No soy un tecnófobo y comprendo los motivos por los que deberíamos dar las gracias a Mark Zuckerberg o a Jack Dorsey. De hecho, empezaré por ahí, a riesgo de que más de un amigo no me crea.
En realidad, para sentir esa gratitud basta con responder a una sola pregunta: ¿Qué son Facebook y Twitter?
Veamos… en estas plataformas caben modelos innovadores de relaciones sociales, culturales, científicas y económicas. Son un nuevo catálogo de interconexiones e interacciones, maleable, fluido y enriquecedor. Un sustituto para el ateneo, para el bar o para el centro comunitario. Un medio para democratizar el aprendizaje, que nos permite trabajar juntos en tareas comunes y sin condicionamientos mercantiles. Un ámbito donde cultivar nuevas amistades. La fórmula más barata para promocionar un negocio o una marca personal. Una alternativa a los viejos medios de difusión de contenidos, donde la audiencia interactúa con los creadores. Y sobre todo, Twitter y Facebook son el primer paso hacia una sociedad virtual en la que nos liberamos de la geografía y de otras barreras que en otro tiempo fueron insalvables.
Ahora que ya están tranquilos los amantes de los píxeles luminosos, pasemos a definir lo que no es una red social. Para empezar, no es una actividad indispensable. Tampoco es la solución tecnológica a nuestros problemas existenciales. Y desde luego, no es el mejor modo de interactuar con otros seres humanos.
No hay contradicción: todo depende de la esfera que abordemos. En este caso, me interesan los motivos que uno puede alegar para frecuentar cada vez menos una red social. O incluso para abandonarla sin remordimientos, como quien cierra una novela cuyo desenlace ha dejado de importarle.
Sí, ya sé que, en opinión de la mayoría, los beneficios de Facebook o de Twitter superan a su defectos, pero uno necesita dar por sentadas esas virtudes para luego poder recitar, con cierto alivio, sus inconveniencias.
Comencemos.
1) Las redes generan dependencia
No me avergüenza reconocer que hasta hace unos meses ignoraba la existencia de Jason Thibeault, un experto en marketing cuyo trabajo se centra en las redes sociales. Sin embargo, tras leer su artículo Why I just quit Facebook, el bueno de Thibault cuenta con todas mis simpatías.
Que un profesional de la materia confiese que abandona la red social para librarse de su componente adictivo es tan revelador como intrigante.
«Aunque no soy un neurocientífico ‒escribe Thibault‒, me atrevo a decir que lo que estaba pasándome se relacionaba con mis niveles de dopamina. Cuando revisaba mis actualizaciones de estado en Facebook, mi cerebro recibía su recompensa con la dopamina. Cuando yo no estaba en la red, los niveles de dopamina se reducían, y entonces sentía esa tremenda necesidad de una nueva dosis».
En Estados Unidos, los especialistas equiparan esta adicción a otras igualmente poderosas, y que no se relacionan con agentes químicos, como sucede, por ejemplo, con la ludopatía. En realidad, la dependencia que genera Facebook, Instagram o Twitter viene a ser una de las variantes de la ciberadicción o trastorno de adicción a Internet (IAD). Aún es pronto para valorar todos sus efectos, pero es casi seguro que continuaremos hablando de ella en los próximos años.
Sin entrar en grandes detalles, podemos decir que esta patología tiene un síntoma evidente: la imposibilidad de pasar un solo día sin consultar lo que está pasando en la red social. El diagnóstico de un psiquiatra sería más elocuente, pero quédense con esta idea: el narcisismo, la vanidad, la necesidad de atención y reconocimiento, la urgencia de compararnos con los demás o la soledad son los engranajes que impulsan en mayor medida esta dependencia, que puede degenerar en trastornos de ansiedad e incluso depresión.
Obviamente, uno puede hacer un uso sano y razonable de las redes. Pero no siempre es así. De hecho, este asunto se lo toman muy en serio los investigadores, y más de uno indica que el mecanismo que usamos en Facebook o Twitter se parece sospechosamente al de una máquina tragaperras.
Los «me gusta» y los comentarios en nuestras actualizaciones mitigan nuestros temores de quedar fuera del grupo, consolidan la ilusión de que formamos parte de alianzas sentimentales, estéticas o ideológicas, y sobre todo, inyectan hormonas en nuestro ego. En el estudio titulado «Computers in Human Behavior«, varios investigadores del Departamento de Psicología de la Universidad de Windsor, en Ontario, detectaron que un rasgo que impulsa a bastantes usuarios a engancharse a Facebook es el neuroticismo, o dicho de otro modo, la inestabilidad emocional.
