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Ellas

Cuenta Walter Benjamin en sus memorias Infancia en Berlín hacia mil novecientos (hay versión española de Jorge Navarro, editorial Abada de Madrid) que en los cafés de su juventud había una suerte de prostitutas que él denomina culteranamente como hetairas y que, en ciertas ocasiones, pasaban por literatas y leían sus poemas en tertulias de aficionados a las bella letras. Era una manera de disimular su verdadera profesión aunque, examinando caso a caso, tal vez se invirtieran las categorías. Prostituirse resultaba una manera de sobrevivir y disponer de tiempo para la poesía.

En la realidad dominante, la prostituta era, por excelencia, la callejera, la evidente, es decir lo contrario a la hetaira, cuyo fantástico modelo fue siempre la mantenida. El encierro protege, la publicidad expone. El lugar de conciliación fue el prostíbulo.

Por razones de edad puedo recordar los relatos de iniciación sexual de los varones nacidos a comienzos del siglo veinte. Es decir, la generación de nuestros padres. En la Buenos Aires de entonces estaban prohibidos los burdeles y sólo existían las casitas, con una sola pupila. Los muchachos menos pudientes debían organizar excursiones a la periferia. El sexo se convertía, así, en una especie de síntesis entre el hospital y el cuartel: una actividad promiscua de varones solos, que concurrían a un servicio público como quien presta apoyo a la seguridad de la patria y recibe un tratamiento por un malestar crónico. Estas iniciaciones teñían el sexo con un color de oscura transgresión, que debía pagarse a una mujer que desempeñaba la más deshonrosa de las profesiones, y se vestía y se desnudaba de manera diferencial respecto a la novia virgen que sería la madre de tus hijos.

La prostitución fue tanto femenina como masculina y hay testimonios de ambas en los clásicos, en especial los latinos. Con todo, cuando se habla de trabajo sexual, se habla de mujeres, nunca de prostitutos o rameros o vulpejos. Seguimos hurgando en un pasado que se resiste a desaparecer y en el cual sólo se vende y se alquila el cuerpo de una mujer, porque es la mujer la que puede convertirse en un objeto de enajenación o de alquiler. Benjamin lo ejemplifica muy bien al distinguir la hetaira de la callejera. Incluso cuando rememora su propia iniciación, con un acto sexual peligroso, desagradable, impostergable, probático y omnipotente, una escena paradigmática en la historia del varón y su iniciación en el mundo. Nadie podía imaginar un prostíbulo de varones al cual acudieran unas mujeres dispuestas a pagar para “hacer el amor”. En efecto: el amor no se nos da hecho, hay que hacerlo. Y cada civilización propone sus fórmulas de eficacia. Estamos poniendo a prueba la contraria a la expuesta: el amor gratuito, que tiene que ver con la gracia. Sí, es gracioso pero no como para morirse de risa sino para dar sin nada a cambio, esperando que el otro o la otra haga lo mismo. Parece más simple que un trato comercial pero llevamos siglos intentando perfeccionarlo.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")