Pocas cosas urgen tanto como arreglar las averías de nuestro sistema educativo. Sin embargo, basta escuchar a los políticos para comprender que casi es imposible.
Cada vez que hablan en un mitin, en la prensa o en el parlamento, topamos con dos inconvenientes. De un tiempo a esta parte, son más incultos, lo cual les impide valorar metas como la erudición o la maestría en cualquier disciplina. Encima, usan un lenguaje pobre, vacuo, sectario y enrevesado, así que dudo mucho que puedan apreciar los matices o necesidades de la enseñanza y el estudio académico.
A los españoles, como a cualquier hijo del vecino, nos gusta creer que los gobernantes saben lo que hacen. Por eso, cuando los políticos discuten sobre leyes educativas, escuchamos a esos próceres de la patria, y con feliz entusiasmo, nos cegamos con su tinta de calamar. Unas cuantas consignas y latiguillos bastan para que festejemos a unos o a otros.
Con el fin de orillar cuestiones graves y con un remedio peliagudo ‒la fragmentación autonómica del currículo, la mala comprensión lectora y el fracaso escolar‒, esos políticos y sus voceros nos distraen con retos nuevos y originales, que parecen extraídos de una charla TED.
Cuando enfoca la cámara, proclaman que «la forma de enseñar, aprender y evaluar tiene que adaptarse a los desafíos digitales del siglo XXI». Por supuesto, no se olvidan de este otro eslogan: «La educación debe fomentar la creatividad, la curiosidad, el pensamiento crítico y el trabajo en equipo». Al final, antes de que se apaguen los focos, repiten aquello de que «en un mundo globalizado, es imprescindible que los niños y las niñas españoles también dominen el inglés».
Con el fin de que nadie se despiste, el tertuliano de turno repetirá más o menos lo mismo, añadiendo otros consejos: «La memoria y la simple retención y recitación de datos y conceptos deben ser desterradas de las aulas». O mi frase predilecta: «La escuela que merece el alumnado de hoy no puede ser idéntica a la del siglo XIX».
Los flamantes papás y mámás que escuchan a estos políticos y a su coro periodístico no tardarán en repetir la misma copla. Hagamos como los estadounidenses: menos deberes, poca memorización y mucho trabajo creativo. Imitemos a los islandeses: por favor, que los niños aprendan a través del juego y del descubrimiento. Y sobre todo, pobrecitos míos, que no compitan por las notas y aprendan a ser solidarios y a compartir. De propina, mejoremos los resultados del informe PISA.
Dejémoslo ahí. Creo que fue el fráncés Bernardo de Claraval quien dijo aquello de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
Entre quienes vacían de contenido las asignaturas y quienes se entretienen con el e-learning y otras novedades pedagógicas, asoman la cabeza, incansables, aquellos que sueñan con que los españoles seamos bilingües, y así podamos charlar de tú a tú con un tipo de Liverpool, de Arkansas o de Twitterlandia.
Estos últimos, al menos, no son tan ilusos como esos pedagogos que creen posible «fomentar el pensamiento crítico y las habilidades cognitivas» en chavales que ya no leen, no se interesan ni lo más mínimo por la cultura, carecen de hábitos de trabajo y sólo son felices en Instagram o en una partida de League of Legends.
Cada vez que estos especialistas hablan de un desajuste entre los planes de estudios y las capacidades e intereses de los alumnos, lo que en realidad quieren decir ‒aunque suene mucho peor‒ es otra cosa: «¿Por qué los estudiantes tienen que aprender todo eso que pueden buscar en Wikipedia? ¿Para qué le sirve a una chica que quiere estudiar Biología memorizar los autores de la generación del 27? ¿No sería mejor ‒piensan esos pedagogos‒ una escuela diversa, lúdica y abierta, que olvide los libros de texto o los exámenes, y promueva la creatividad?»
Las del párrafo anterior son preguntas que funcionan como línea divisoria. A un lado, quedan los tecnoutopistas, los adanistas, los posmodernos y también más de un analfabeto con micrófono, y a otro lado, suspiran los padres, tutores y heroicos profesores que no entienden el aprendizaje sin lecturas, sin memoria y sin esfuerzo (Dejo aparte a los pocos que aún creen en la formación humanística al estilo clásico, porque esos ya no tienen forma de pillar el sueño).
En fin: lo mejor será dejarme de preámbulos y dar paso al meollo de este artículo. Antes les hablaba del bilingüismo. Evidentemente, nadie discute que el dominio de otras lenguas es una habilidad muy estimable. Además, en el ámbito educativo, es una cualidad defendida por las derechas y las izquierdas. Aquí la discusión es mínima. Se ponen de acuerdo los que quieren una escuela que forme a profesionales competitivos, útiles para el mercado, y aquellos que preconizan el globalismo y el encuentro entre culturas.
De entrada, ya ven que la intención no es mala. Sus promotores suelen decir que la educación bilingüe en las escuelas e institutos públicos, anunciada en rótulos sobre la puerta de entrada de los centros, proporciona a los alumnos competencia profesional, una mirada más abierta y la llave para entrar en otras culturas.
Magnífico, sí… Tanto, amigos míos, que casi cuesta creerlo. Sobre todo, porque el bilingüismo se aplica sin haber resuelto previamente otras cuestiones, como el bajo rendimiento académico o la escasa comprensión lectora en español.
A los responsables públicos, en general, les gusta empezar la casa por el tejado. ¿Para qué vamos a hacer las cosas bien, pudiéndolas hacer mal?
