Como tantas otras palabras, rutina ha terminado siendo el alimento de su connotación. Ser rutinario es despectivo, sin duda gracias a un siglo pródigo en vanguardias que privilegiaron la sorpresa y la improvisación.
No toda sorpresa es bella ni cualquier improvisación es creativa. Tampoco las rutinas son necesariamente estériles, insignificantes y mortíferas. Las costumbres rutinarias sirven para asegurar la convivencia, porque nos permiten reconocer a los demás, aunque no sepamos quiénes son, adjudicándoles lugares típicos. Además, confirman la constancia del mundo, que se mantiene igual a sí mismo y se ofrece a la comprensión racional. La rutina es, entonces, sierva de la razón. Una sierva gris y mediocre pero, a la vez, eficaz y modesta.
Lo malo de las rutinas es que pueden ocupar todo el espacio de nuestras vidas. En tal caso, se transforman en tiempo muerto, pues las hojas del almanaque que nos espera vivir ya están cubiertas de sucesos, lugares, temperaturas, sabores, olores, perfectamente prefijados. Es como si ya tuviéramos vivida esa vida, como si estuviéramos muertos en ella, en su transcurso vacío e inocuo.
Una vida auténtica exige, por el contrario, imprevisión y sobresalto. La esperamos con ansiedad, una ansiedad tan voraz que a veces debemos calmar su apetito con una buena ración de rutina. La inmensa mayoría de eventos que pueblan nuestras horas son repeticiones rutinarias y normalmente inconscientes de actos mecánicos. Respiramos sin saberlo, digerimos sin saberlo, la sangre circula en nuestros íntimos conductos por su cuenta, sin contar con nosotros.
Sin embargo, estas insistentes constancias fundamentan nuestra posibilidad de vivir. Son las rutinas que allanan el camino de la aventura, esa escasa aventura que se salvará del olvido y se convertirá en nuestra historia.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.