1972, Ciudad del Vaticano, 21 de mayo, domingo de Pentecostés. Son las once y media de la mañana.
Un hombre se abre paso entre la multitud de peregrinos que esperan la bendición papal, esquiva a cinco guardias, se encarama a la balaustrada de mármol junto a la Pietà de Miguel Ángel y le asesta quince golpes con un martillo de geólogo.
La virgen pierde un brazo, un ojo y parte de la nariz.
Mientras destroza la estatua, el hombre grita: “¡Soy Jesucristo, soy Jesucristo y he regresado de la muerte!”.
Se llama Laszlo Toth. Es un geólogo australiano, pero nació en Hungría.
El artista criminal
Laszlo Toth es arrestado. Le llueven los insultos: asesino, fanático, vándalo, nihilista. Se le juzga y condena a nueve años de prisión.
Sin embargo, algunos artistas defienden a Toth, no porque crean que la condena es desmesurada, sino porque están de acuerdo con su acción.
Los artistas llaman acciones a las actividades artísticas que no se limitan a colgar cuadros en una pared. Por ejemplo, permanecer sentados durante horas en el escaparate de una tienda, no porque la tienda te pague como maniquí vivo, sino para denunciar la alienación del mundo actual. Se supone que la prueba de esa alienación es que un artista esté dispuesto a pasarse horas inmóvil, o que la gente se pare a mirar a alguien que está dispuesto a tal cosa, o quizá sea el hecho de que una institución ofrezca dinero al artista por hacer nada.
Para algunos artistas de la época, en consecuencia, lo de Toth no era una acción, sino una acción. Es por eso que todavía hoy se reivindica el gesto de Toth desde algunos sectores del mundo del arte: Karen Eliot habla elogiosamente de Toth y su “terrorismo cultural”.
Esta es otra característica de los artistas y expertos en arte del siglo XX y XXI: les gusta jugar con palabras que expresan violencia y destrucción. A menudo coquetean con la palabra y con los símbolos del terrorismo. ¿Por qué?
Entre otras razones porque el terrorismo es una bestia negra para los Estados y para la Burguesía y, por alguna extraña razón, un artista que se precie es un enemigo declarado del Estado y de la Burguesía. Para llamar la atención del Estado y epatar a los burgueses, muchos utilizan cualquier cosa, como aquellos artistas de inicios del siglo XX, los futuristas, que querían hundir Venecia. Luego se hicieron, en su mayoría, fascistas, tal vez porque era la manera más rápida de colaborar en la destrucción de arte y vidas. El nazi Goebbels, quizá queriendo hacerse no sólo un lugar en la historia del crimen sino también en la del arte, dijo aquella célebre frase: “Cuando oigo la palabra cultura, saco la pistola”.
Así que Toth llevo a cabo, con sus modestos medios, lo que soñara el colega de Goebbels, Hitler: volar Paris, volar de un golpe la cultura francesa y todos sus símbolos; o lo que poco después algunos llegaron a plantear al presidente de Estados Unidos: tirar las bombas atómicas sobre Kyoto, la antigua capital cultural de Japón.
La valiosa aportación de Toth a la cultura mundial
Pero, ¿cuál es la aportación de los martillazos de Toth a la cultura mundial?
Lo dice Karen Eliot:
“Él solo acuñó el principio básico del Mail Art: NO MÁS OBRAS MAESTRAS”.
Este es un ejemplo, dirán los mal pensados, de la catadura del arte actual: para crear una corriente artística basta con destruir una estatua.
El Mail Art no cree en las obras maestras, no quiere que haya comisarios o jurados en las exposiciones de arte y fomenta de manera explícita el plagio en Festivales del plagio, entre otras cosas. El asunto es interesante, pero ¿qué tiene que ver con los martillazos? Al parecer, la única relación es que todas esas cosas molestan a la burguesía y al establishment.
Eliot, en su defensa del inspirador del Mail Art, también se burla de los llantos de un profesor y sus alumnos al examinar los daños causados a la estatua, y enseguida dice que los golpes de Toth “fueron suaves”.
