«Una vez al mes, Howard Parker lleva a su hijo Tommy al Museo del Espacio, una de las maravillas del siglo XXV… Tras cada objeto del Museo del espacio hay una historia de heroísmo, valentía y autosacrificio…».
Así se presentaba esta serie, incluida en el título genérico de DC Strange Adventures, y que se ofreció intermitentemente entre los números 104 y 161 (mayo de 1959 a enero de 1964).
«Divertido» y «museo» son dos palabras que a la mayoría de los chicos no se les ocurriría poner juntas en la misma frase. Los más jóvenes se alejan de los museos como de la peste a menos que sean interactivos y tengan sonidos divertidos y luces parpadeantes en abundancia. Ahora bien, ¿cómo podría ningún muchacho pensar que el Museo del Espacio no era guay? Está lleno de artefactos alienígenas, armas (esperemos que desactivadas) e incluso algunos extraterrestres.
Como bien decía la introducción, en cada entrega el señor Parker lleva a su hijo Tommy al Museo del Espacio y éste pregunta sobre algún objeto expuesto de apariencia inofensiva y hasta aburrida. Parker, entonces, cuenta a su hijo la emocionante historia que se esconde tras ella; de vez en cuando, en algún punto crucial del relato, desafiaba a Tommy –y a los lectores con él– para que averiguase cómo sus protagonistas habían resuelto el dilema al que se enfrentaban. Normalmente, Tommy, que quería ser un aventurero espacial como lo había sido su padre, encontraba la solución, otras veces su padre le ayudaba.
En aquellas páginas (dibujadas en su primera entrega por Mike Sekowsky y Bernard Sachs, y a continuación y hasta el final por Carmine Infantino) Tommy y los lectores pudieron contemplar robots casi indestructibles que amenazaban a la Tierra, policías, científicos, soldados, arqueólogos y exploradores espaciales, planetas vibrantes de vida y otros muertos por razones misteriosas, variopintas especies alienígenas con ínfulas de conquistadores, devastadoras armas, naves fantasma, marines espaciales, controladores mentales, maestros escapistas, boy scouts interplanetarios, fuentes de la eterna juventud, vendedores de juguetes convertidos en héroes espaciales…. E incluso el descendiente de Adam Strange y Alana, del planeta Rann.
El editor Julius Schwartz y el guionista Gardner Fox habían creado el formato perfecto para una serie genérica con la que contar multitud de historias diferentes en las que ensalzar la valía de la Humanidad, el heroísmo de algunos de sus miembros y despertar el sentido de lo maravilloso del lector gracias a su identificación con el joven Tommy (blanco, varón y perteneciente a la clase media).
Era, estaba claro, una serie de carácter familiar en la que la madre les acompañaba algunas veces en sus visitas mensuales. Tommy no sólo aprendía sobre la historia del espacio, sino acerca de su familia al tiempo que estrechaba los lazos paterno–filiales. Sus padres, por otro lado, eran los que cualquier muchacho querría tener: comprensivos, sabios y cariñosos….¡y héroes de guerras galácticas! Howard Parker había sido un general de los marines espaciales, apodado «El Demoledor» por ser el comandante más duro del cuerpo; durante una misión conoció a su madre, la Almirante Ann Blondy Gordon y tras coronar la gloria se retiraron. Dos de los pelos de su madre figuran entre los objetos del museo con una historia digna de contar.
Por desgracia, como ha sucedido en tantas ocasiones, la calidad de una obra no es indicativa de un éxito comercial. A pesar de que la serie cumplía plenamente su objetivo, nunca fue una de las favoritas de los lectores. Sus entregas de ocho páginas fueron turnándose en Strange Adventures con otras dos, Los caballeros atómicos y Star Hawkins hasta que en 1964, tras veinte apariciones en la colección, se optó por su cancelación.
El Museo del Espacio no suele aparecer mencionada más que en tratados muy especializados y a menudo es más por su dibujo (fue de las pocas veces que Carmine Infantino fue autorizado a entintar su propio dibujo) que a su contenido. Y, sin embargo, constituye un excelente ejemplo de cómo la cultura popular no solo es perfectamente capaz de reflejar los valores de una era y los conflictos a los que se enfrenta, sino de sugerir otro código ético quizá no tan obvio como pudiera esperarse. Dado que El Museo del Espacio debutó en lo más crudo de la Guerra Fría y con una carrera espacial en marcha, se podría haber pensado que la serie no sería más que un escaparate propagandístico, patriótico y teñido de imperialismo en el que soldados futuristas llevarían a cabo la expansión del poder terrestre por toda la galaxia y cuyos conservadores valores serían transmitidos de forma patriarcal, de padre a hijo.
Bueno, es cierto que algo de eso hay: abundan los alienígenas malvados y las soluciones militares. Pero lo que más a menudo se apoya en la serie es la filosofía defensiva; la agresión es a menudo calificada de inútil y la mayoría de los protagonistas de las historias no son militares, sino exploradores o agentes pacificadores. Y es que, aunque la serie fue concebida sobre todo como un entretenimiento, lo que predicaba era que el hombre es un ser racional, el universo un lugar sometido a leyes físicas que pueden ser descifradas por el hombre y que los seres que habitan en ese universo tienen la obligación de comportarse con honor y pacíficamente.
Cuando Tommy Parker abandonó el Museo por última vez en el número 161 de Strange Adventures tras escuchar la historia de cómo el explorador Eric Horstman había intentado evitar a toda costa el conflicto con la agresiva raza de los Krakkar, concluye: «El odio y la violencia acaban destruyendo a los que los utilizan. Es una lección que nunca olvidaré».
Hubo que esperar hasta 1982, año en el que Gerry Conway retomó el concepto en el número 206 de La Liga de la Justicia, aunque ya integrado en el universo superheróico de la casa. A partir de entonces, las apariciones del museo serían esporádicas pero sin llegar a desaparecer del todo. Paul Kupperberg en Las Nuevas Aventuras de Superboy nº 56 (1984) y, sobre todo, Dan Jurgens para Booster Gold (1986), utilizaron el Museo en historias ambientadas en el futuro de los héroes DC. Este último era el alias de Michael Jon Carter (todo un homenaje ese nombre), un decepcionado vigilante nocturno del museo en el año 2462 que, tras robar algunos de los artefactos exhibidos, escapó a nuestro presente utilizando una máquina del tiempo, convirtiéndose en un superhéroe rico, famoso y cínico.
Más allá de eso, nadie ha sabido o tenido interés en recuperar la interesante institución en sus guiones y tan solo se la ha podido ver en un Secret Origins (nº 50, 1990, con Carmine Infantino de nuevo al dibujo), la miniserie Twilight (1990), un número de Legionarios (68, 1999) y otro Booster Gold (nº 0, 2008).
Los cómics han cambiado mucho desde 1959, y no parece que hoy tengan mucha salida series genéricas que sirvan de marco para contar historias independientes y no integradas en un universo superheróico. Y es una lástima, porque la idea no puede ser más sugerente. ¿A qué aficionado a la ciencia ficción no le habría encantado visitar una y mil veces un Museo del Espacio lleno de maravillas de incontables mundos?
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.