No tengo una teoría sobre la nostalgia, ni he leído libros que me expliquen su funcionamiento. Y sin embargo, el que ha escrito Hernán Migoya me ha servido de manual para explorar mi propia retromanía.
Ordenado como una novela, narrado como unas memorias, leído como una teleserie en blanco y negro, Baricentro describe mi pasado, y el de tantos cincuentones, a partir de tres pilares: la familia, el extrarradio y la cultura popular.
En sus páginas, emerge el universo migoyesco ‒afectuoso, atrevido y provocador‒, pero también se escucha el canto a un viejo estilo de vida que no es, ni mucho menos, el que nos cuentan las series yanquis sobre los ochenta.
Para empezar, Baricentro no se ambienta en Indiana. No hay laboratorios secretos del gobierno y los chavales no canturrean Don’t Stop Believin’ mientras pedalean entre viviendas unifamiliares y McMansions descomunales. La historia de Migoya ‒que podría ser la de muchos de nosotros‒ sucede en la periferia: Barberà del Vallès, destino de inmigrantes, como la propia familia del narrador.
Ese mestizaje, esa mezcla de acentos y de costumbres, se armonizó en todos los Barberàs de España a fuerza de trabajo, de roce y de rutina. Y es en este Barberà de los ochenta donde la familia Migoya nos abre las puertas. Ahí aprendemos a admirar a la madre, Martina, esa luchadora, y también vamos comprendiendo a Marcelino, el padre, y a sus dos hijos, Juan Carlos (Jean) y el propio autor, Hernán, que nos confía el cariño que siente por todos ellos.
Como lugar fetiche, Migoya elige las galerías del centro comercial Baricentro, fondo de esta crónica cuyo protagonista es un niño que, como todos, crece hasta convertirse en otro adulto que recuerda la niñez.
En este sentido, la genética de Baricentro es la del típico españolito de los ochenta. Ya saben: chavales curiosos e inocentes, sin entender mucho de casi nada, un poco brutos, hipnotizados por el deseo, coleccionistas de casetes, con un ojo puesto en los tebeos y otro en la pantalla del televisor.
Cualquiera que haya esquivado las zancadillas de los matones, o que haya gritado cada vez más fuerte junto al tocadiscos, será un cómplice de esta espléndida novela. Sentarse a leerla es como trascender el tiempo. O aún mejor, como recuperar una España que ya no existe. Rural y de barrio. Vestida con parka o pantalón de pana. Envuelta en papel de periódico y con cines oliendo a ozono-pino.
A las virtudes literarias de Baricentro se suman otras dos. La primera es la emoción. Prepárense, porque, sin perder el humor y el realismo, Migoya sabe contar experiencias familiares que a uno le humedecen los ojos. No hay escapatoria. Es como cuando un buen amigo se sincera cuando no lo esperas.
El otro factor secreto son los referentes pop ‒o sea, elepés en la estantería y cómics amontonados en cajones‒. Al fin y al cabo, los recuerdos nunca vienen solos.
Migoya actúa como un crucigramista que, en vertical y en horizontal, nos invita a rellenar nuestra identidad. En mi caso, Baricentro funciona con estas claves: el italo disco, Arturo de Bretaña ‒aquella serie del 73, con celtas y sajones arreándose espadazos‒, los vídeos de los Bee Gees y de Freddie Mercury, las rancheras de Jorge Negrete, Historias para no dormir y el Un, dos, tres, las películas prohibidas de Cine de Medianoche, El Coyote, Érase una vez el hombre, Conan el Bárbaro en libros y tebeos, las portadas de Interviú, el Bond de Roger Moore, Falcon Crest, el placer culpable de Saturno 3 con Kirk Douglas, y aquellas maravillosas novelas del Club del Misterio.
Como memento biográfico y por puro gusto, estas y otras mil referencias se añaden a un relato, en el que, por supuesto, no podía faltar otro tótem de Migoya, El arrecife del Escorpión, de Charles Williams.