Como los expertos dicen que aprender una lengua exige cierto grado de inmersión, se supone que la mejor fórmula es esta: introducir a los alumnos en un entorno donde ese idioma predomine. En nuestro modelo, el profesorado ha de enseñar en inglés asignaturas troncales, como las ciencias naturales, las ciencias sociales y la historia.
Es decir, las tres disciplinas que nos caracterizan culturalmente ‒identificamos en español nuestro entorno, nuestra sociedad y nuestro pasado‒ pasan a ser impartidas en una lengua extranjera.
Las consecuencias serían divertidas si no fueran lamentables: desde chavales que saben clasificar la anatomía humana en inglés, pero no en español, hasta otros que recitan las capitales del mundo en ese idioma, sin que nadie se haya molestado en traducírselas a su lengua materna.
En un mundo perfecto, los niños sometidos a ese experimento volverían a sus casas, y en el ámbito familiar, podrían traducir lo aprendido en el aula. «Hija mía, entérate, Visigothic Spain quiere decir España visigoda, a Christopher Columbus tenemos por costumbre llamarle Cristóbal Colón, y umbilical cord es lo mismo que cordón umbilical«.
Lo malo es que el nuestro no es un mundo perfecto. En lugar de ampliar el número de horas de inglés, a cargo de profesores especializados, tenemos a los antiguos profesores de inglés haciéndose cargo de la Historia o el Conocimiento del medio. Y casi nadie compensa, ni en casa ni en el aula, el desconocimiento de esas materias en español.
Para un ciudadano que planifique el porvenir de sus hijos en Dublín o en Manhattan, esto no es un inconveniente. Aunque quizá se queje por la falta de profesorado con buen acento, le encantará que los centros públicos contraten auxiliares nativos, pese a que estos carezcan de una formación educativa.
Por el contrario, si usted quiere que sus hijos o sus nietos sean personas cultas y bien formadas, con un buen dominio del español, quizá alguien deba explicarle por qué la escuela o el instituto pretenden ser algo parecido a una academia de idiomas.
¿Creen que exagero? Podemos encontrarnos, a no mucho tardar, con alumnos que no alcancen un nivel satisfactorio en ninguna de las dos lenguas. Además, esta escasez de vocabulario les impedirá acceder como es debido a otros conocimientos que también exigen cierto grado de abstracción, como la literatura o la filosofía.
Por la misma razón, ese alumnado cometerá cada vez más fallos gramaticales, más errores de lectura y escritura. Y padecerá la simplificación de contenidos, porque las materias tienen que adaptarse a un ritmo de aprendizaje más lento cuando se imparten en un idioma extranjero.
No lo digo yo. Se lo puede confirmar casi cualquier profesional de la docencia, sobre todo si lleva unos cuantos años en la profesión.
Sin ánimo alguno de enmendarle la plana a los padres anglófilos, entusiasmados por lo bien que pronuncian sus retoños expresiones como taifa kingdoms, Battle of Trafalgar o governor of New Spain, voy a comentar otro inconveniente más.
Verán: la lengua es un vehículo de cultura e identidad. Construimos nuestro pequeño mundo con palabras, y antes de saber para qué sirve la Historia, esas palabras y nombres propios ‒dichos y escritos en nuestra lengua‒ se convierten en el santo y seña del país donde vivimos, y por extensión, en la idiosincrasia que compartimos todos los hispanohablantes del planeta.
A efectos culturales y emocionales, vale la pena descubrir nuestro pasado en un buen manual escolar, escrito por un profesor que además domine los secretos de nuestra lengua. Por desgracia, por culpa de los ilusionistas de la pedagogía, mi hija ‒y tantos otros como ella, estudiantes en la escuela pública‒ ha aprendido Historia de España con libros escritos en inglés, diseñados por autores británicos y con un enfoque anglosajón. Que nadie culpe a los profesores: la decisión no es suya.
En fin. No sé si es lo que llaman colonización cultural, pero se le parece bastante.
Bien está mejorar el estudio del inglés ‒lo repito‒, pero con el sistema bilingüe, el precio a pagar es disparatado. ¿Preferimos jibarizar los contenidos en lugar de ampliar las horas de lengua extranjera? ¿Vale la pena aprender más inglés si se aligera tanto la cultura necesaria para emplearlo algún día con lucidez?
Decía Ortega y Gasset que «hay quienes son tontos en varios idiomas». Emilio Carrere escribía sobre «una especie de tonto que abunda en todas partes: el tonto cosmopolita». El matiz me parece claro. «Creo recordar ‒añade el Marqués de Tamarón‒ una carta del joven Aldous Huxley al ya maduro Paul Valéry advirtiéndolo contra los peligros de admirar demasiado la poesía de Poe porque, venía a decir, los extranjeros pueden pasar por alto un fallo poético que sólo se descubre en la lengua materna: la cursilería sutil».
Con una asignatura de Historia tan venida a menos, incapaces de incluir en su léxico el rico vocabulario de las Ciencias Naturales, nuestros hijos deben esforzarse doblemente en casa, con actividades suplementarias en español. O bien podemos bendecir la alternativa bilingüe, y dar saltos de alegría cuando los chavales usan el past perfect, aunque de nuestro pasado solo sepan lo que ha escrito un súbdito de Su Graciosa Majestad.
Ante la falta de pruebas que confirmen sus virtudes, el bilingüismo educativo no pasa de conjetura. No ofrece ninguna certeza. Se trata de una mentira piadosa, salpicada de perogrulladas. Es cierto: a los alumnos les permitirá mejorar su inglés, y a los políticos milagreros, presumir de mejoras. ¿El importe a pagar? Un empobrecimiento gradual de los contenidos académicos y la degradación en el uso de nuestro propio idioma.
Imagen superior: US Department of Education.
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