales y ecosistemas fantásticos. Era una cabecera de segunda fila dentro del género y sus tarifas por página nunca fueron lo suficientemente buenas como para atraer a grandes firmas pero, aún así, nombres como los de Isaac Asimov, Clifford Simak o Philip K. Dick, colaboraron ocasionalmente con sus cuentos. Los dos escritores más asociados con la revista fueron, precisamente, los dos que recuperaron el espíritu “marciano” de Edgar Rice Burroughs y su Ciclo de Barsoom: Ray Bradbury (que publicó en Planet Stories uno de los primeros cuentos de Crónicas Marcianas) y Leigh Brackett.
Brackett creó a su personaje más recordado, Eric John Stark, precursor de los antihéroes moralmente ambiguos que menudearían por los westerns cinematográficos de los años sesenta, para Planet Stories en el verano de 1949.
Eran aquellos años en los que todavía existían esperanzas de encontrar vida en el Sistema Solar y había cierto consenso –al menos en la ciencia ficción– acerca de las condiciones reinantes en otros mundos. En Mercurio, por ejemplo, habría un delgado cinturón de eterno crepúsculo que separaba la mitad calcinada por el cercano Sol y la gélida que quedaba a la sombra, una estrecha franja donde podría ser posible la vida. Las nubes que ocultaban la superficie de Venus hacían pensar en la existencia de una enorme masa de agua y, por tanto, vegetaciones y fauna primigenias. Los más soñadores aún no renunciaban a la idea de ese Marte surcado por canales y punteado por restos de civilizaciones antaño boyantes.
Soñadores como Brackett, cuyo Marte está directamente inspirado en las historias de John Carter escritas por Burroughs, de las que era una voraz lectora; y, en menor medida, de las ficciones de Rudyard Kipling, H. Rider Haggard y Abraham Merritt. Como Burroughs, Brackett adoptó la mitología americana de la Frontera para convertir al Planeta Rojo en un mundo mucho más antiguo que la Tierra y cuyos pueblos habían dejado semiolvidado en el lejano pasado su fase civilizada. Pero mientras que el John Carter de Burroughs encarnaba sin sutileza alguna la superioridad de la cultura norteamericana sobre la decadente civilización de Barsoom, Stark es desde el principio presentado como un mercenario de discutible lealtad.
Stark es un humano nacido en una colonia minera de Mercurio y que quedó huérfano a raíz de un accidente en el que murieron sus padres. Fue entonces adoptado por un grupo de nativos que le dieron el nombre de N’Chaka, “el Hombre Sin Tribu”. Durante años, se identificó con ellos hasta el punto de creerse un aborigen más, aprendiendo a sobrevivir en las duras condiciones del Cinturón Crepuscular de Mercurio. Pero su tribu adoptiva fue exterminada por unos codiciosos mineros terrestres que deseaban apoderarse de su territorio y sus recursos. Stark fue hecho prisionero y arrojado a una jaula. Hubiera muerto si no llega a ser rescatado y luego educado hasta su madurez por Simon Ashton, un oficial de policía terrícola.
La civilización, de todas formas, nunca llegó a sustituir completamente la parte más primitiva de su personalidad, la cual resurge y asume el control en momentos de peligro. Stark siente a menudo miedo, una emoción ligada a su primitivismo, pero éste le proporciona una ventaja a la hora de combatir, ya que le otorga la velocidad e instintos de un animal salvaje. Su complicada infancia y adolescencia tiene otra consecuencia: su lealtad siempre se halla dividida entre las culturas primitivas como la de la tribu que lo salvó y adoptó, y la sofisticada civilización en la que lo integró su padre adoptivo. A menudo, sin embargo, optará por el bando indígena cuando sus aventuras lo lleven a Marte o Venus, donde los nativos conviven con colonos humanos.
Aunque Leigh Brackett nunca ha sido considerada precisamente una escritora progresista, sus aventuras de space opera de los años cuarenta y cincuenta revelan un inusual grado de simpatía por los marginados, en especial por los pueblos indígenas tiranizados y explotados. Stark es un personaje complejo y atormentado por su traumático pasado que es, ya lo he dicho, lo que le lleva a apoyar a los oprimidos. Nominalmente es un mercenario, si bien él mismo admite que en su caso ésa es sólo una denominación más amable que la de “forajido”. En este sentido, el héroe protagonista se adscribe a esa larga tradición de la ciencia ficción y la fantasía pulp, en la que surgieron personajes como Conan, Fafhrd y el Ratonero Gris, Northwest Smith o Roy Campbell).
