En la época actual tenemos, en efecto, la posibilidad no sólo de leer los libros, sino de escucharlos. Algunas personas a las que he comentado mi afición a escuchar los libros me han dicho que un libro escuchado no puede compararse a uno leído. Supongo que es parte del fetichismo del libro impreso, del que a mucha gente le resulta muy difícil desligarse, confundiendo el continente con el contenido, como se decía antiguamente (no sé si continente es correcto en este contexto, pero yo lo recuerdo así).
Porque, en realidad, escuchar un libro supone, como digo en la presentación, una vuelta a la cultura oral, que ya se reinició con la radio y con la televisión (que es audiovisual). En tiempos de Agustín de Hipona la costumbre era leer los libros en voz alta, es decir, que todo el auditorio los escuchaba y era tan sólo el lector quien lo leía (pero se supone que también escuchaba su propia voz).
Alberto Manguel cuenta en Una historia de la lectura, que Agustín se quedó bastante sorprendido al ver que Ambrosio de Milán leía sin pronunciar las palabras: «Sus ojos recorrían las páginas y su corazón penetraba el sentido; mas su voz y su lengua descansaban».
Eso muestra que la costumbre, incluso cuando uno estaba sólo, era leer en voz alta, es decir, escuchar el libro.
Manguel también cuenta que los soldados de Alejandro Magno se quedaron asombrados cuando en una ocasión le vieron leer una carta de su madre «en silencio».
A mí me parece recordar que también Aristóteles llamaba la atención por su costumbre de leer en silencio.
Así que antiguamente el fetichismo era con la palabra hablada, en vez de como sucede hoy con la escrita (al menos en lo que se refiere a los libros).
«En el Arca marmórea de san Agustín, construida en el siglo XIV sobre el altar que conserva las reliquias del santo, Basílica de San Pedro in Ciel d’oro, Pavía; el diálogo de Agustín con san Simpliciano; a la derecha, la conversión: siguiendo la sugerencia de un ángel, Agustín lee las Cartas de san Pablo.»
No sólo eso, como también aclara Manguel, la célebre frase scripta manent, verba volant («lo escrito permanece, las palabras se las lleva el aire») en la antigüedad se interpretaba al contrario que ahora: no era un elogio de la palabra escrita, sino de la palabra dicha en voz alta «que tiene alas y puede volar, comparándola con la palabra silenciosa sobre la página, inmóvil, muerta».
Y añade Manguel la siguiente e interesante observación: «Enfrentado con un texto escrito, el lector tenía el deber de prestar su voz a las letras silenciosas, a las scripta, para permitirles convertirse en verba, palabras habladas, espíritu».
Yo, sin embargo, tengo una interpretación (diferente de las dos mencionadas) del Scripta manent, verba volant, pero no es éste lugar para desarrollarla.
En cualquier caso, en el futuro, al menos en el futuro que aparece en Recuerdos de la era analógica, es previsible que no nos preocupe ni lo escrito ni lo oral, porque ni leeremos ni escucharemos los libros, sino que los degustaremos de otra manera, como se puede adivinar en el relato La obra de arte en los tiempos de la percepción malebranchiana. No es casual en esta página la insistencia en Agustín de Hipona: el padre Nicolás Malebranche era agustiniano.
Para quien quiera probar el placer de escuchar los libros con un lector electrónico, las buenas voces digitales son cada vez más perfectas. No hace falta decir lo útiles que resultan estos programas para los ciegos, que pueden leer todo lo que aparece en la web al instante.
Imagen superior: Pixabay.
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