¿Por qué viajamos? ¿Qué nos empuja a esa búsqueda más allá de los rincones conocidos? ¿Por qué es tan importante abordar cada escapada, e incluso cada paseo, con ambiciones culturales?
En esta época en la que parece muerto casi todo aquello que implique cierta trascendencia ‒el arte con mayúsculas, la lectura profunda, la búsqueda de una razón de ser en el conocimiento‒, Fernando Castillo hace camino al andar y vuelve a esas viejas costumbres. En su obra viajera, como ya vimos en Atlas personal o en Un cierto Tánger, hay muchas cosas y causas concomitantes. La mirada de Castillo es la de un transeúnte curioso, la de un fotógrafo (excelente, por cierto) y la de un historiador que rastrea el espíritu del pasado en el presente.
Todo eso, lejos de resultar contradictorio o apabullante, no resta, sino suma, y da como resultado una literatura amable, culta y luminosa. Infrecuente en nuestros días.
En Rapsodia italiana, Castillo visita tres ciudades: Roma, Nápoles y Palermo. Como un viajero de la vieja escuela, sigue dos trayectos: el visible ‒calles, gentes, monumentos‒ y el camino invisible ‒la historia, la memoria, las lecturas, los fantasmas‒, siempre a partir del gusto personal.
De pronto, a lo largo del libro, también descubrimos diagnósticos que valen por un ensayo entero. Por ejemplo, este: «Roma, aristocrática y papal, resistió el impacto de la modernidad transformadora del siglo XIX. En este caso la obsesiva presencia de la historia ha logrado evitar reformas como las parisinas del barón Haussmann, que acabaron con la ciudad medieval. La Roma aureliana, la ciudad museo, se impuso al positivismo de la burguesía especuladora, lo que ha dado como resultado que la identidad de Roma prevalezca aunque hoy día resulte algo irreal, como una ciudad algo fantasmagórica en la que sus sucesivos habitantes se han reemplazado en el mismo escenario y casi en los mismos edificios durante cerca de dos mil años».
Lo mismo vale para el segundo destino que protagoniza el libro: «Conserva todavía Nápoles en este nuevo siglo mucho de esa ciudad irreal, onírica a fuer de teatral, que describe Norman Lewis en 1944, aunque la época ayude a exagerar los extremos. Una teatralidad que afecta a todo, a las costumbres, a los espectáculos, a los monumentos y a la vida cotidiana, pero muy especialmente a los propios napolitanos».
Pero hay más: Castillo distingue los sonidos de la vida, el color ‒como a renglón seguido se verá‒ y esos mecanismos del sistema inmune que funcionan a todas horas y en todas partes, pero de forma distinta en cada ciudad. Escuchen esto, y entenderán a qué me refiero: «El colorido del Mediterráneo siciliano más que la luz, define a Palermo. Las casas de tinte terroso, pardo, rojizo y gris, el verde de los jardines y los árboles, el filtro azul del cielo, las esmeralda azulada del mar que manda sus reflejos, los tonos de la modernidad que aportan automóviles, fachadas, anuncios y letreros… Todo se combina de manera luminosa en la ciudad».
Rapsodia italiana. No es mal título para un libro con tantas resonancias, tan ameno y cargado de inteligencia.
Sinopsis
Rapsodia italiana tiene la calidad de apunte de conversación invitando al lector a que abra las puertas que el viajero se limita a señalar. Para Castillo la ciudad está cubierta por un holograma de textos de todo lo que se ha escrito y musicado sobre ella. La condición de este fotolibro es el reflejo de un autor, escritor y fotógrafo compulsivo con evidente capacidad para cazar la fotogenia callada de las ciudades por las que transita.
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