Galdós es más que un letrado, pero menos que un clásico. Ha sido leído exhaustivamente y no da más de sí. Es, como opina Javier Marías, inevitable pero está fechado, como uno de esos primorosos vestidos que se usaban en su tiempo y ahora sólo hallan cabida en el Museo del Traje.
Ya en su tiempo Pío Baroja señaló el fastidio que le causaba. Ciertamente, don Pío abundaba en fastidios y éste es comprensible. Galdós confiaba en la historia. Le valía la pena estudiarla y novelarla porque siempre se aprende algo de ella, escuela de virtuosos y viciosos, de héroes y canallas.
Su obra, según el modelo realista, cumple una tarea de pedagogía social. En cambio, según Baroja la historia no sirve para nada, pues sólo provee desilusiones y fracasos que llevan a los hombres a refugiarse en la privada intimidad, el sacrificio rebelde o el suicidio pesimista. En lo demás, ambos escritores se parecían demasiado y por eso Baroja tomó distancia ante el peligro mimético.
Valle-Inclán, por su parte, si se aproximó a la historia fue para convertirla en leyenda o esperpento. No creía, como los realistas, que la Realidad se dejaba reconocer a primera vista y conocer con ciencia, veracidad, sinceridad y decencia. El escritor que lo intentara se iba a encontrar con el lenguaje, que tiene su ser propio, su propia realidad.
Larga es la lista de los escritores para quienes Galdós es una referencia. Episodios nacionales escribieron Ricardo Fernández de la Reguera y Susana March, y hoy lo hacen Arturo Pérez-Reverte y Almudena Grandes. Ciclos novelescos de hálito galdosiano han hecho Ramón Sender, Max Aub, Arturo Barea, Manuel Andújar e Ignacio Agustí. Al contrario, Rosa Chacel, Francisco Ayala, Juan Benet y el citado Marías pueden pasar de don Benito. Sigue un etcétera, con seguridad más abundante que la lista anterior.
Seguir la huella del galdosismo indica que en el imaginario español y en el lugar que en él ocupa la novela, hay algo que no ha transcurrido, una inercia que va más allá de lo estrictamente literario y que hace a la posición del escritor ate el lector y, de paso, ante la literatura misma. No a la institución literaria sino al quehacer de quien escribe. Un pedagogo social asume un papel de superioridad ante el lector porque le va a decir algo que el lector no sabe, le va a explicar cómo es su realidad y cómo, en consecuencia, es él mismo. En especial, en los Episodios, hay un algoritmo acerca de la buena naturaleza del pueblo español, el pueblo llano y medio, que quiere tener un país más libre, más solidario, más decente y más próspero. Sobre él se forma una casta gobernante que es todo lo contrario: el idealista se vuelve demagogo y el hombre de acción se corrompe. Es decir que hay buenos y malos españoles y el escritor se dirige a uno de los buenos, se pone a su lado y cuenta con él mientras le cuenta la historia de España. Lo que no parece tan claro es por qué una gente de tan buena cepa produce una dirigencia de tan mala calidad.
Creo que en este cruce se quiso situar la polémica galdosiana entre Javier Cercas y Antonio Muñoz Molina [1]. Se embrolló y fue a dar en algo tan típico español como lo es una rabieta personalista. Se trata de un malentendido: hablan de cosas distintas y no de puntos de vista distintos sobre una misma cosa. Cercas se refiere a la obra galdosiana y Muñoz Molina, a la persona del ciudadano Galdós. Ambos saben, con su debida lucidez y condigna inteligencia, que no son la misma cosa. En especial, el segundo, que cita a diversos maestros del siglo XIX cercanos a don Benito. Alguno de ellos, como el legitimista Balzac y el reaccionario Flaubert, muy alejados en lo cívico. En cuanto al conde Tolstoi, difícil me lo imagino republicano y liberal.
Como se ve, siempre Galdós da para aprobar y censurar pero no deja a nadie indiferente. Es un pariente consanguíneo, un antepasado, ineludible aunque ya nadie calce sus botines ni se ajuste sus cuellos duros.
[1] «Buscaba yo ‒escribe Javier Cercas‒ la forma de razonar en esta columna por qué me gusta menos Galdós que a muchos de mis colegas españoles —a pesar de haberme pasado media vida tratando de explicar en la universidad su enorme importancia histórica y sus méritos literarios—[…]» («Galdós», El País Semanal, 9-2-2020). «Decía Borges en su vejez ‒señala Antonio Muñoz Molina‒ que no darle a él el Premio Nobel de Literatura se había convertido ya en una antigua tradición escandinava. Una tradición española casi escandinava también ya de tan antigua es la de mostrar la modernidad de uno mismo como novelista perdonándole la vida a Pérez Galdós» («En defensa de Galdós», El País, 14-2-2020). «Es posible que yo subestime a Galdós ‒responde Cercas‒, pero también es posible que él lo sobrevalore y que sostener, como él parece sostener, que el novelista canario es superior a Dickens o Flaubert sea una verdadera temeridad (si no un disparate). En cualquier caso, lo que Muñoz Molina no debería de ningún modo permitirse es decir que quienes no compartimos su imbatible entusiasmo galdosiano y tenemos el atrevimiento de tratar de razonarlo en público, desde Valle-Inclán o Baroja hasta Juan Benet —por mencionar solo escritores españoles—, lo hacemos para dárnoslas de modernos» («Galdós y Muñoz Molina», El País, 15-2-2020).Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.