Al final, lo que se percibe a través de las redes acaba sustituyendo a la propia realidad ‒confusa, compleja, ocasionalmente hostil‒ y nos conduce a un entorno virtual muy controlado. De ese modo, el afecto verdadero y el reconocimiento sincero ‒que sí disminuyen la generación de cortisol‒ se disfrazan de branding personal y de likes cotidianos.
No es casual, por otro lado, que un grupo de investigadores de Princeton haya analizado el decrecimiento previsto en el número de usuarios de esta red social comparándola con una efermedad infecciosa.
Recuérdenlo, la vida social ya existía ‒¡y de qué manera!‒ mucho antes de que las redes sociales abriesen sus puertas. Puestos a elegir adicciones, se me ocurren otras más productivas.
2) Las redes son ladrones de tiempo
Hay un verbo que resume bien los siguientes párrafos: procrastinar, del latín procrastinare. La Real Academia Española lo recoge como sinónimo de diferir o aplazar. En la práctica, es un hábito nefasto, que nos lleva a sustituir las obligaciones o las actividades enriquecedoras por pasatiempos irrelevantes.
A causa de la plasticidad cerebral, ese hábito puede convertirse en un trastorno del comportamiento que, por otro lado, también genera gran ansiedad.
Ante una tarea abrumadora ‒un examen, el trabajo pendiente en la oficina, una jornada de entrenamiento…‒, optamos por evadirnos al País de Nunca Jamás, en el que un interminable hilo de Twitter o las actualizaciones de nuestros «amigos» en Instagram nos distraen de aquello que realmente es necesario y urgente. La red social se transforma, de ese modo, en un plácido generador de excusas, que nos aleja de la responsabilidad y distorsiona nuestra percepción del paso del tiempo.
¿Cuántas veces hemos entrado en Facebook con la idea de estar cinco minutos y, de forma imperceptible, nos roba dos horas?
Nuestra personalidad nos juega malas pasadas. Dos investigadores, Ashwini Nadkarni y Stefan Hofmann, en un estudio realizado en la Universidad de Boston, comprobaron que los usuarios con peor autoestima son más propensos al empleo compulsivo de las redes sociales. Por su parte, los usuarios más disciplinados, con una idea clara de cómo deben organizar su tiempo, entran ocasionalmente y rara vez se convierten en adictos.
Facebook, al igual que sucede con Instagram, con Twitter o con los grupos de WhatsApp, no solo nos distrae de las obligaciones. También coloniza nuestro tiempo de ocio.
De hecho, lo que más se parece a un paseo por la red social es el zapping. Ojeamos esto o aquello de forma inconexa, sin grandes certezas que le anclen a uno cuando arrecia el aburrimiento.
En ese punto, ni siquiera nos importa demasiado con quién interactuamos. Puede que nuestros interlocutores hayan falsificado sus perfiles, como si nos encontrásemos en medio de un baile de máscaras.
Por cierto, aunque los gurús tecnológicos hayan logrado que nos creamos mitos como la multitarea o la capacidad de los nativos digitales para ver tres o más pantallas sin distraerse ‒dos falacias muy perjudiciales‒, hay autores que, sin caer en posturas apocalípticas, empiezan a poner las cosas en su sitio, alertándonos de los riesgos que la dependencia digital genera.
Pienso, por ejemplo, en Roberto Casati, autor de un libro imprescindible en este terreno: Elogio del papel. «A menudo ‒escribe Casati‒ se oye hablar de una supuesta ‘mutación antropológica’ que estaría relacionada con la utilización masiva de las nuevas tecnologías. Se habla de ‘nativos digitales’ que serían capaces de navegar eficazmente con la mayor facilidad en una forma constante de dispersión. ¡Alto ahí! No existe ningún dato que corrobore estas afirmaciones. Es cierto que las personas se ven cada vez más obligadas a trabajar de esta forma, pero nada indica que lo hagan bien. Y efectivamente, la vida de los niños está cada vez más colonizada por la televisión y los videojuegos, pero eso no quiere decir que la mente pueda ser educada en la dispersión (y todavía menos que deba serlo). En efecto, la mente sufre la dispersión, y no es para alegrarse».