Pero a diferencia de la mayoría de mercenarios, Stark no viaja a donde está el dinero, sino que inevitablemente acaba posicionándose del lado de los oprimidos del sistema solar, aquellos desafortunados que se han interpuesto en la senda de expansión del imperio terrano. Y así, Stark, que además siempre tiene problemas con las autoridades por sus actividades de contrabandista, acaba viéndose involucrado en una larga serie de revueltas, alzamientos y guerra de guerrillas contra las fuerzas gemelas del colonialismo y el capitalismo y que estaban inspiradas tanto por las Guerras Indias (aún frescas en la memoria colectiva de su país cuando la autora nació) como por los movimientos anticoloniales que estaban surgiendo en África y Asia.
Por ejemplo, en “La Reina de las Catacumbas Marcianas” («Queen of the Martian Catacombs», 1949), Stark descubre y frustra el plan de Kynon, un carismático señor de la guerra marciano y su caterva de gangsters interplanetarios para incitar a las tribus del desierto a una guerra religiosa que tendrá nefastas consecuencias sobre los nativos, no solo por la violencia y la tiranía que ello conllevará, sino porque todo responde a un plan de agentes terranos que pretenden apropiarse de los recursos del planeta.
En “La Ciudad de los Seres Perdidos” (también conocida como “The Enchantress of Venus”, 1949), Stark se ve enredado en los intentos de la decadente clase gobernante de Venus para mantener su tiranía sobre el pueblo de Shuruun. En ambos casos, a Stark se le presenta la oportunidad de gobernar al lado de una bella princesa siempre que apoye a las confabulaciones que convertirán a ésta en gobernante, pero siempre se niega a prestarse al juego y en este último caso incita una revuelta de esclavos que derroca a los aristócratas. Por último, en “La Amazona Negra de Marte” («Black Amazon of Mars», 1951), Stark ayuda a defender a la ciudad marciana de Kushat, con la que no tiene conexión alguna, de un señor de la guerra y unos siniestros alienígenas procedentes de las regiones polares del planeta. Stark, por tanto, siempre lucha por la justicia y la libertad de los oprimidos. Es, podríamos decir, un justiciero social.
Stark tenía otra particularidad y una, además, que resultaba incómoda para los ilustradores de la época: su piel oscura. Se nos dice que la prolongada exposición a la radiación solar durante su niñez en Mercurio oscureció su piel hasta dejarla casi negra, tanto como su cabello. Incluso, uno de sus adversarios se burla de él llamándole “gran simio negro”. La ciencia ficción de los años cuarenta y cincuenta no abundaba en héroes negros, independientes, de fuerte personalidad y físico atractivo. Menos aún en una Norteamérica segregada y mayormente racista.
Aunque Stark era de raza caucásica y el color de su piel, ya lo he dicho, obedecía a factores externos, los ilustradores que se encargaron de representarlo en las portadas de revistas y libros insistían en transformarlo en un héroe de piel clara, a veces incluso rubio, un prejuicio que perduró en algunos casos hasta los años ochenta. Es una lástima que debido al poder que ejercían esas ilustraciones sobre la imaginación de los lectores, éstos no le hayan otorgado a Brackett el mérito que merece por haber creado un aventurero de aspecto poco convencional para la época.
En los años sesenta, la serie disfrutó de una nueva vida gracias a la compilación de las historias en volúmenes por parte de Ace Books, una editorial fundada en 1952 que enseguida se especializó en ciencia ficción y fantasía. Una de sus líneas más exitosas fue la denominada Ace Doubles, que era básicamente la compilación de dos novelas en el mismo volumen con la particularidad de que cada una se colocaba invertida respecto de la otra y tenía su propia portada, una en el anverso y otra en el reverso. Ace editó cientos de títulos de esta forma durante veinte años (de 1952 a 1973) respondiendo a una adaptación al cambio en los hábitos lectores. Las revistas pulp habían generado una enorme cantidad de material, pero su formato solía ser el de cuentos o novelas cortas. Era difícil hallarles acomodo en un mercado editorial en expansión pero más volcado en las narraciones extensas. De esta manera, en un solo volumen, Ace ofrecía la paginación demandada (entre 256 y 320 páginas de tamaño) y un aliciente especial para el librero, ya que éste podía elegir cuál de las dos portadas le resultaba más atractiva a la hora de colocarlo en las estanterías o exhibidores.
Este formato tenía otra ventaja: utilizar como gancho e historia principal la de algún autor conocido para dar a conocer a otro que lo fuera menos. Eso sí, dada la paginación estandarizada, una o ambas narraciones debían casi siempre someterse a cortes, ampliaciones o revisiones. Y ese fue el caso, en 1964, de los cuentos de Eric John Stark de Leigh Brackett, quien (posiblemente con la ayuda de su esposo Edmond Hamilton y cayendo en algunas incoherencias narrativas), amplió “La Reina de las Catacumbas Marcianas” para retitularla El Secreto de Sinharat (The Secret of Sinharat), y la “La Amazona Negra de Marte”, como El Pueblo del Talismán (People of the Talisman).
