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Nuestros demonios

En un reciente texto, Rüdiger Safranski (Ser único. Un desafío filosófico, traducción de Raúl Gabás, Tusquets, Barcelona, 2023, 365 páginas) estudia la aparición y variantes de la categoría de único a través de numerosos ejemplos en el pensamiento filosófico occidental. Ser único y pertenecer a la vez a una especie, ser distinto el uno del otro pero no existir el uno sin el otro, afirmar radicalmente su existencia y dar con la inevitable sociabilidad de lo humano, son insistencias y variantes de nuestra tarea como animales pensantes, es decir que la palabra nos es indispensable y siempre estamos diciendo lo que parece ser todo lo posible y es, al mismo  tiempo, una labor interminable.

Hay ejemplos extremos en los cuales se diría que el único puede pasar de los demás. Stirner es radicalmente individualista y propone al Único en tanto universo de sí, el colmo del autoritarismo o del anarquismo. Thoreau prefiere la soledad del Único en la naturaleza a fin de identificarse con el todo, con el cosmos. Pero la dialéctica entre mismidad y alteridad se muestra insistente, acaso dominante. Puede darse en un creyente como Lutero y en un escéptico como Montaigne. Enfrenta al ilustrado Diderot con el romántico Rousseau. Inquieta al soldado Sartre en la misma guerra donde inquieta al oficial Jünger, en el ejército contrario. Le vale a Kierkegaard para creer en Dios porque es el Único por excelencia. En la sociedad de masas, el individuo se desvanece y el Único es el Gran Sujeto, la multitud, personificado en el líder.

Safranski expone esta dinámica sin resolverla porque lo suyo no es la doctrina. Maneja una nutrida información mas no agobia al lector con la habitual pedantería del erudito sino, por el contrario, lo acompaña amablemente con una prosa tersa y ordenada. De tal forma, quien lee puede hacer suya la inquietud que hace a la condición humana pues el que piensa llega a saber que cuando piensa, piensan todos, pensamos todos. De otra manera, no valdría la pena hablar ni escribir libros.

Me detengo únicamente en el caso de Max Weber, una de las mejores inteligencias que nos ha dejado el suntuoso y tremendo siglo XX. Weber es quien más limpiamente ha pensado la modernidad. Es el tiempo –pónganse las fechas donde se quiera– en que se ha racionalizado el mundo por medio del intelecto, la ciencia, la cuantificación, la medida y la técnica. A la vez, se ha desencantado, desembrujado. Nada es sacro, todo es profano. Sin embargo, al tratar del tema de la soberanía, el poder irresistible que resulta necesario en toda sociedad, sus categorías chirrían con lo moderno. Hay un poder tradicional, que se legitima por la costumbre (la monarquía); hay un poder racional, que se legitima por un proceso (la elección democrática) y hay un poder que no lo hace ni por una ni por otra legitimidad porque se legitima a sí mismo, que es el poder carismático. El dirigente que lo ostenta no apela ni a lo habitual ni a lo intelectual porque tiene algo que todos admiten y nadie puede explicar, salvo que es único, distinto de los demás. Es el carisma. Corresponde bien a la sociedad de masas, el colmo de lo moderno: industrialismo, comunicación, tecnificación de la vida. Sin embargo, resulta ser lo más primitivo, mágico, embrujado, pasional, empático, inmediato, ajeno tanto a la costumbre como a la razón. Propio, si se quiere, de aquel siglo XX que, según Ortega y Gasset, fue muy contemporáneo pero muy poco moderno. Los ejemplos son tan obvios que sobran.

Siguiendo a Safranski, podría decirse que el conductor carismático, a través de Weber, es el Único mundano por excelencia pues a Dios hay que buscarlo en lo celestial. El pensador alemán se remonta al demonio familiar de Sócrates, el famoso daimon. O sea: algo clásico, que arrastra siglos consigo. El sociólogo moderno lo considera íntimo. La modernidad nos ha racionalizado, intelectualizado, tecnificado, sí, pero hay lo otro, todo lo otro, a lo cual no afecta: lo que no se puede razonar, ni intelectualizar, ni tecnificar. Sabemos pertenecer a la humanidad, conformar un todo, y nos reunimos en pequeños círculos, de tú a tú, donde aparecen los diablillos familiares, de los cuales nos protegerá el Gran Brujo con su carisma. Lo reconoceremos apenas aparezca.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")