«Este caso ‒escriben José Antonio Marina y María Teresa Rodríguez de Castro en La conspiración de las lectoras‒ comenzó con un comentario que me hizo Carmen Martín Gaite una tarde que conversábamos en mi jardín. Carmiña era una estupenda conversadora, capaz de convertir cualquier cosa en una aventura excitante. Recuerdo el divertido pasmo con que le oí contar sus peripecias en un gélido Archivo de Simancas, mientras buscaba documentación para su libro sobre Macanaz. Hasta tal punto me interesó la historia, que la animé a escribir un relato y titularlo: El rastro del muerto. Había, sobre todo, un misterioso «asunto del chocolate», que ese personaje citaba varias veces en su copioso epistolario, y que tenía en la narración de Carmen un aura tragicómica intrigante».
«Durante la conversación en el jardín a la que me refiero ‒añaden Marina y Rodríguez de Castro‒, me contó que andaba buscando documentación sobre Elena Fortún, la autora de los cuentos de Celia y Cuchifritín, y que en uno de sus libros, Celia, lo que dice, el primero de la exitosa serie, había encontrado una palabra que le había intrigado: «Lyceum». La madre de Celia quedaba frecuentemente a tomar el té con sus «amigas del Lyceum». Carmen había descubierto que se trataba de un interesante grupo de mujeres, de todas las tendencias políticas, que había fundado en Madrid una asociación cultural relacionada con una red internacional de Lyceums. Pronunció un par de conferencias sobre este asunto, pero murió sin tener tiempo de seguir la pista con la tenacidad con que acostumbraba. Mi curiosidad aumentó porque en la autobiografía de María Teresa León, mujer de Alberti (o mejor dicho, para adecuar el estilo al tema, mujer de la que Alberti era marido), leí: «En los salones de la calle de las Infantas se conspiraba entre conferencias y tazas de té». Y añadía: «El Lyceum Club no era una reunión de mujeres de abanico y baile. Se habían propuesto adelantar el reloj de España». El asunto no podía ser más interesante. (…) Entre todos los movimientos feministas, las conspiradoras del Lyceum resultan un grupo muy atractivo, formado por mujeres brillantes y rompedoras que, además, vivieron una especie de parábola histórica. Procedentes de ambientes ideológicos muy diversos, se reunieron durante años en un ambiente de concordia que se mantiene a pesar de que la sociedad española se enfrenta, y acaban dispersándose con la llegada de la guerra. Creen que la educación y la cultura pueden resolver los conflictos sociales. Son historias que se unen y se separan. Hilos vitales de procedencia dispersa que se cruzan para tejer un efímero tapiz y se vuelven a separar impulsados por las circunstancias. ¿Quiénes eran, de dónde venían, por qué se unieron, por qué se separaron, qué fue de ellas?».
En abril de 1926, en los salones de la madrileña calle de las Infantas, se fundó el Lyceum Club Femenino, una conspiración de sabias mujeres dispuestas ‒como dicen los autores‒ a «adelantar el reloj de España». Mujeres como María de Maeztu, Victoria Kent, Isabel Oyarzábal, Zenobia Camprubí, Carmen Baroja, Clara Campoamor, Ernestina de Champourcín, Elena Fortún, María Teresa León o María Lejárraga, entre otras.
Y, ¿sabéis? En la calle de las Infantas vivió y trabajó una de nuestras primeras químicas, valga el anacronismo. Una profesora de secretos, que curaba enfermedades y tenía un laboratorio de destilación que daría envidia a la mismísima Celestina.
Maravilla.
Imagen superior: Palma Guillén (5ª por la izquierda) en el Lyceum Club Femenino, junto a Victoria Kent (4ª por la derecha), Margarita Xirgu (2ª por la dcha.), María de Maeztu (5ª por la dcha.) y Clara Campoamor (1ª por la dcha.) (Madrid, 15-2-1935).
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