Brackett retomó a su personaje en los años setenta con una nueva trilogía compuesta de La Estrella Escarlata (The Ginger Star, 1974), Los Perros de Skaith (The Hounds of Skaith, 1974) y Los Piratas de Skaith (The Reavers of Skaith, 1976). Para entonces, la ambientación en los planetas del Sistema Solar había quedado totalmente desfasada y no era fácil que los editores la admitiesen, así que la escritora optó por situar la acción en un mundo más lejano, en un sistema extrasolar pero igualmente primitivo. Por tanto, aunque la personalidad y origen de Stark se conservaron, existen pocas referencias y conexiones entre este nuevo ciclo y las primeras narraciones del personaje.
Brackett y Hamilton colaboraron a continuación en un raro crossover entre sus respectivas series, la de Stark y los Reyes de las Estrellas: «Stark and the Star Kings», inicialmente escrita para la antología Las últimas visiones peligrosas (The Last Dangerous Visions) de Harlan Ellison. Éste, sin embargo, murió en 2018 sin terminar la compilación (que en 1979 ya consistía en dos libros reuniendo 75 historias de 66 autores diferentes) y la obra acabó publicándose independientemente en 2005.
Las novelas de los setenta obtuvieron una buena acogida. Algunos críticos las alabaron poniéndolas como sobresaliente ejemplo del subgénero de Planetas Moribundos, mientras que otros las compararon nada menos que con la Tierra Media de Tolkien.
Mientras que las primeras entregas de Stark habían descrito un imperio galáctico liderado por la Tierra y explotador de los mundos que iba encontrando en su expansión, la trilogía de Skaith tomó otro camino, presentando a la Unión Galáctica como una fuerza liberadora. Stark viaja al planeta moribundo de Skaith para rescatar a su mentor y padre adoptivo, Simon Ashton, de las garras de los malvados gobernantes que han instaurado una pesadilla socialista que agobia a la clase trabajadora con impuestos, la mantiene subyugada con supersticiones y le impide emigrar a zonas fuera de su alcance –razón esta por la que Ashton había sido arrestado–. Por si fuera poco, el planeta está repleto de igualmente perversos hippies espaciales que actúan de brazo armado del gobierno cuando es necesario. A la vista de esto, cabe preguntarse qué había sido de las simpatías izquierdistas que Brackett había manifestado en sus primeros relatos de Stark.
Bueno, para empezar habría que recordar que las ideas políticas suelen cambiar con la edad y mucha gente se vuelve más conservadora conforme envejece. Leigh Brackett estaba en la treintena cuando escribió las tres primeras aventuras de Eric John Stark y contaba ya sesenta cuando abordó la trilogía de Skaith. Como le sucedió a Heinlein, fue moviéndose hacia la derecha del espectro político conforme iba cumpliendo años. Por otra parte, Stark sólo viaja hasta Skaith para rescatar a Ashton e inicialmente no tiene interés en participar en el conflicto local, aunque éste acabará arrastrándolo. Al pasar tiempo con los nativos, aprende a apreciarlos –incluso se enamora de una de ellas– y se pone de su lado. Además y al fin y al cabo, los habitantes de Skaith están verdaderamente oprimidos, solo que esta vez no por un sistema capitalista sino por unos tiranos socialistas.
En cuanto a los malvados hippies que militan en el campo de los villanos, puede parecer una elección extraña, pero es posible que obedezca a la percepción que de ellos tuviera una ya madura Brackett, entonces de nuevo residente en California, el epicentro del movimiento hippie en los sesenta y primeros setenta. El fenómeno flower-power degeneró rápidamente y en buena medida víctima de las omnipresentes drogas y era habitual encontrar jóvenes totalmente narcotizados en los jardines particulares o en las calles, todavía con la jeringuilla colgando del brazo. No era una imagen que contribuyera a fomentar simpatía por su causa entre los ciudadanos más maduros. A ello se añadía el impacto psicológico que tuvieron sobre los habitantes de Hollywood los brutales asesinatos cometidos por los hippies seguidores de Manson y que marcaron el final de los idealizados años sesenta.
A pesar de las alabanzas de los editores y críticos –masculinos– en los setenta, la ciencia ficción de Brackett, inevitable y comprensiblemente, fue sometida al escrutinio del movimiento feminista, en el cual militaban relevantes comentaristas y antologistas de la época. El mundillo de la ciencia ficción de los cuarenta y cincuenta no fue precisamente cómodo para las mujeres escritoras, pero como Leigh era un nombre ambiguo que no denotaba su sexo, se pudo permitir no recurrir a un seudónimo masculino. En las entrevistas, Brackett hablaba afectuosamente de la comunidad de autores de ciencia ficción y de su experiencia en ella y negaba que su género hubiera alguna vez constituido un obstáculo para su carrera. En una ocasión subrayó que, si quería incluir a algún personaje femenino en una de sus historias, éste siempre debía hacer algo en la misma, sugiriendo su desacuerdo con los estereotipos de “mujer pasiva” tan extendidos en la space opera.