El problema, por supuesto, no solo atañe a los estudiantes jóvenes, distraídos por sus smartphones y por la catarata de imágenes y ocurrencias que se derrama en las redes sociales. Los adultos también estamos, para bien y para mal, condicionados por nuestra plasticidad cerebral. Si nos convertimos en adictos a las redes ‒es decir, si les dedicamos mucho tiempo diario‒ iremos perdiendo ‒además de esas horas irrecuperables‒ ciertas competencias. Por ejemplo, la concentración en el estudio, el músculo reflexivo que nos permite leer un libro mínimamente profundo, la predisposición para atender de forma exclusiva a una sola actividad, la capacidad para jerarquizar de forma inteligente las informaciones que nos ofrecen los medios…
¿Soluciones? Recuerden a Ulises. Cuando estaba a punto de oír el tentador canto de las sirenas, se ató al mástil de su barco.
3) En Facebook y Twitter predomina la negatividad
Como quien lleva un canario a la mina, suelo entrar con cautela en los entornos donde hay demasiada negatividad. Esto es subjetivo, claro. Estoy seguro de que hay quien solo usa Facebook o Twitter para comunicarse ‒sin perder la sonrisa‒ con amigos y familiares, prolongando en el plano virtual unos afectos que la distancia impide en el plano real. Pero si el número de amigos crece más allá de los dos ceros, el muestreo humano suele ofrecer, inexorablemente, una sobrecarga de indignación, fatalismo, quejas o acusaciones.
Quien desee cultivar el optimismo, analizando la vida diaria desde una perspectiva risueña, lo tiene complicado para encontrar en una red social la receta para la felicidad.
Entregar y recibir afecto ‒disminuyendo así la generación de cortisol, la hormona relacionada con el estrés‒ no es, desde luego, el fin primordial de estas redes.
Obviamente, filtrar la realidad a través de Facebook o Twitter no es mucho peor que hacerlo a través de los medios de información digitales, dado que, en general, el aspecto más negativo y frustrante de la actualidad es el que también predomina en ellos.
¿Por qué a los consumidores de información les atrae tanto esa oferta negativa? ¿Por qué un caso de corrupción o un suceso dramático resultan más seductores que un gran descubrimiento científico o que un comportamiento heroico?
Marc Trussler y Stuart Soroka realizaron un interesante experimento en la Universidad McGill, en Canadá. Para evitar ningún condicionamiento previo, invitaron a una serie de voluntarios a un supuesto estudio sobre el movimiento de los ojos (eye tracking). Les dieron a leer una serie de noticias de carácter político, y fue entonces cuando comprobaron que, de forma evidente, los voluntarios preferían aquellas informaciones que confirmaban sus peores prejuicios ‒por ejemplo, la hipocresía y corrupción de los políticos‒ en lugar de aquellas que eran neutras o positivas ‒los logros conseguidos por otros servidores públicos que hacían bien su labor‒. Paradójicamente, el grupo de voluntarios, en una encuesta posterior, afirmó que ellos preferían siempre las buenas noticias. En su opinión, los medios de comunicación son demasiado negativos.
¿De dónde procede ese autoengaño?
Del estudio se deduce que la psicología humana está diseñada para reaccionar ante el peligro. Palabras como bomba o robo activan nuestra psique, y nuestro cerebro las subraya mucho más que otras como sonrisa o éxito. ¿Consecuencia? A la hora de leer cualquier titular, prestamos siempre mayor atención a las palabras negativas.
Traslademos ahora estas conclusiones a la red social, donde lo único que solemos leer son, precisamente, los titulares. En el ámbito de la información política, un titular negativo siempre será más compartido y comentado. En cierto sentido, lo negativo vende. De ahí que este sea un campo abonado para la manipulación y el fraude: banners con falsos entrecomillados atribuidos a determinado personaje, noticias con titulares tendenciosos que azuzan nuestros instintos básicos, noticias falsas o escandalosas difundidas por ciberactivistas…
Esta negatividad no solo se detecta en el terreno informativo. Repetiré la pregunta: ¿Facebook y Twitter nos proporcionan felicidad? Lo cierto es que parece que no. Un estudio de la Universidad de Michigan indica que la satisfacción y el bienestar no figuran entre los beneficios de la red de Zuckerberg. El equipo de neurocientíficos responsable de esa investigación, encabezado por John Jonides, comprobó que en Facebook predomina la comparación social, y obviamente, siempre encontramos usuarios que nos superan en este o aquel aspecto.