Cómo se mide el impacto de la cultura popular en nuestra personalidad: ese es el gran misterio de Baricentro. Y es que, a veces, un álbum del Capitán Trueno, un episodio de Curro Jimenez o una balada de Manuel Alejandro contienen más vida que el mundo real (Si ven que van a olvidarlo, apúntenlo. ¿No es eso lo que deberíamos hacer todos?)
Por desgracia, ya saben cómo se las gasta el imperialismo cultural. Imbatible en el altar de las plataformas digitales, con su márketing de marca mayor.
Desde hace años, la imposición de la cultura yanqui ‒espléndida, pero no obligatoria‒ ha conseguido que las sociedades periféricas acabemos sintiendo una nostalgia postiza. Le retorcemos el brazo al celtíbero que llevamos dentro, y el resultado es previsible. Cualquier pasatiempo «anglo» será memorable, pero si lleva marca española nos parecerá casposo, y si encima tiene sus años, también reaccionario.
Abducidos por el mainstream, exhibimos un complejo estúpido y autocompasivo, que nos lleva a comportarnos como esnobs frente a nuestra propia memoria. ¿La consecuencia? Aquí la tienen: los viejos artesanos de la cultura hispana reciben dos afrentas. Primero, el olvido, y de propina, el desprecio.
Frente a esa vanguardia cultural, pija, progringa e hiperpolitizada, Hernán Migoya recupera la voz de la calle de atrás: mestiza, caótica, vulgar y deslenguada. Y su vibrante escenario, que en Baricentro es el extrarradio barcelonés, equivale a todos los barrios y ciudades dormitorio de nuestra infancia.
Pasen y lean. Esta es una novela para quienes aún no se han dejado entumecer por el Valium del primer mundo.
Sinopsis
Cuando Hernán vuelve del Perú a casa, en la visita periódica a sus padres, algo ha cambiado. La enfermedad golpea con fuerza a la familia y quizá ya nada pueda ser como fue. Por ello se propone evocar sus años de formación en la periferia de Barcelona, en la ciudad dormitorio de Barberà del Vallès.
Volver a la época que pasó a la sombra de un árbol genealógico huraño y al abrigo de un centro comercial protector. Unir entre sí, como una hilera de migas de pan, las experiencias que forjaron su carácter: la pasión por la cultura popular, el aprendizaje de los códigos del barrio, el desconocimiento sexual, la ética del buen hijo ante el sacrificio de una madre.
Novela brutal y tierna, Baricentro es una travesía de regreso a los años cruciales. Sin embargo, nadie sale indemne de un viaje así, porque rendir cuentas a la infancia significa enjuiciar a la persona en que nos hemos convertido.
Hernán Migoya (Ponferrada, 1971) es escritor, guionista de cómics y de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Tras su sonado debut literario con Todas putas (2003), ha publicado la novelas Observamos cómo cae Octavio (2005), Quítame tus sucias manos de encima (2010) y Una, grande y zombi (2011), los volúmenes de relatos Putas es poco (2007) y Hazañas eróticas del Cuarentón hijoputa (2018, en coautoría con el ilustrador Santiago Sequeiros), así como la radiografía sexual Deshacer las Américas (2016). Como guionista de cómics, es autor de más de una veintena de álbumes y novelas gráficas de éxito, además de haber dirigido, entre 1992 y 1998, la legendaria revista El Víbora. Destacan entre sus últimos títulos Nuevas Hazañas Bélicas (2019), con historias sobre la Guerra Civil para más de veinte dibujantes españoles de primera fila, y Carvalho, las adaptaciones a las viñetas y con dibujos de Bartolomé Seguí del popular personaje de Manuel Vázquez Montalbán. Su obra gráfica ha sido editada en medio mundo y ha obtenido, entre otros, el Premio al Mejor Guion del Salón Internacional del Cómic de Barcelona. Como guionista de cine también ha hecho cosas. Actualmente vive entre Barcelona y Lima.
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