El lector puede apreciar en esta imagen la suavidad de los martillazos y cómo suavemente cayó un brazo de la Virgen.
¿El arte o la vida?
Bien, Toth golpeó la Pietá, de acuerdo, pero, enseguida aclara Eliot: los golpes no cayeron sobre carne, sino sobre mármol. ¿Por qué dice eso?
Porque ahora va a comparar a Toth con los que golpean la carne.
En efecto, en un alarde prodigioso de pensamiento alternante, dicotómico o maniqueo si se prefiere, Eliot compara la maldad de Toth con la de Nixon y Kissinger, contemporáneos del artista.
Alude entonces Eliot al célebre dilema de si en el incendio de un museo salvarías una obra de arte o a una persona. El dilema se plantea, de manera muy hermosa en Balas sobre Broadway, de Woody Allen, pero Eliot no menciona a Allen, sino a Giacometti, quien dijo que antes salvaría a un gato que un Rembrandt, cosa que todos entendemos perfectamente, porque es lo que haríamos casi todos, no por odio a Rembrandt, sino por amor a los gatos.
Pero algunos seguimos sin entender por qué el dilema ético “Salvar una vida / salvar una obra de arte” lleva a la conclusión: “Hay que destruir las obras de arte”. Da la impresión de que faltan premisas a este silogismo del arte moderno para llegar a tan demoledora conclusión.
La influencia de Toth
Poco después de la acción de Toth, otros artistas mostraron su solidaridad. Ken Friedman escribió un oratorio en honor de Toth y Don Novello tituló uno de sus libros Las cartas de Toth, aunque, según confesó, no en homenaje al artista australhúngaro, sino tan sólo por la sonoridad del nombre.
Incluso existe una escuela de arte llamada Laszlo Toth School of Art, que alaba al artista del martillo que “adaptó cierta escultura popular de Miguel Ángel a una sensibilidad más moderna”
El que más se destacó en su amor a Toth fue Roger Dunsmore, que publicó un libro de poemas con el célebre verso: “¿Dónde estás Laszlo Toth, el del martillo suave?”.
Es posible que el lector también se lo haya preguntado y que también se pregunte: ¿Cumplió Laszlo Toth su condena de nueve años?
No. Fue examinado por doctores y enviado a un hospital mental durante dos años. En 1975 fue deportado de Italia como undesirable alien (persona non grata). En Australia no fue detenido.
Toth consiguió lo que sin duda pretendía: pasar a la historia. También lo consiguió en la Antigüedad aquel que queriendo ser recordado incendió una de las Siete Maravillas del Mundo: el templo de Diana en Éfeso. Se llamaba Eróstrato. Aunque Alejandro Magno reconstruyó el templo, años después unos vándalos mucho más organizados volvieron a destruirlo para siempre.
Dos inmortales: Toth y la Pietà
¿Y qué le pasó a la Pietà, a su ojo, su nariz y su brazo?
Fue restaurada por Deoclecio Redig de Campos y ahora está tras un cristal protector que impide apreciar su belleza de cerca, como pude comprobar cuando visité el Vaticano. Durante la restauración, se encontró en la palma izquierda de la Virgen una firma secreta de Miguel Ángel: una M.
Existe una curiosidad que debemos mencionar: Toth no fue el primero en destrozar la Pietà, sino que tuvo un ilustre predecesor. ¿Quién?
Miguel Ángel.
En efecto, Miguel Ángel también destrozó la Pietà, no la que hoy conocemos, sino un modelo anterior que hizo en Florencia. Rompió a martillazos una de las piernas de Jesucristo.
¿Por qué lo hizo? Se dice que porque la colocación de la pierna de Jesucristo bajo el manto de la Virgen tenía una fuerte connotación sexual.
Un enigma sin respuesta
Hay una pregunta a la que nadie ha dado respuesta. Laszlo Toth destrozó la Pietà de Miguel Ángel al grito: “Soy Jesucristo resucitado?”
Pero, ¿por qué Jesucristo querría golpear a su madre?
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