Reconozcámoslo, Facebook o Instagram no son la vida real: solamente la sustituyen, y las emociones que proporcionan están habitualmente distorsionadas. De ahí que estos científicos recomienden a quienes padecen ese efecto negativo algo que parece fácil: sustituyamos, en la medida de lo posible, los diálogos a través de Facebook por charlas cara a cara o por llamadas telefónicas. Al fin y al cabo, ese sí que es un buen remedio contra la soledad.
4) En Facebook y Twitter triunfa el desencanto
Ya lo hemos visto. Usado por ciberactivistas de cualquier credo o partido, Facebook y Twitter sirven como herramientas de adoctrinamiento. En los mejores momentos, también sirven como espacio para la reflexión, y sobre todo, para la catarsis y el desahogo, con esa euforia casi instintiva que suele generar la comunicación digital.
En este sentido, una herramienta tan prometedora como la red social me recuerda la primera etapa de la web 2.0. Ya saben: aquella época feliz en que los periódicos y revistas abrieron espacios para que sus lectores opinasen sobre cada artículo publicado. «Únete a la conversación», decían. «El trabajo colaborativo ha de llegar al periodismo, y son los lectores quienes pueden aportar un feedback valioso y genuino».
Parecía una buena idea, es cierto, y encima dio trabajo a muchos social media manager y community manager. Pero el tiempo ha ido en su contra. En la actualidad, leer los comentarios de casi cualquier medio de comunicación es poco recomendable para un lector en busca de paz espiritual.
Ese apartado viene a ser el escenario de una batalla: la cosa empieza con cortesía, pero a las primeras de cambio, todos a quejarse y a renegar de manera huracanada, con ese tono anarcopunk y majareta que ustedes pueden reconocer en cualquier refriega digital.
Parece lógico que ese problema se haya trasladado a las redes sociales, sobre todo cuando salen a relucir temas que despellejan los sentimientos. Somos gregarios, y tendemos a relacionarnos en estas redes con quienes comparten opiniones o gustos similares.
Cada nuevo hashtag es otro banderín de enganche que nos hace sentir parte de una tribu. En esa realidad paralela, fabricamos un entorno hecho a medida, blindado, y las disidencias se resuelven con recursos tan sencillos como bloquear a un interlocutor o borrar una «amistad».
Es un gesto equívoco, claro. En realidad, Facebook o Twitter sirven para iniciar discusiones, pero no para zanjarlas. Siempre hay un nuevo villano a quien señalar cuando a uno empiezan a sonarle los términos de una vieja polémica.
Los motivos por los cuales las redes, entre otras cosas, son un escenario de quejas recurrentes hay que buscarlas en el espíritu de nuestra época. Gilles Lipovetsky lo describe así en La sociedad de la decepción (Anagrama, 2008): «Mientras que las sociedades tradicionales, que enmarcaban estrictamente los deseos y las aspiraciones, consiguieron limitar el alcance de la decepción, las sociedades hipermodernas aparecen como sociedades de inflación decepcionante. Cuando se promete la felicidad a todos y se anuncian placeres en cada esquina, la vida cotidiana es una dura prueba. Más aún cuando la «calidad de vida» en todos los ámbitos (pareja, sexualidad, alimentación, hábitat, entorno, ocio, etc.) es hoy el nuevo horizonte de espera de los individuos. ¿Cómo escapar a la escalada de la decepción en el momento del «cero defectos» generalizado? Cuanto más aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración. Los valores hedonistas, la superoferta, los ideales psicológicos, los ríos de información, todo esto ha dado lugar a un individuo más reflexivo, más exigente, pero también más propenso a sufrir decepciones».
«¿De qué se quejan más los consumidores? ‒añade Lipovetsky‒ De los embotellamientos, de las playas atestadas, de los paisajes desfigurados por las inmobiliarias o invadidos por los turistas, del hacinamiento en los transportes públicos, del ruido de los vecinos, etc. Dicho de otro modo, lo que nutre la decepción no es tanto la comodidad privada como la incomodidad pública o la comodidad de los demás. Como era de esperar, la decepción es más frecuente en el dominio de los servicios, en la relación con las personas. Son innumerables las quejas acerca de los profesores, la mala calidad de la asistencia técnica en Internet, la falta de interés humano de los médicos. Es lo que ha llevado a hablar de la «paradoja de la salud»: cuanto más se eleva el nivel de salud, más decepciones y descontentos se producen».