Pero lo cierto es que, a la hora de la verdad, su estilo no se diferenciaba demasiado del de sus colegas masculinos. Además, optó por centrarse en aventuras protagonizadas por varoniles héroes con un lado primitivo, como Stark, que tomaban a las mujeres que deseaban y les plantaban “un beso tan brutal como un golpe” (cita literal de “La Amazona Negra de Marte”) relegando a las mujeres a papeles de reinas exóticas de mundos alienígenas o princesas. No era este un planteamiento que agradara a las autoras de ciencia ficción feministas de los setenta y Brackett –y la space opera en general– fue criticada por colegas como Joanna Russ o Pamela Sargent, quien la excluyó de la vanguardista antología de 1975 Women of Wonder. Aunque sí se contó con ella para la segunda parte de la misma, More Women of Wonder (1976), se hizo hincapié en que su estilo era masculino y sus héroes, agresivos. Pero también se reconoció como positivo que a los lectores no les importara en absoluto que quien firmara esas aventuras con las que tanto disfrutaban fuera una mujer.
En décadas posteriores, no obstante, la opinión sobre su obra ha ido variando y hoy Brackett está considerada, incluso por el segmento feminista de la ciencia ficción, como una pionera que sobresalió en una industria dominada por hombres y que tuvo el valor de incluir en sus historias a mujeres con voluntad propia, aunque éstas a menudo fueran las típicas mujeres fatales tan presentes en la cultura popular (cine, pulps, cómics…) de los años cuarenta. Por ejemplo, Ciaran, la antiheroina de El Pueblo del Talismán, se permite lanzar un mensaje feminista cuando Stark le pregunta cómo es que una mujer tan bella como ella se haya convertido en una Señora de la Guerra: “No pedí ser de mi sexo. No seré una esclava de él”.
A pesar de sus logros y su dilatada carrera en diferentes medios, Leigh Brackett no recibió apenas reconocimiento en vida. Ganó el Jules Verne Fantasy Award en 1957 y el Western Writers of America Golden Spur Award en 1963, pero a la postre no se puede evitar la sensación de que nunca fue demasiado apreciada en el ámbito de la ciencia ficción. Mientras vivió, no aparecieron estudios ni análisis de su obra y sólo una antología de sus cuentos, The Best of Leigh Brackett, publicada por su marido tan solo un año antes de su muerte.
Parece que poco a poco ese injusto olvido está siendo subsanado. Michael Moorcock la reconoció como una de sus influencias y en 2005 se le concedió el Cordwainer Smith Foundation Rediscovery Award. Su contribución a la franquicia Star Wars ayudó a forjar una relación directa entre la space opera y el éxito comercial. Además, su figura está ahora reivindicándose como pionera de la ciencia ficción femenina.
Leigh Brackett fue una figura importante dentro de la ciencia ficción de la Edad de Oro, pero ni ella ni su marido obtuvieron el mérito que merecían por haberse dedicado a los romances planetarios y las space operas, subgéneros despreciados durante mucho tiempo por los fans más rigoristas. Los críticos e historiadores de la ciencia ficción han tendido tradicionalmente a favorecer la vertiente “dura” de la misma y, en general, aquellos autores que se amoldaban a los criterios fijados por el editor John Campbell Jr en la revista Astounding Science Fiction.
Los cuentos y novelas que componen la saga de Eric John Stark son, es cierto, reliquias del pasado. Pero lo importante no es que describa un Venus o un Marte que hoy sabemos imposibles. Tratar de leer, disfrutar o comentar los romances planetarios o las space operas utilizando los estándares de la ciencia ficción “dura” es como criticar a un pingüino por no ser capaz de correr los cien metros lisos. Las historias de Brackett tienen otros valores y otros objetivos que las de Heinlein, Clarke o Asimov. Las peripecias de Eric John Stark suscitan el sentido de lo maravilloso y apelan al aventurero que acecha dentro de todo lector urbano moderno. Eran narraciones épicas repletas de suspense y acción, giros y sorpresas, escritas con una prosa directa y afilada pero no burda, caracterizando a los personajes breve pero eficazmente, lo justo para darles vida en la mente de los lectores. Y, sobre todo, protagonizadas por un héroe más complejo, carismático y socialmente comprometido que los muchos aventureros espaciales que transitaron por los pulps y los cómics de aquellas décadas.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.