Este recelo también penetra en todos los canales de Facebook y de Twitter, y quizá por ello sea más fácil encontrar en las redes sociales muestras de desencanto que ejemplos de excelencia o valoraciones optimistas.
5) Facebook y Twitter no son una buena herramienta para informarse
¿Por qué llegar a las noticias a través de Facebook o de Twitter, y no a través de las propias webs de los medios de comunicación en los que confiamos? ¿Qué ventaja tiene leer los comentarios de amigos y conocidos? Si la respuesta es «Así estamos mejor informados», me temo que voy a estar en desacuerdo.
En toda red social, la estafa informativa tiene mayor peso que las informaciones rigurosas: el usuario típico se limita a dejarse llevar por sus prejuicios y por sus aprensiones, sin importarle la fuente ni las pruebas que solía aportar el periodismo clásico, hoy contaminado por el sensacionalismo viral.
Por lo demás, uno puede establecer relaciones muy particulares con la oferta informativa de las redes. Al escenario termonuclear de la política que nos acercan los medios digitales ‒ideología tribal, mensajes de odio, conspiraciones, rumores sin confirmar… ‒ se suma una catarata de titulares «con interés humano», que aporrean nuestra inteligencia a cada segundo. De hecho, es posible modelar con ellos el zeitgeist de cualquier red social.
Lo reconozco, hay algunos más fáciles de digerir que otros. Hagan girar la rueda del ratón para comprobarlo: «El vídeo porno grabado en las pirámides de Egipto que deja con cara de momia al Gobierno». «Todo es una gran mentira: la realidad sobre los mercados financieros». «El doctor puso unos auriculares a la abuela. No esperaba llorar con su reacción». «Le da de comer a una madre anciana la carne de su hijo descuartizado». «Así pretenden reducir la población mundial». «Abre los ojos. Estos 5 sencillos hábitos podrían salvar tu vida». «El gordito del que se burlaron por bailar en público ha conquistado a 1.728 mujeres». «Al hombre que se emborracha comiendo patatas le marea hasta su desconfiada esposa». «El emocionante rescate de Bitty, el perro que estaba aterrorizado en una alcantarilla». «5 pensamientos que te harán más feliz inmediatamente». «Esta máquina de refrescos en Shanghai esconde algo en su interior y no son bebidas». «La sueca que se quedó embarazada bailando ‘el Serrucho’: Mi marido lo entiende, fue una tontería«. «Padres se tatúan la marca de nacimiento de su hija para que ella no se sienta diferente». «Mira cómo estos completos desconocidos se enamoran en menos de una hora». «Te aseguro que cuando veas la historia de esta mujer dejarás de fumar apenas termines el video»…
El contexto lo es todo. Quizá muchos de ustedes no se dediquen a abrir estas compuertas e ignoren ese otro lado en el que se alternan la miseria cotidiana y la trivialidad.
Quizá sus únicas referencias en las redes sociales sean el New York Times, la NASA y el National Geographic. Incluso es posible que aún recuerden que la maquetación de los periódicos y las revistas servía para jerarquizar, por orden de importancia, las noticias y opiniones ‒jerarquizar, otra costumbre olvidada‒. No obstante, en el momento en que superen cierta cantidad de amigos o seguidores, me temo que su página de inicio estará repleta de titulares como los que nos traemos entre manos, sin orden ni concierto, con su poder adictivo intacto.
¿Mi recomendación? Den un paso atrás, y reconsideren su tiempo libre. Recuerden cuántas series y películas espléndidas les quedan por ver, y cuántos libros por leer. Si lo suyo es el deporte y la vida sana, no hace falta que les diga lo mucho que deteriora nuestra salud pasar demasiado tiempo sentados. Y si piensan en rejuvenecer sus neuronas, echen un nuevo vistazo a los párrafos anteriores y luego, díganme… ¿no creen que es una buena idea mantener ese aluvión de cretineces a una distancia prudencial?
De cuando en cuando, dejen descansar sus perfiles y sus muros. Filtren sus contactos, y quédense únicamente con los mejores. Aquellos que generan simpatía, placidez y conocimiento.
Todos deberíamos ser, a veces, o siempre, un poco más sabios a la hora de usar las redes. Parte de nuestra vida depende de ello.
Imagen superior: Pixabay.
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